
“Yo soy muy obsesivo. Y cuando me da una
obsesión, me entrego a ella sin condiciones. He sido lector toda la vida y
cuando estudiaba en la Universidad me dio por leer a todos los escritores hispanoamericanos
que caían en mis manos; afortunadamente, el colegio mayor donde residía tenía
una magnífica biblioteca, porque de otra manera no me podría haber permitido
tanta lectura”, me comentó cierto día un gran amigo, a quien lo de obsesivo (y
no solo en la lectura, sino en otros ámbitos que nada tienen que ver con el
sexo, no sean ustedes malpensados) no hacía falta que me lo jurase. Estudiaba en
Granada Química y por aquellos años del franquismo agonizante, el ambiente
universitario era un hervidero de inquietudes políticas, entre la ilusión y el
temor por lo que estaba por venir, y también culturales, ninguna manifestación artística
le era ajena al mundo estudiantil. Cursar Química y devorar las novelas que ya estaban
consideradas unos clásicos modernos no era nada excepcional; es más, puedo
decir que he tenido compañeros de vocación científica tan buenos y grandes
lectores, como pésimos y negados entre los dedicados a las letras, lo que no
deja de ser tan admirable como lamentable. De los primeros he aprendido mucho;
de los segundos, también pero a la inversa. A riesgo de caer en la generalidad
siempre injusta, muy distinto de aquel ambiente es el universitario de ahora.
Poco comprometido con la política, quizá ya decepcionado por tanta ineptitud y
mentira, y escasamente dado a la lectura, una actividad que pese a los esfuerzos
en las aulas poco o nada puede hacerse ante la sociedad de la imagen. De un
tiempo a esta parte a mi amigo le ha dado (otra de sus obsesiones) por el
baloncesto y por la novela negra; el otro día, sin ir más lejos, me comentó que
estaba leyendo ‘La novia gitana’ de Carmen Mola. “Un tostón -me dijo-. Excesiva.
La voy a dejar sin terminar”. Bueno, tras tanto éxito incuestionable, alguien tiene
que gritar que el rey va desnudo. Y sentado en el bar, mientras espera,
paciente, a que la vida le ponga por delante otra obsesión, él pide “otro manchaíto”.
José López Romero.

Acabo de leer ‘Europa contra Europa.
1914-1945’ de Julián Casanova. Un ensayo de referencia, breve y muy esclarecedor
sobre la historia de nuestro continente en la primera mitad del siglo XX, ese
periodo en el que fue el centro de dos guerras mundiales, las más terribles y
sangrientas contiendas de la historia de la humanidad. El libro, como todo
excelente trabajo histórico que se precie, no es solo un profundo análisis de
acontecimientos, circunstancias y protagonistas, sino también un aviso implícito
de que nunca podemos y debemos creernos a salvo de peligros, de que tenemos que
estar en permanente alerta ante acontecimientos que se repiten y personajes que
reproducen comportamientos ya conocidos en otros líderes que llevaron a Europa
a su destrucción. La debilidad de las democracias, la pujanza de las dictaduras,
el apoyo del capital al poder ejercido de forma totalitaria son peligros que
nos acechan y de los que nos advierte Julián Casanova en su excelente libro. Pero
de entre todos los datos y conceptos que contiene y que analiza el autor,
destacaría dos; el primero, la extrema violencia, la cultura de la crueldad que
se manifiesta con toda su crudeza en el exterminio del enemigo. La cita de
Albert Camus, en referencia a la caza desatada contra fascistas y colaboracionistas
en la Francia de 1945, es en este sentido ejemplar: “Al odio de los verdugos ha
respondido el odio de las víctimas. Nos ha quedado el odio… la última y más
duradera victoria del hitlerismo… estas marcas vergonzosas dejadas en el
corazón de aquellos mismos que lo han combatido con todas sus fuerzas”; y el
segundo, el paso definitivo de trasladar la guerra de las trincheras a las
ciudades, con la consecuencia de los cientos de miles de víctimas civiles; los
bombardeos aliados contra las ciudades alemanas después del fin de la II GM que
trató W.G. Sebald en su ‘Historia natural de la destrucción’, son los ejemplos
más ilustrativos de ese odio, de la crueldad sin medida, del delirio psicópata
de los que ejercen el poder. Julián Casanova aporta el siguiente dato: “Antes
de 1914, los civiles muertos en las guerras eran pocos comparados con quienes
las combatían. En la Primera Guerra Mundial, las víctimas civiles mortales ya
representaron un tercio del total; en la Segunda, superaron los dos tercios.” Lo
mismo pasó en la terrible guerra de los Balcanes sin que nadie hiciera nada por
impedirla (‘La hija del este’, magnífica novela de Clara Usón). Cuando ahora
vemos las imágenes de las ciudades destruidas de Ucrania, de bloques de
viviendas donde hace apenas unos meses vivían felices las familias, cuando se
nos dan las cifras de víctimas civiles que ya se ha cobrado una guerra que
nunca debió tener lugar, no puedo por menos que pensar que estamos ante
circunstancias muy parecidas, que seguimos en manos de unos psicópatas que
están dispuestos a hacernos saltar por los aires, a exterminarnos con su odio y
su crueldad. José López Romero.