Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

jueves, 20 de agosto de 2009


En la novela de Heinrich Böll “Y no dijo ni una palabra”, la protagonista, Käte, le pregunta a su esposo por qué se casó con ella, y él, ante pregunta tan capciosa (y me acuerdo ahora de un magnífico chiste), no tiene por respuesta otra que: ““Por el desayuno. Buscaba alguien con quien desayunar toda la vida…”. Y aunque no está mal para salir airoso de situación tan embarazosa (¿quién me puede negar a estas alturas la infinita capacidad de unión de un café compartido todas las mañanas?), otras posibles respuestas se me vienen ahora a la cabeza, quizá no más emotivas que el desayuno, pero sí más prácticas. “Para leer esos libros que yo no puedo leer” o “para que leas y me des una opinión de libros que yo ya he leído”, le respondería a mi mujer ahora que no me oye (afortunadamente a ella no se le ocurre hacer esas preguntas que sólo encontramos en las novelas). Sinceramente, debo confesar que muchas veces le he dado a mi mujer libros para leer que yo he comprado porque me interesaban a mí, no a ella. Y su opinión me ha condicionado tanto que más de una vez no he podido empezar siquiera su lectura. Pero otras veces, no sé si adrede, sus encendidos elogios me han llevado a la tortura de libros que no le desearía a mi peor enemigo. Y cuando me deja las mañanas de los domingos leyendo en la cama esos tormentos insufribles, y le oigo desde la cocina “cariño, el café”, advierto en su voz cierto tono de venganza que, siguiendo con la sinceridad, me preocupa. ¿Cuál es el último libro que le he dejado?.

domingo, 5 de julio de 2009

El mal de las citas


Como si fuera un nuevo virus, la cita ataca a políticos, intelectuales, pueblo llano y hasta gente de mal vivir. Hace ya un tiempo, cierto político (clase social propensa a la diarrea intelectual) atribuyó el “vivo sin vivir en mí” teresiano a fray Luis de León y, pocos días ha, el atildado Peñafiel, azote de bodas y monarquías, desde las páginas de El Mundo citaba de forma deficiente el famoso madrigal de Gutierre de Cetina “Ojos claros, serenos / si de un dulce mirar sois alabados, /¿por qué, si me miráis, mirais airados?...” cuya autoría adjudicaba, creo recordar, a Garcilaso de la Vega.
En el tiempo en que la imitación ennoblecía, los escritores buscaban en la autoridad de la Biblia y los clásicos greco-latinos el toque de elegancia y didactismo para sus textos, no faltaban para este fin los repertorios de sentencias y hechos famosos (¿para cuándo ediciones de la “Officina” de Ioan Ravisio Textor o del “Sententiarum volumen absolutissimum” de Stephano Bellengardo, que provocarían verdaderas epidemias?). Hoy, los clásicos siguen teniendo ese punto de distinción que nunca han perdido; pero aquel que cita a modernos, y más si son alemanes, caen en la cursilería más espantosa. Yo, por mi parte, me he inoculado una pequeña dosis de este virus y cuento con un repertorio de citas de andar por tertulias y saraos y, en mis estados febriles, suelo inventarme algunas que de inmediato atribuyo al venerable Borges, que viste mucho.
El cine en este aspecto es muy curioso: en las películas inglesas se cita a Shakespeare; en las francesas a Voltaire o Roussseau; Goethe en las alemanas, y en las españolas, siempre tan cutres y casposas, a Chiquito de la Calzada, ¡qué país!

miércoles, 10 de junio de 2009

Mentira


Ya lloramos en estas mismas páginas la muerte de don Fernando Lázaro Carreter (4 de marzo de 2004), por lo que representaba su pérdida para la Filología española, y ya avisábamos en su momento de que con él no sólo perdíamos a un gran filólogo, sino sobre todo a un gran vigilante de nuestro idioma. Su libro “El dardo en la palabra” (Galaxia Gutenberg) y su continuación “El nuevo dardo en la palabra” (edición de bolsillo en Punto de Lectura) fueron, son y seguirán siendo auténticos manuales del buen uso del español; en cada uno de esos “dardos” o artículos puede el lector encontrarse verdaderas lecciones sobre correcciones e incorrecciones lingüísticas, de uso común y actual, sazonadas siempre con el humor y le fina ironía de uno de nuestros grandes maestros. ¡Lástima que nadie haya tomado el relevo de don Fernando y no haya seguido ese camino, siempre difícil, que es enseñarnos a todos la corrección de nuestro idioma! Y digo todo esto porque no hay palabra más utilizada en estos últimos días de campaña electoral que “mentira”, de la que haría Lázaro Carreter, estoy seguro, un artículo excepcional. No hace falta consultar el diccionario para saber su significado, pero los políticos la utilizan como insulto contra su rival en las urnas; unos a otros se tildan de “mentirosos” sin que ninguno coja el camino de los juzgados más cercanos, para denunciar a su ofensor por serio menoscabo de su honor o, al menos, dirigirse a él y endilgarle el correspondiente “guantazo” y anunciarle la próxima visita de sus padrinos para decidir día, hora y lugar del duelo. ¡Qué tiempos aquellos en los que por unos “buenos días” mal dados los hombres llegaban a las armas! Y si no, que se lo pregunten al escudero del “Lazarillo de Tormes”. La mentira está bien, para la literatura; es uno de sus ingredientes imprescindibles y fundamentales, como ya se encargó de estudiar Mario Vargas Llosa en su libro titulado “La verdad de las mentiras”, cuyo prólogo es de lo mejor que yo he leído en los últimos años sobre la naturaleza y características de la narrativa, junto con el prólogo que Somerset Maugham escribe para su ensayo “Diez grandes novelas y sus autores”. Vargas Llosa nos explica en su trabajo: “En efecto, las novelas mienten… En realidad se trata de algo muy sencillo. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros- quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar –tramposamente- ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener”. ¿Nos mienten nuestros políticos con esa misma intención? ¿Nos quieren pintar la realidad de un color pastel cuando todos la vemos gris marengo, por no decir negra? ¿Con sus mentiras nos ofrecen un mundo que está muy lejos de ser el nuestro, ése que sufrimos todos los días? Tengo en esto mis serias dudas. Yo creo que nos mienten porque sólo quieren perpetuarse en el poder y en la silla que los mantienen a él y, en algunos (o muchos) casos, hasta a su familia. Por eso, yo abogo por imponer de nuevo aquel viejo código de honor, por el que toda ofensa debía lavarse con sangre ¿a primera sangre? ¡Por favor! Ya que estamos… José López Romero.

jueves, 4 de junio de 2009

El patio


Si no es por una cosa, es por otra. Lo cierto es que el patio de las letras siempre está revuelto, y por ello los medios de comunicación no paran de publicar noticias que merecen nuestra atención, y algunas hasta nuestra reflexión, que de eso se trata. En dos de las muchas y variadas me voy a ocupar en estas líneas. Aún no se había enfriado el cuerpo yacente de nuestro admirado Benedetti cuando el poeta Antonio Gamoneda, que por mayor mérito tiene el Premio Cervantes concedido en la Moncloa, criticaba la poesía del escritor uruguayo por el uso del “lenguaje de la comunicación coloquial”; dicho de otro modo, a Gamoneda no le gustan los poemas de Benedetti porque los intenta acercar a la gente de a pie. Aunque no comparto en absoluto la opinión del poeta leonés, siempre podemos aducir en su descargo el proverbial y socorrido “cuestión de gustos” o, en este caso, “de estética”; diferencia de criterio que, por simple higiene literaria, no sólo es saludable sino hasta necesaria. Que en los gustos poéticos de Gamoneda no entren los coloquialismos es tan respetable como defender lo contrario; sin embargo, la historia de la literatura le debería haber enseñado a don Antonio, y ahí tiene al don Antonio por excelencia y antonomasia para confirmarlo, que no hay palabras más poéticas en sí mismas que otras, sino el uso que el poeta hace de ellas. La otra noticia es más delicada. Ya sabíamos desde hace bastante tiempo de la radicalización ideológica del dramaturgo Alfonso Sastre, quien siempre se ha negado a condenar el terrorismo de ETA, de ahí que haberse prestado a encabezar la lista de Iniciativa Internacionalista Solidaridad para los Pueblos (IISP) en las elecciones europeas no haya sido una sorpresa excesiva. Podíamos inscribir a Sastre en ese pequeño (por fortuna) grupo de escritores, a quienes nadie les puede negar su calidad literaria (innegable también en los dramas de Sastre), pero cuya catadura personal deja mucho que desear. En su descargo o, mejor dicho, se aprovechan ellos de que estamos en un país libre para decir lo que se les antoja o defender ideas que si no rozan la ilegalidad, están dentro de ella, a pesar de los dictámenes del T.C. Pero Sastre si algo debería haber aprendido de la literatura, de la cultura en general, es que esas ideas, por muy respetables que sean, nunca pueden defenderse con las armas y a costa de las vidas de los demás. Sastre puede ser un excelente dramaturgo, no lo podemos en duda, pero es por desgracia para todos, no sólo para la literatura, una mala persona. José López Romero.

jueves, 28 de mayo de 2009

Revolución


Mi compañero de página, que alardea de visionario, no para de lanzarnos mensajes sobre la revolución que en el mundo del libro se avecina, si no es que ya está aquí. Si no son los e-books un día, son las maquinitas expendedoras de libros como si de condones se tratasen de las que hablaba la semana pasada. ¿Estaremos realmente ante una revolución? Pues en verdad no sería la primera que remueve los cimientos del libro y, como las anteriores, de seguro que abre nuevas perspectivas, y con ellas, algún que otro cambio en las costumbres. Si definitiva fue la de Gutenberg, no menor fue la de Aldo Manucio a principios del siglo XVI y la de la familia Elzevir a principios del siglo XVII que inundaron toda Europa con los primeros libros de bolsillo, ediciones de los clásicos en pequeño tamaño, en letra cursiva o garamond y a módicos precios; fue la mejor forma de democratizar la cultura: ponerla al alcance de cualquier economía, aunque estuviese sumida en profunda crisis; en mí tienen estos impresores un rendido (por no decir “fanático”, que suena a exageración) admirador. Pero ¿qué se cuece en estos tiempos que todos los lectores nos hemos puesto a la expectativa? Si hasta a las páginas de color salmón ya han saltado los dichosos e-books, no nos debe extrañar que algo de verdad puede que lleven las palabras de mi visionario amigo. En otras revistas leo noticias como el magno proyecto de digitalización de la Biblioteca Nacional bajo la dirección del prestigioso filólogo Pablo Jauralde, patrocinado con 10 millones de euros por Telefónica; o los 14 millones de libros que en cinco años quiere Google almacenar en sus depósitos informáticos; o incluso, con cierta visión de futuro, el proyecto de la agente por excelencia de la literatura española, Carmen Balcells, titulado “palabras mayores” que consiste en ofrecer a muy módicos precios lo mejor de García Márquez, Vargas Llosa o Juan Marsé a través de una distribuidora on-line; o la más llamativa: se estima que en el año 2015 (esto es, a la vuelta de la esquina) el libro electrónico represente el 50% del negocio editorial; y no digamos la iniciativa de cambiarle al infante la mochila por un libro electrónico, en el que estén cargados todos los manuales que tanto daño les hacen a sus tiernas espaldas. ¿Revolución? Vayamos despacio. Y para ello nada mejor que acudir a uno de los señores que hoy por hoy saben más de libros y revoluciones culturales: Umberto Eco, quien acaba de sacar un libro que se titula nada más y nada menos que “No esperéis libraros de los libros”, en cuyas 350 páginas despliega el gran semiólogo, novelista y bibliófilo italiano toda una batería de argumentos para defender precisamente el título de su trabajo. ¿Librarme yo de mis libros? Antes me libraría de mi… (no me había dado cuenta de que la tengo a mi espalda leyendo lo que escribo) ordenador. Por mi parte, con una taza aún humeante de café sobre la mesa, me dispongo a leer la novela de Eça de Queiroz El conde Abraños en una deliciosa edición de Renacimiento. Sin duda que a este libro no se le acaba la batería, ¿verdad, cariño? “Eso. Ahora intenta arreglarlo” –le oigo cuando ya se aleja. Hoy, sin postre, seguro. José López Romero.