
‘Lo imprevisible’ es el
título de un libro escrito por la periodista especializada en temas
tecnológicos Marta García Aller y publicado el pasado año por Planeta. Un
ensayo que tiene como denominador común la relación del ser humano con las
nuevas tecnologías y, en consecuencia, con el llamado big data o almacenamiento de datos de todo tipo y asunto que vamos
acumulando a diario y de los que apenas tenemos ni conciencia ni control sobre
ellos. Así visto ese dichoso big data,
al lector un tanto sensible y un poco avisado en estos temas si, por un lado,
no le coge de sorpresa mucha de la información que García Aller va analizando a
lo largo de su trabajo; por otro lado, no resiste la tentación a medida que va
leyendo de mirar a un lado y a otro, e incluso, si me apuran, a echar un
vistazo por debajo de la cama, no vaya a ser que una cámara se nos haya colado
por algún intersticio de la pared y nos estén convirtiendo en un pequeño pero
muy visitado vídeo de TikTok. A poco que estemos documentados, no nos extrañan
los avances en medicina, en relaciones personales, o en meteorología debidos en
gran medida a las máquinas, por poner asuntos que trata con humor y un tono
divulgativo admirables, lo que hace del libro una lectura amena y muy
aleccionadora. Pero los datos van mucho más allá del simple conocimiento
superficial del que solo se informa a través de algunos medios de comunicación.
La ¿peregrina? idea de que el cambio climático se combatiría mejor con una
humanidad más bajita, o el “furor” desatado por la novedad de los robots como
juguetes sexuales, o que sepan las empresas de relaciones personales cuándo los
clientes son menos exigentes en establecer o aceptar encuentros, o los
algoritmos que pueden predecir y, por ello, prevenir los incendios en Seattle o
los delitos en Nueva York, son trabajos que nos facilitan en la actualidad las
máquinas, estos últimos citados a través de estudios realizados (¡asómbrense!)
por una empresa española fundada y dirigida por una ingeniera española (¡Qué
lejos queda ya aquella mítica y enorme Deep
blue creada por IBM para intentar ganar al campeón del mundo de ajedrez
Boris Kásparov allá por 1996!). Pero si de entre tanto dato y análisis
tuviéramos que quedarnos con alguno, por mi parte me quedaría con tres. Uno, el
control e información de los Estados y las empresas sobre los ciudadanos y
usuarios o clientes a través de las cámaras de reconocimiento facial y de
nuestros gustos y hábitos (cada “me gusta” es una fuente de información que nos
identifica y clasifica, de ahí que debamos mirar a un lado y a otro antes de
apretar el ratoncito); el segundo, que el humor es la única arma que tendremos
los humanos si alguna vez las máquinas deciden pensar por su cuenta. Y el
tercero, el llamado “crédito social” que inventaron los chinos (en esto del
control son unos adelantados, menos en el virus), por el que un ciudadano
ejemplar puede gozar de exenciones fiscales y descuentos de todo tipo. Pero,
claro, en una sociedad en que los valores éticos e intelectuales están bajo mínimos,
y la estupidez se cotiza por todo lo alto, ¿a quién calificaríamos como
“ciudadano ejemplar”? Y no me obliguen a decir nombres. José López Romero.

Que nuestro país siempre
ha contado con excelentes periodistas no es ningún descubrimiento. Desde los
tiempos de aquel “Fígaro”, pseudónimo bajo el que se escondía el gran Mariano
José de Larra, en la primera mitad del XIX, con quien sin duda comienza el
periodismo moderno, y la inabarcable cantidad de periódicos que proliferaron a
lo largo de aquella centuria, hasta nuestros días, la nómina de periodistas del
pasado siglo que podríamos citar sobrepasaría con creces los límites de esta
página y de las siguientes. Los nombres de Manuel Chaves Nogales y César
González Ruano, gozan actualmente del suficiente prestigio como para llenar
ellos solos la primera mitad del XX; y ya en el último cuarto, el de la
democracia, me voy a permitir citar, por simple gusto personal, a Martín Prieto y a Joaquín Vidal, pues
inolvidables fueron del primero las crónicas del juicio a los acusados por el
golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, y del segundo sus inigualables crónicas
de las corridas de toros; sin ser yo aficionado al arte, las leía con verdadero
placer. Cuatro nombres que son solo una mínima representación de la riqueza y
calidad de nuestro periodismo. Por eso, cuando a través de distintos periódicos
me topé con los artículos de David Gistau, no pude por menos que reconocer en
su estilo a uno de los grandes del género. Y cuando hablamos de “grandes” nos
referimos a aquellos escritores que consiguen darle una vuelta más a la forma
clásica de tratar los textos y las noticias, los que logran un estilo tan
propio como reconocible. Cada artículo de Gistau es una exigencia para el
lector, un reto por alcanzar su altura e inteligencia, para llegar a ese grado
de complicidad con el autor. Hace unos meses se publicó una selección de sus
artículos bajo el título de ‘El penúltimo negroni’ (Random House), en homenaje
a su prematura muerte a los cincuenta años. Una pérdida irreparable. José López
Romero.

Desde la ventana puede
ver entre los picos las últimas nieves que el tibio sol de primavera aún no ha
logrado fundir. Él, arrebujado en una manta, achacoso de mil dolores y
cicatrices, espera y recuerda. Retirado en aquel rincón de La Rioja, después de
tantos afanes, de guerras, viajes, estrecheces e intrigas solo le queda la
memoria pero también el olvido. Después de toda una vida al servicio del
imperio, nada le queda salvo ese rincón de la tierra que lo vio nacer, allá por
1518, y que será también la que lo cubra, porque ya solo espera a la muerte.
“Yo, Ioan de Spinosa, humil vasallo de Vuesa Magestad, dize que hauiendo
partido de su corte por el mes de abril del año presente con orden de Vuesa
Magestad para boluer a servir a Venecia, se puso en camino y siguió su viaje
con harto trabajo y necesidad, por no hauer querido ser molesto a Vuesa
Magestad en demadalle ayuda de costa y que llegado a Milán cayó malo de
calenturas…”, escribía en 1565. Sus recuerdos se agolpan en tropel en su cabeza.
Aquellas fiebres por poco se lo llevan por delante. ¡Y Venecia! A la que por
fin, después de dos meses, “en que se puso en nuevas deudas”, pudo arribar para
ponerse de nuevo al frente de toda la información sobre la construcción de la
armada y de los movimientos que el Turco preparaba para castigar las costas de
la cristiandad. Venecia era un hervidero de espías, de buitres al acecho de
noticias que él bien sabía hacer llegar a la secretaría del emperador y después
de este a la del gran don Felipe II. “Por las últimas cartas que esta Señoría
tiene de Constantinopla de 24 hasta 30 de agosto, se entiende que el Turco
hauía mandado que se fabricasen de nueuo quarenta galeras…”. A sus sesenta y
dos años repasa toda su vida. Su bautismo de armas, cuando apenas contaba con
diecisiete años, en la guerra de Túnez que el emperador conquistó, o
acompañando a don Pedro González de Mendoza en las guerras del Piamonte, o
cuando tuvo que sofocar a la infantería española amotinada, hasta su
asentamiento en Venecia, como “secretario de la cifra y de las cosas de
Estado”. Pasa por su memoria como en postales toda la geografía de Europa en la
que guerreó: Francia, Sicilia, Nápoles, Toscana, Romagna, Lombardía, Piamonte,
Flandes y Alemania. Y siempre con peticiones de amparo para su necesidad y para
saldar deudas contraídas al servicio del imperio: 150 escudos de renta; merced
de 200 escudos concedido por don Gabriel de la Cueva, gobernador de Milán; al
menos 20 escudos para cubrir los gastos de aquellas malditas fiebres de Milán…
En 1580 publica Juan de Espinosa el ‘Diálogo en laude de las mugeres’, y
confiesa: “algunos errores tocantes a la orthographía o cosas semejantes,
excúseme el no podello emendar la
enfermedad grave con que al tiempo que se imprimía yo me hallaba”. Cae la tarde
y con ella ese sol de primavera que no alcanza a calentar a un viejo olvidado
por la historia. Tres siglos y medio más tarde otro viejo español escribiría
uno de sus últimos versos: “estos días azules y este sol de la infancia”. José
López Romero.