Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

miércoles, 13 de enero de 2010

LA MÁQUINA


-“Mira, father, qué libro me he comprado, y ahora mismo me voy a poner a leerlo”. Mi hija acaba de llegar de la Facultad y la sorpresa es mayúscula: ¡se ha comprado un libro! Y aún más: ¡se lo va a leer! Desde que es nueva universitaria más atenta ha estado a otras frivolidades que a la lectura, y no he podido por más que exclamar: “¡Ya era hora de que te dedicases a algo productivo!” “Tú siempre animando”, le oigo que me dice ya tirada en el sofá (postura natural) a punto de empezar la lectura. Pero cuando lleva más de un cuarto de hora sin dar señales de vida, ni siquiera alternativa (coger el ordenador para enchufarse al messenger, poner la televisión, etc.) empiezo a preocuparme y, por qué no decirlo, a picarme la curiosidad: ¿qué libro se habrá comprado que la tiene por tanto tiempo en un estado para ella inusual? Seguramente se habrá dormido, me digo, mientras bajo las escaleras para cerciorarme. Pero no. La veo enfrascada pasando las páginas de un libro que sostiene encima de un cojín por su grosor. “Niña, ¿qué lees?” le pregunto entre admirado e inquieto. Le cuesta por un momento levantar los ojos de aquel libro, pero hace un alto en la lectura y me lo explica todo. Esta mañana, como todos los días, había llegado a la Facultad y se había encontrado en la misma entrada con una nueva máquina, la máquina de hacer libros. Ya mi compañero Ramón hace un tiempo anunciaba la existencia de estos artilugios, pero la semana pasada me volví a encontrar en un periódico con la misma noticia. “eche usted X euros y elija: novela, ensayo, poesía, teatro”. “Yo le di a novela” –me comentaba mi hija-. Y después fui dando a tantos botones como información necesitaba la máquina para ir haciendo el libro. Terminó de pedir datos, y no tuve que esperar ni media hora, cuando el libro apareció hasta envuelto para regalo. Un compañero que iba detrás de mí, se lió la manta a la cabeza y pidió un pregón de Semana Santa. Al cuarto de hora salía ¡con el prólogo del obispo y hasta con las pastas de la Unión de Hermandades!.” (Recuerdo que cuando apenas tenían los dos cinco años les compramos un cuento personalizado que todavía andará por la casa. “Un día en el circo”, “Un día en el zoo”, eran, creo recordar, sus títulos). “¿Y tú qué has ido eligiendo?”, le pregunté. “Extensión: 400 páginas y pastas duras (¡ya que me gasto el dinero!); Género: de intriga, tipo “Millenium”; estilo: Camilleri (me gusta la ironía y su humor); Trama: tú sabes, lo que se lleva ahora, pelotazo inmobiliario, nepotismo político, corrupción, políticos inútiles, y algo de lencería fina para alegrar algunas páginas”. “Hija mía, tú no te has comprado un libro, ¡tú has comprado el periódico!”. José López Romero.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

PREFERIRÍA NO HACERLO


“Preferiría no hacerlo”, ésa es la frase que Bartleby siempre tiene en los labios cuando su jefe le encarga algún trabajo que no es de su agrado, pero que termina por esgrimir ante cualquier nuevo encargo o actividad, le guste o no. Sinceramente, mi primer encuentro con Bartleby no fue a través del relato de Herman Melville, sino por “Bartleby y compañía”, una especie de ensayo, tan interesante como ameno, en el que Enrique Vila-Matas va desgranando diversas anécdotas de escritores que en plena juventud o madurez creadora decidieron jubilar su pluma, poner fin a su carrera literaria, prefirieron no hacerlo más, no escribir ni una palabra más. Por sus páginas pasean los casos más llamativos de Rimbaud, el poeta precoz que a los veinte años ya había escrito toda su obra, o J. D. Salinger, quien después de “El guardián entre el centeno” apenas ha pisado las editoriales; o la anécdota de Juan Rulfo, otro escritor de corto recorrido, quien para justificar su breve producción literaria se excusó en la muerte de su tío Celerino, que le suministraba las historias. Hasta que hace poco logré leer la novela de Melville “Bartleby, el escribiente” en una edición actual (col. Austral), y pude comprender en toda su extensión y crudeza la famosa frase “preferiría no hacerlo”. Las aulas de nuestros colegios e institutos están llenas de nuevos Bartleby, que ante cualquier dificultad, ante cualquier trabajo esgrimen, sin saber su procedencia, la frase “preferiría no hacerlo”, que define como pocas la llamada “cultura del no esfuerzo”. José López Romero.

jueves, 10 de diciembre de 2009

RAZA


Hace unos meses di una conferencia en un pueblo cercano a Jerez. Me habían invitado para la semana cultural que organizaba una noble institución, y yo había decidido que mi intervención versaría sobre el amor udrí en el “Collar de la paloma” y sus influencias neoplatónicas; dicho de otra manera, una plasta de considerables proporciones. Llegado el día, allí estaban mis familiares (los más directos, pobrecillos); algunos amigos (cada vez menos; los voy perdiendo a medida que doy conferencias) y un grupo de personas que llenaban a medias el regio salón que nos acogía. Después de la elogiosa presentación de otro amigo que me llevé para la ocasión (de éstos ya sólo me quedan tres o cuatro), empecé mi disertación; pero cuando llevaba un cuarto de hora más o menos, mi otro yo, ése en el que nos desdoblamos cuando se atiende a una conversación pero realmente se está pensando en otra cosa, empezó a fijarse en el variopinto y heterogéneo público, ¿qué motivo u oscura perversión los habría traído hasta allí? Me dio por pensar. Y empecé a distribuirlos por grupos. Uno lo formaban los miembros de la institución que me invitaba, gente educada y de bien, dispuesta a sufrir en silencio mi disertación; otro, lo compondrían esas personas que van a los actos culturales como el que va a la plaza de abastos sólo para mirar la fruta y el pescado sin pretensión alguna de comprar, porque estaba claro que el título de la conferencia en absoluto, a menos que las mentes calenturientas de algunos pensaran que detrás del amor udrí se escondían escenas de porno sado-masoquista; y un último grupo, quizá el más numeroso, lo formaban personas cuyo rictus facial apenas sufrió modificación en aquella hora larga que duró mi intervención. Sólo algunos, muy pocos, mostraron un cierto nerviosismo, manifestado en leve carraspeo, cuando yo enarbolaba la resma de folios que me quedaba por leer. ¿Quiénes son, me preguntaba, estas gentes que, para sorpresa y hasta admiración de conferenciantes, son capaces de tragarse los más variados actos culturales, a cual más peñazo, sin mover un músculo de su cara? La respuesta no puede ser otra: son replicantes culturales, una raza de humanoides que deambula y vegeta por la cultura local, aunque sin la belleza y plasticidad de los que aparecían en “Blade Runner”. José López Romero.

sábado, 5 de diciembre de 2009

LA ESCUELA DE LA IGNORANCIA


El otro día comentábamos mi compañero y amigo Agustín y yo las deficiencias lectoras de los alumnos actuales, y él ponía un ejemplo muy claro: “si en una relato aparece –me decía- la expresión “un bosque de baobabs”, ¿qué puede ser un baobab? Les pregunto a mis alumnos, y ninguno es capaz de acertar con una respuesta; porque no saben relacionar el contexto: si es un bosque, el baobab no puede ser otra cosa que un árbol”. Y es curioso que leyendo un librito titulado “La escuela de la ignorancia” me encuentro con el siguiente párrafo: “En 1983, el rectorado de Niza realizó una encuesta a cerca de 12.000 alumnos de 1º de Enseñanza Secundaria. El 22,48% no sabía leer y el 71,59% era incapaz de comprender una palabra nueva a partir del contexto”. Han pasado 26 años entre la encuesta de los alumnos de Niza y la anécdota de mi amigo Agustín, y yo no sé cómo andará hoy en día el nivel lector de los franceses, pero sí conozco y me lamento del nivel de nuestros alumnos. Pero en esto de la educación lamentarse sirve de bien poco; es más, a veces para lo único que sirve es para cruzarse de brazos porque la solución es tan compleja –se excusan casi todos- que es inútil ni siquiera intentarlo. Y sin embargo, yo creo que por ser tan evidente y tan descaradamente sencilla, se le tiene miedo a ponerla en práctica. Basta con suprimir los manuales de la enseñaza primaria, y hasta de los dos primeros cursos de la E.S.O., y sustituirlos por un ordenador para que el alumno empiece a adquirir competencia en las nuevas tecnologías, periódicos en las aulas para que desarrollen un conocimiento de la realidad que les rodea y preparen su inteligencia crítica, y libros de lectura. ¿En clase? Lectura y escritura, sobre todo, y una enseñanza basada en ámbitos de conocimientos muy básicos. Tan sencilla la solución que da hasta vértigo. “La escuela de la ignorancia”, escrito por el francés Jean-Claude Michéa, es, más que un librito, una llamada de atención contra una escuela que ha dejado de dar ese servicio social que consistía en transmitir la cultura, formar el espíritu crítico y hacer a los hombres y mujeres libres, para convertirse en estabulación de analfabetos funcionales. El peligro del que nos avisa lo podemos resumir en otro fragmento: “Entendemos por “progreso de la ignorancia” no tanto la desaparición de los conocimientos indispensables… sino el declive de la “inteligencia crítica”; esto es, la aptitud fundamental del hombre para comprender a un tiempo el mundo que le ha tocado vivir y a partir de qué condiciones la rebelión contra ese mundo se convierte en una necesidad moral”. Quizá es eso lo que se pretende, porque la ignorancia es una manera, la más perversa, de esclavitud y dominio. José López Romero.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

CABEZA DE TURCO


Acabo de leer “Cabeza de turco” del alemán Günter Wallraff, un descarnado documento sobre las condiciones de trabajo a que son sometidos los turcos en Alemania, y que el mismo autor sufrió al hacerse pasar por uno de esos inmigrantes que buscan fortuna en uno de los países más ricos de la Unión Europea. Una crónica de infamias que data de 1985 y que, según la contraportada de la edición de Anagrama, “levantó una auténtica conmoción” en aquel país. No era para menos. En un artículo de hace unas semanas comentaba yo cómo la literatura ha sido siempre un buen canal para denunciar las pésimas condiciones (humillantes incluso) en que obreros y campesinos han trabajado durante años, por no decir siglos. A los ejemplos allí aducidos podemos ahora añadir buena parte del Naturalismo decimonónico (“La taberna” de Emilio Zola) y todo el Realismo Social de los años cincuenta (Alfonso Grosso, Luis Romero, López Pacheco, e incluso Caballero Bonald con su “Dos días de setiembre”). Pero lo que relata Wallraff no es literatura, sino la realidad en toda su crudeza, tanta por momentos que uno llega a dudar de la veracidad del relato. Pero es la propia realidad quien nos convence de que lo vivido por un turco en la Alemania de 1985, puede superarse. Sin ir más lejos, basta con asomarse a los periódicos; no hay fin de semana que en sus páginas no nos encontremos con crónicas de verdadera esclavitud, por no hablar de la desesperación de trabajadores (ver Diario de Jerez, domingo, 8 de noviembre) que no ven la salida a una negra crisis que tantos y por tanto tiempo negaron. Y mientras, no paran de sacarse de la manga planes y leyes. La última, la populista de los impuestos a los jugadores extranjeros. Si tienen que pagar, que paguen, por supuesto, ¡faltaría más!. Pero mucho mayor y más grave es el daño que se hace a la democracia y a sus instituciones cada vez que cogen a un político con las manos en la masa. Más de 4.000 millones de euros en diez años por sólo 28 causas abiertas darían para la creación de muchos puestos de trabajo. Por cada político (y me van a permitir también el femenino) o política trincón/a, todos los ciudadanos nos sentimos “cabeza de turco”. José López Romero.