Terraza de un bar. Temperatura poco agradable para tertulias. Son las 10’30 de la noche y, sin embargo, en una mesa un grupo de literatos aguanta a la intemperie, toma el fresco y lo que le echen; entre ellos destaca un viejo profesor con estudiada pose bohemia (por aquello del “torpe aliño indumentario” del maestro), presuntuoso y gorrón. En la barra, negociando la cuarta de oloroso, un pobre diablo maldice su negra suerte por no haber llegado a tiempo a los aperitivos con que aquella noche agasajaba el local a la parroquia. Cena en blanco y ¡cómo están los tiempos…! Con mirada torva y de soslayo el curdela observa a la mesa del Parnaso, los conoce bien, son estómagos agradecidos que se lanzan como cuervos a las primicias de las bandejas que seguro, se imagina hambriento, habrán desfilado con prodigalidad. La tertulia de las insignes plumas gira en torno a los premios literarios, de los que el viejo profesor si no es del todo afecto, tampoco reniega, “al fin y al cabo –pontifica con avaricia de Fagín- si la dotación económica es buena, no haremos ascos. Tengo algún conocido en el jurado…”, y llama al camarero por si todavía pudiera gorronear alguna sobra, mientras se escarba los molares con un palillo, entre reflexivo e indolente; siempre que se aplica a esta labor higiénica pero grosera se le viene a las mientes algún perdido entre su memoria fragmento de la picaresca. ¡Ay, cuando él leía! Lleva ya un tiempo que sólo se lee a sí mismo. “Negra. –atrona la voz del pobre diablo arrastrada por el fragor de las copas. La Pléyade queda en silencio y expectante. El viejo profesor, altivo el rostro, muestra su desdén- No hay más que un género en la literatura: el negro, como ya demostró Umberto Eco con “El nombre de la rosa”: historia, crímenes e investigación; o, como diría Pérez Reverte, planteamiento, nudo y desenlace”. Negra la literatura, como el alma, como los falsos premios, como el agujero de vanidad de los tenores huecos… por aquello del maestro. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
domingo, 25 de marzo de 2012
sábado, 17 de marzo de 2012
ASÍ QUE PASEN CIEN AÑOS
Recordaba el gran Borges en el prólogo que en su día escribió al relato “Las cartas de mamá” de Julio Cortázar, una frase o consejo que daba el filósofo Schopenhauer: para no exponernos al azar, sólo habría que leer libros que hubieran cumplido cien años. Y a más de un escritor ya entrado en bastantes años le he leído u oído que él ya se dedica a releer, porque no quiere perder el tiempo, que tiene tasado, en novedades. Ya se sabe: las afirmaciones tan categóricas siempre tienen un punto de injusticia, aunque en otras muchas ocasiones no dejan de tener su fondo de razón. Ni todo lo bueno se escribió hace al menos cien años, ni todo lo escrito de un siglo hasta la fecha no merece ni el más mínimo beneficio de la duda, algún voto de confianza y, por tanto, su lectura. Además, como la memoria es por desgracia limitada, olvidamos con la misma facilidad lo leído como lo comido, aunque, como alguien dijo, ambas cosas contribuyen por igual a sustentar el espíritu y el cuerpo; y así, como siempre tenemos necesidad de alimentarnos, de la misma manera notamos nuestro espíritu en todo momento deseoso tanto de los antiguos como de los modernos. Los primeros para consolidar lo aprendido, los segundos para abrirnos nuevas expectativas. Sin embargo y como decíamos, no le quitemos esa parte de razón que el consejo o frase de Schopenhauer sin duda contiene, y yo la ampliaría, no sólo a los libros, sino a muchas manifestaciones artísticas, aunque para algunas de éstas ni siquiera tengamos que retrotraernos un siglo. Véase, por ejemplo, el cine. El 90 por ciento (vamos a ponernos categóricos como el filósofo alemán) de las películas que se ruedan desde hace diez años no aguantan ni una mínima revisión, por mucho que se empeñen los canales de televisión en reponernos siempre los mismos bodrios. Y para qué hablar del cine español, juventud, sexo, droga son los únicos ingredientes que al parecer nuestros inteligentes guionistas y directores saben mezclar con suerte o fortuna siempre escasa, por no hablar del inefable Torrente, cuyo gesto más elegante es coger en la mano el fétido olor de sus pedos y restregársela en la cara al pobre de Paquirrín, quien necesitaría 20 años en el Actors Studio para llegar a figurante. No me extraña que con este panorama muchos busquen películas en blanco y negro. Como terminamos refugiándonos en esa literatura que nunca decepciona, la que sabemos que no sólo entretiene, sino que nos hace pensar, y hasta nos exige un esfuerzo suplementario: el de ser mejores. Ya lo decía Coleridge al definir la poesía: las mejores palabras en el mejor orden. No hay ni otro mecanismo, ni otra técnica, ni más mimbres, y eso quizá sólo lo han sabido hacer aquellos que ahora tienen sus nombres grabados en oro en la historia de la literatura o en el cine, y a ellos acudimos. Lo demás, sea antiguo o moderno, no nos sirve y es pérdida de tiempo y hasta de dinero. ¡Y para eso estamos! José López Romero.
sábado, 10 de marzo de 2012
MARCAS
“¡Qué lástima que los libros no sean de marca, porque así el regalo tendría otro caché!”, le oí sorprendido a una señora que rodeada de bolsas de todas las marcas se tomaba una copa de vino blanco en la mesa de al lado. Su interlocutora no le iba a la zaga en esto de las bolsas y las tonterías. “¡Huy, hija, con lo que algunos libros cuestan ya podrían ser de Armani o de Loewe!” Ni imaginarme puedo que los libros fueran editados por los sellos de esas empresas del diseño y de la moda, y en lugar de Anagrama o de Seix Barral, de Alianza o de Cátedra, habláramos del último Loewe, o de las novedades de Chanel o de la última novela de Versace o de Gucci. Y todo por hacer del libro un objeto de regalo más glamouroso (palabra cursi donde las haya). La obsesión por las marcas en esta sociedad de hoy no tiene límites y la ansiedad por hacerse con uno, aunque sólo sea uno, de los ya prohibitivos objetos que estas marcas comercializan, seguro que ha llevado a más de una señora o señor al límite de alguna enfermedad tan absurda como incurable. Pero los libros, a pesar del lamento de aquella señora, sí tienen marca que no es la de la editorial que lo publica y comercializa, sino del autor que lo ha escrito. Y así, si en lo tocante a libros no hablamos de un Armani, sí hablamos de un Vargas Llosa, o de un Pérez Reverte, o de un Delibes o un Javier Marías. Son las marcas y en ellas, como en las otras, ponemos toda nuestra confianza de que el producto que compramos no nos va a defraudar, muy al contrario, se convertirá en un signo de distinción, de elegancia. Y en esa obsesión por las marcas, la lectura para algunos termina por convertirse en un acto comparable al estreno de una camisa de Tommy Hilfiger o de Saint Laurent. Para estos frívolos lo importante no es leer, sino exhibir, hacer ostentación de la lectura; y para eso, uno no puede escoger cualquier escritor, como no puede elegir cualquier corbata. No se dan cuenta de que para leer, como también para vestir, hay que tener clase, la que uno tiene, no la que te da la marca. José López Romero.
sábado, 25 de febrero de 2012
ENGAÑO
Nathan Glass, el protagonista de la excelente novela “Brooklyn Follies” de Paul Auster, que ha trabajado durante treinta años en una compañía de seguros, intenta abrirle los ojos a su sobrino, recién reencontrado, Tom: “La pasión por el engaño es universal, muchacho, y cuando alguien le coge el gusto, ya no hay remedio que valga. El dinero fácil: no hay mayor tentación que ésa. Fíjate en todos esos listos que montan simulacros de accidentes de coche en los que resultan falsamente heridos… el gran espectáculo de la falta de honradez…”. Más razón que un santo. Es más, tío y sobrino tendrán que mediar en un timo de grandes proporciones del que no sale precisamente airoso su amigo Harry Brighman. Pero no hay que irse a lo universal para comprobar lo que dice Nathan, amparado en su dilatada experiencia en seguros. Con cierta periodicidad los medios de comunicación nos ofrecen reportajes de individuos que estando de baja en sus trabajos, se dedican a hacer otros por su cuenta y su beneficio, mientras cobran sus sueldos. Por eso no estoy totalmente de acuerdo con el protagonista de “Brooklyn Follies” cuando eleva a lo universal lo que él considera “la pasión por el engaño” o afirma rotundamente que no hay mayor tentación que el dinero fácil. Por el contrario, pienso que es una cuestión más de educación personal, que de naturaleza humana; y si me apuran y para utilizar palabras del propio Nathan: de honradez, virtud poco frecuente en estos tiempos; aunque el engaño elevado a una de las categorías de las bellas artes ya se encuentra en los genes de esa parte de lo español sinvergüenza y maleducada, de ahí el género picaresco o la inabarcable lista de timos que hemos sido capaces de crear y perpetrar a lo largo de la historia, costumbre que sigue gozando de una espléndida salud. Y en esa falta de honradez es donde el engaño se convierte en la estrategia diaria, el mecanismo para aprovecharse de los demás, no cumplir con su trabajo, y hasta robar si fuera necesario, porque una forma de robar es también no hacer lo que uno debe. La mentira es otra forma, perversa cuando se utiliza también en beneficio propio, del engaño. ¿Dónde están ahora los que han arruinado a entidades financieras y disfrutan de indemnizaciones millonarias, los que han arruinado a su ciudad, a sus regiones, a la nación entera; todos aquellos que consintieron o participaron en los enchufes masivos, los sindicatos los primeros? Qué son sino unos profesionales del engaño, unos timadores, unos golfos en definitiva. ¡Y ninguno en la cárcel! No cabe duda de que nos han tocado vivir malos tiempos, en malas compañías y con los peores gobernantes, y hay que aprender a vivir sin ilusiones, como diría uno de los personajes de “Respiración artificial” de Ricardo Piglia, porque la ilusión no puede crearse si no es en una sociedad sana y honrada. Pero tampoco vamos a pedir una cerveza y una ginebra doble, porque esa mezcla fuera el recurso recomendado por Dickens a quienes están a punto de suicidarse. Por cierto, ¿han visto el despliegue en los medios de comunicación por el bicentenario del nacimiento de Dickens? Y Jovellanos y Unamuno celebrados en familia. ¡Qué engaño de país! José López Romero.
sábado, 18 de febrero de 2012
-Father, una preguntita. (¡el diminutivo amenazador!) – Una y que no sea muy difícil, porque no está la cosa para gastar ni una neurona. - ¡Tan borde como siempre mi father! Pues como tu amigo Ramón y tú habéis conseguido ese rollito de publicar esa novelita (el diminutivo irónico) en Amazon, “Asta Regia” dices que se llama, había pensado (¡mi hija pensando!) que me podrías ayudar a publicar mis mejores tuits, una selección de mis momentos estelares con mis amiguetes y con ese lenguaje que tanto te gusta de las k, los xk, etc. ¿Qué te parece? – Pues lo de comparar tus tuits siderales con nuestra novela, un insulto; y lo de publicarlos, un atentado contra el género humano del que no quiero ser cómplice. - ¡Ese es mi father! ¡Anda, que no tienes precio como animador de iniciativas personales y para apoyar a la familia! ¿Qué quería que le dijera? Desde que hace una semana mi compañero de página comentaba la compra por Ediciones B de novelas previamente publicadas en Internet, donde habían obtenido un gran éxito, con el fin de editarlas en papel, no hay día en que no lea o escuche en los medios de comunicación alguna noticia al respecto. Es cierto que la edición digital, gratuita en la mayoría de los casos, siempre y cuando el autor no tenga más pretensión que poner el texto al alcance de cualquier lector a módico precio, es la salida de muchos escritores, noveles y no tan noveles, en busca de la gloria literaria, la cual sería plena si viniera acompañada de algún ingreso económico. Aunque más de uno no se fía ni de la suerte de los textos colgados, y menos aún de la devolución de los pagos de los lectores que descargan los libros. Pero lo peor de todo sería que cuando viajemos al espacio nos encontremos con nuestros libros digitales, los tuits de mi hija, vagando por la atmósfera como esos residuos o basura que han ido dejando las naves espaciales y que ahora amenazan con caernos encima. ¿Se imaginan que estemos tranquilos en la playa y nos caiga en la cabeza, como llovida del cielo o del basurero espacial, una novela de Falcones? ¡No lo permita Dios! José López Romero.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)