Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 22 de junio de 2013

EL ESCRIBIENTE

A trompicones logró terminar el bachillerato. Cuatro años para los tres del BUP y dos para aquel COU del que se le habían atragantado las Matemáticas y la Filosofía. Al muchacho no le faltaba capacidad, lo malo es que era vago y poco constante en el escaso esfuerzo que hacía por superarse y superar las materias. Perdió un último año en primero de Empresariales, y cuando se dio cuenta de que los estudios no eran para él se fue a la mili y, ya con sus 23 años cumplidos, alcanzó un puesto, tan gris como él, en una caja de ahorros, cuando estas entidades eran familiares y locales, no los monstruos deficitarios en que se han convertido. Y después de trampear por distintas sucursales en trabajos de administración y escasa responsabilidad, logró lo que durante tanto tiempo había soñado porque se identificaba con sus máximas aspiraciones en la vida: un despachito al fondo de la oficina, lejos de las miradas de clientes y las impertinentes del jefe, que pudieran interrumpir o perturbar la actividad a la que se dedicó con toda la voluntad que le faltaba para el trabajo: la lectura. Leía con la devoción del cartujo, con el rigor del especialista y con tal voracidad que en varias ocasiones le dieron el premio al mejor lector de la biblioteca pública, a cuyo servicio de préstamos acudía casi a diario, en el tiempo del desayuno para no levantar más sospechas. No había género que se le resistiese, ni escritor o escritora que no quisiera leer, ni época a la que le hiciera ascos. Como tampoco se lo hacía a los créditos blandos, a bajo interés, que la caja ponía a disposición de sus “trabajadores”, con los que consiguió comprarse su apartamento en la playa, al que se retiraba en las vacaciones para seguir leyendo. A los treinta y pocos cayó en sus manos “Bartleby, el escribiente”, la célebre novela de Herman Melville y tomó a su protagonista como ejemplo de vida profesional. Y cuando se le acercaba el jefe para encargarle algún trabajo, lo miraba con los ojos encendidos por las últimas páginas que acababa de leer, y le espetaba el “preferiría no hacerlo” que había aprendido de su modelo. Hace unas semanas, al cumplir justo una década antes de llegar al climatérico lustro de su vida  (leía a Góngora con avidez), había aceptado y firmado su jubilación anticipada. Con 53 años no otra ilusión lo alentaba que seguir siendo por toda la larga vida que tenía por delante un lector empedernido, libre y ajeno ya a la mirada inquisidora y molesta del jefe de turno. Lo que en definitiva había aspirado a ser y había logrado. Y a los pobres que nos queda por delante otro largo tirón de nuestra ya más que dilatada vida profesional para intentar cobrar una más que improbable pensión, no solo tenemos que pagarle a este lector su dorada prejubilación, sino también el agujero financiero que nos han dejado a todos los españoles las dichosas cajas de ahorros. Yo para esto me acojo al lema de Bartleby que tan buenos resultados laborales le dio a nuestro protagonista: “preferiría no hacerlo”. José López Romero.


sábado, 15 de junio de 2013

NECIOS

“Father. Lee esto pero trátalo con cariño, generosidad y benevolencia”. Tantos paños calientes antes de que ni por asomo se viese el grano me puso de inmediato a la defensiva… Y más viniendo de quien venía. Me puso mi hija por delante unos folios garabateados, en los que advertí a vista apresurada variadas y numerosas faltas de ortografía, algunas cometidas por influencia de ese lenguaje SMS (del que ya se han hecho tesis y hasta diccionarios), virus cuyos efectos deletéreos se extienden no solo entre la juventud, sino en muchos que en su día hicieron una carrera supuestamente universitaria. De las tildes, ni hablamos. “¡Te has fijado –le dije a mi hija- en la cantidad de faltas y que el autor o autora de “esto” debe ser fanático de una secta que le prohíbe acentuar!”. “Tú siempre tan negativo, father. Con esta actitud, ¿cómo se pueden descubrir nuevos talentos?”. Y de pronto se me vinieron a la memoria las sonadas y más célebres meteduras de pata de las que ninguna editorial puede considerarse indemne: el rechazo de manuscritos que después han resultado obras ya consideradas clásicas en la historia de la literatura y, por el contrario, la publicación de libros que resultaron un rotundo fracaso, a pesar del dinero invertido en su promoción (aunque en este caso más habría que echarle la culpa a la torpeza de la agencia publicitaria que al bodrio del texto, porque la gente se traga lo que le echen en forma de anuncio). Un caso que me trae recuerdos especiales (otro encuentro casual y causal con un libro) es el de ‘La conjura de los necios’ de John Kennedy Toole, quien murió sin ver su libro publicado, rechazado por las grandes editoriales, y que fue premio Pulitzer el mismo año en que su madre consiguió que lo publicara una pequeña editorial de Louisiana. ¿Los folios de mi hija? Ni ella quiso decirme su autor ni yo puse mucho interés en saberlo. En todo caso, que la vida me sorprenda, aunque tengo pocas esperanzas de ello, casi ninguna. José López Romero.  

domingo, 2 de junio de 2013

IMAGINACIÓN

Poco hace que en esta misma página sugería las ediciones ilustradas como un reclamo para hacer más atractiva la compra de libros, incluso para las numerosas colecciones de bolsillo, que mejorarían ostensiblemente. Un arte, el de la ilustración, poco extendido o que tiene en los libros infantiles el centro de su atención. El otro día comentaba con mi amigo Raúl, con quien comparto mis lecturas de Ibargüengoitia (él fue quien me lo recomendó), que en el libro ‘Revolución en el jardín’, recopilación de artículos, crónicas y textos varios del gran novelista mexicano, que ha publicado la editorial Reino de Redonda (propiedad, tengo entendido, de Javier Marías) con prólogo de Juan Villoro, se echaban en falta ilustraciones que hicieran al volumen más “redondo”. “Precisamente –me respondió Raúl- su mujer, Joy Laville, es pintora. Podría haber ilustrado el libro”. Ocasión perdida. Pero a veces una ilustración deja de ser un adorno, para convertirse en un elemento imprescindible para un libro e incluso para su lector. En el ejercicio de recreación imaginativa que todos hacemos cuando leemos, ciertos detalles se escapan o requieren de un esfuerzo de la imaginación que algunos no somos capaces de hacer. Me acuerdo ahora de mi total incapacidad por imaginarme cómo era el fusil o escopeta que Chacal, en la famosa novela de Frederick Forsyth del mismo título, diseña para pasar todos los controles policiales embutida en una muleta y así atentar contra De Gaulle. Y de la misma manera, por muy detallada que es la descripción con la que Umberto Eco inicia su ‘El nombre de la rosa’ de la célebre abadía y de la torre-biblioteca, solo pude, como el fusil de Chacal, tomar exacta medida de ellas al ver las películas que sobre estas dos novelas se han hecho. De los ejemplos que me van viniendo a la memoria, otro me resulta especialmente molesto, no por el ejemplo en sí sino porque todo lo que no puede imaginarse molesta al lector, me refiero al aspecto que podían tener las extrañas criaturas que asaltan todas las noches al protagonista de la novela ‘La piel fría’ de Albert Sánchez Piñol, problema o dificultad que podría haberse solucionado con una simple ilustración. La portada de ciertas ediciones ofrece con éxito relativo alguna solución al respecto. Y de mis últimas lecturas, he sentido la necesidad de ese apoyo plástico para poder imaginarme con la exactitud y la maestría con que los retrata su autora el ambiente del Londres años después de la Primera Guerra Mundial, la casa de la protagonista, el aspecto de algunos personajes de la novela ‘La señora Dalloway’, de Virginia Woolf. Y como tantas veces, ha sido el cine el que ha venido en mi ayuda y ha cubierto con creces esa falta de imaginación, a veces alarmante, que sufro con algunos libros. Pero no siempre el cine te saca del atolladero imaginativo y el problema perdura en la memoria cada vez que recuerda la lectura de aquella novela. Además, no cabe duda de que una ilustración alivia y le da un respiro al lector que, entre tanto texto, bien lo merece. José López Romero.  

sábado, 18 de mayo de 2013

FÚTBOL ES FÚTBOL


A pesar de mi afición al fútbol, sin llegar al fanatismo, virus que nos inoculó mi padre desde muy pequeños a mi hermano y a mí, no me ha dado nunca, aunque solo fuera por curiosidad, comprobar si hay mucha o poca bibliografía sobre el deporte rey por excelencia. Sin acudir a Internet, fiado solo de mi memoria, algunos cuentos de Eduardo Galeano, uno que leí tiempo hace, magnífico, de Jorge Valdano, pero sobre todo mucha literatura laudatoria en torno a futbolistas, clubes o equipos. Supongo que no habrá héroe o equipo, por muy locales que sean, que no tengan su panegírico o varios de ellos, por muy precoz que la figura sea. Pongamos por ejemplo el de Leonel Messi, del que, a pesar de sus 25 años, ya tendrá una bibliografía a sus espaldas considerable. Bibliografía con la que de seguro contarán clubes como el Real Madrid, Barcelona o, por seguir con futbolistas de época, Di Stéfano, Cruyff, Maradona o Zidane. Panegíricos y hasta hagiografías pero poca literatura ensayística, trabajos de investigación o análisis sobre los resortes y mecanismos que mueven los partidos de fútbol, esto es, las tácticas, los movimientos de las líneas, las estrategias, los cambios, etc. Todo lo que hace que el fútbol pase de ser un juego a querer convertirse en un deporte cuyo resultado dependa de la mejor preparación de un equipo sobre el otro. Y para ello, los grandes entrenadores no descuidan ni el más mínimo detalle. ¿Cuánto daría un editor por los cuadernos de Mourinho o por los estudios que sobre los rivales hace Guardiola? Pero lo más sorprendente de todo es que los glosadores de las gestas balompédicas sean periodistas, y a ninguno de ellos (en lo que alcanza mi memoria) le haya dado por escribir un libro de análisis de tácticas. O quizá no sea tan sorprendente cuando el periodismo deportivo es, al menos en este país, una de las profesiones más ventajistas que puede uno echarse a la cara: elogian al vencedor de la misma manera que critican, e incluso destrozan al vencido. Su eslogan preferido: “eso ya lo sabía yo”. José López Romero. 

sábado, 4 de mayo de 2013

LENGUA Y NACIÓN

La torre de Babel de Brueghel el viejo

No sé si, como le sugiere el gran Goethe a Friedrich Wilhelm von Humboldt, insigne lingüista, los idiomas reflejan el carácter de una nación (Alberto Manguel dixit en ‘Diario de lecturas’), o estos son el producto o resultado de una serie de convenciones sociales que cambian según los tiempos y sus usuarios. Al respecto, lo último que he leído y que desde aquí recomiendo sin reservas es ‘El prisma del lenguaje’, libro que ya reseñé en semanas anteriores, escrito por el lingüista judío Guy Deutscher quien cita precisamente a Humboldt y el estudio que éste hizo de las lenguas amerindias, para lo cual tomó como fuente los manuscritos que se conservaban en la biblioteca del Vaticano  y que habían traído los misioneros jesuitas; manuscritos que puso en sus manos Lorenzo Hervás, bibliotecario del papa Pío VII, cuando a Humboldt, en calidad de diplomático, lo nombraron enviado prusiano ante el Vaticano. Entre las conclusiones de este estudio señala Deustcher que “La diferencia entre las lenguas no solo está en los sonidos y en los signos, sino también en la visión del mundo… Dado que la lengua es el órgano que forma el pensamiento, tiene que haber una relación íntima entre las leyes de la gramática y las leyes del pensamiento. Pensar depende no solo de la lengua en general, sino también hasta cierto punto de la lengua de cada individuo”. ¿Identidad o carácter nacional, pensamiento, individuo… o solo instrumento, medio de comunicación, convención social? No soy quien ni estoy en condiciones tampoco de responder a tal pregunta, porque antes de pensar siquiera en una contestación, habría que preguntarse qué entendemos por carácter o identidad nacional. Y para eso tenemos un referente muy cercano en tiempo y espacio: Nicolás Sarkozy promovió en 2009 un gran debate nacional sobre el “orgullo de ser francés”, encuesta que arrojó resultados tan significativos como que el 74% de los franceses se sentían orgullosos de su nacionalidad y un 76% creía que existe una identidad nacional. Además, abogaban por enseñar y cantar “La Marsellesa” en los colegios y exigir a los inmigrantes un buen nivel de la lengua francesa. El propio presidente prometió la creación de un ministerio de inmigración e identidad nacional. Un debate que tuvo, al margen de los consustanciales intereses políticos, al menos el mérito de hacer reflexionar a los ciudadanos sobre su nación, sus propias señas de identidad y el modelo de país que querían para el futuro. ¡Y se hizo en un país con uno de los índices más elevados de inmigración de Europa! Este mismo debate, reconozcámoslo, es de todo punto imposible abrirlo en España. Y no es precisamente porque a nuestro himno nacional le falte la letra para cantarlo en las escuelas, sino porque muchos ciudadanos, cada vez menos por desgracia, no pensamos de la misma manera que otros ni, por tanto y según Humboldt, hablamos el mismo idioma que hablan ellos, aunque a los dos se les denomine español o castellano. José López Romero.