Francisco Rico (palabra de
Dios) comenta al inicio de su trabajo “Tiempos del Quijote” (dentro del tomo
del mismo título publicado en la editorial Acantilado) la escasa repercusión que tuvo en el pensamiento literario español del
XVII la novela cervantina, en contraste a la presencia entre los intelectuales
de Francia y, sobre todo, de Inglaterra, huella e influencia que se dejan ver
especialmente en las novelas de Fielding y en el “Tristran Shandy” de Laurence
Sterne. Y fruto de ese interés por Cervantes fue la edición que Lord John,
barón de Carteret, sufragó, y que Rico describe como “el más solvente y
suntuoso “Quijote” que hasta entonces se había visto, en cuatro soberbios tomos
impecablemente impresos en Londres por J. y R. Tonson, con pie de 1738” . Esta referencia que me
he permitido coger prestada del maestro Rico es una las muchas, infinitas, que
podemos aducir de ese permanente interés y sobre todo admiración que los dos
países, Inglaterra y España, han mantenido por sus respectivas culturas. De la
misma manera que con Cervantes, podríamos rastrear la inmensa influencia de
Shakespeare en la literatura española y, en general, del mundo anglosajón.
Admiración y respeto, influencia y convivencia que traspasan los amplios
límites de la cultura para dejarse notar en todos los ámbitos de la vida, y en
esto nuestra ciudad y nuestros vinos son un buen ejemplo de lo que decimos. Por
eso, no podemos por menos que lamentarnos de los bochornosos comentarios que algunos
diputados ingleses nos dedicaron hace unas semanas sobre el asunto de
Gibraltar. Diputados a los que, por cierto, se les notaba en las venillas de sus caras su
más que afición al sherry. Comentarios despectivos que no hacen más que
defender y amparar las trapacerías, engaños y abusos de Picardo, un rufián con
pinta de aquel “miles gloriosus” de Plauto, que hace honor a su apellido
procedente seguramente de la Picardía. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 25 de enero de 2014
domingo, 22 de diciembre de 2013
DICHOSAS NAVIDADES
“La vida es un cuento que cuenta
un idiota, lleno de ruido y de furia, cuyo significado es nada”, escribió
Shakespeare en su enorme Macbeth. En busca de respuestas, de Felipe González; El compromiso del poder, de José María Aznar; Recuerdos, de Pedro Solbes, y El
dilema, de José Luis Rodríguez Zapatero. Estas son las novedades que los
editores se han empecinado en publicar, para hacernos las Navidades aún más
amargas y tristes de lo que ya son por culpa de los anteriormente nombrados. Si
leer autobiografías ya es un acto de infinita generosidad lectora para con el
protagonista, que siempre termina cayendo en la autocomplacencia, a un punto de
la hagiografía, leer a los políticos es ya masoquismo. En un ejercicio de
cinismo digno de estudio, lo que pretenden no es otra cosa que la justificación
de sus equivocaciones y, con ello, no el perdón (resabios aún de antigua
prepotencia), sino el reconocimiento y hasta el aplauso. “Me equivoqué pero que
conste que no fue mi intención”, dirán unos; y otros, más cínicos aún, como
Solbes, dirán “yo ya te avisé de que te equivocabas”. Uno, González, se creyó
más grande que la España que gobernaba; otro, Aznar, quiso para España un
lugar en el mundo que habíamos perdido hacía siglos, una España más grande de
lo que nos correspondía; y a Zapatero le vino grande España y no digamos la
crisis a la que no supo, ni pudo, ni quiso enfrentarse, y la convirtió en ese “dilema”
que ha escogido como título para su libro. Y Solbes es el paradigma moderno de
esos ministros tenebrosos que tienen en Fouché su ejemplo más acabado. Aún
recordamos su negación pública de la crisis, su relevo en el ministerio de
economía para gozar de sus últimos años de actividad en el dorado consejo de
administración de Enel; una hoja de servicios por la que en nada podemos
certificar su dedicación a los intereses generales de los españoles, sino solo
al suyo propio, como tantos otros. El mismo cinismo, la misma cobardía que en
otro tiempo demostraron malas personas como un tal Arzalluz y un tal Joseba
Egibar, afortunadamente perdidos en el olvido (donde deben estar los recuerdos
de Solbes), cuando arreciaban los atentados de ETA contra los políticos del
País Vasco. Pero alejemos a los fantasmas de las penalidades del pasado, y
vengan a nosotros “las” fantasmas de las angustias del presente. En el mercado
persa en que los editores se han empeñado en convertir los escaparates de las
librerías, al lado de los oscuros políticos brilla con luz propia Ambiciones y reflexiones de Belén
Esteban. Lo de “reflexiones” es otro ejercicio de cinismo que ya no somos
capaces de resistir. Mientras que en este país las colas para que la Esteban
firme un ejemplar de su libro se midan por cientos de metros, y hasta le
dediquen la portada de una revista dominical, no podemos por menos que
reconocer que los políticos es una parte más de todo lo malo y cutre que nos
merecemos. ¡Habrá libros que comprar y regalar estas Navidades, antes que los
de estos abusones de nuestra generosidad lectora y hasta ciudadana! José López
Romero.
sábado, 30 de noviembre de 2013
ÉXITO
Hacía muchísimo tiempo que le
había perdido la pista a Françoise Sagan, hasta que en uno de esos paseos por
nuestra librería de guardia, me topé con “Un disgusto pasajero”. Y aunque nunca
nos debemos dejar llevar por los resúmenes o reseñas de las contraportadas
(mienten más que parpadean), el reencuentro con un texto de la autora de
aquella precoz “Bonjour, tristesse”, que tanto marcó nuestra juventud, me
devolvió el interés por su lectura. La historia en un principio prometía, pero
el desarrollo y, sobre todo, el más que esperado final hacen de esta novela una
más del montón. Sin embargo, mientras la leía, me interesé por lo que había
sido de la Sagan durante todo aquel tiempo en que la había olvidado. Drogas,
alcohol, un accidente de tráfico y, finalmente, una embolia pulmonar en 2004
acabaron con su vida. El caso de Françoise Sagan no
puede considerarse un hecho aislado, sino muy al contrario, más frecuente de lo
que podemos imaginar. Sagan publica su novela más emblemática, “Buenos días,
tristeza”, cuando solo contaba con 18 años, y el éxito fue tan impresionante
que su autora se vio superada en todos los sentidos por su propia obra. Demasiado
joven para poder aguantar el peso del éxito y, sobre todo, sus consecuencias.
La pregunta que se haría la precoz Françoise todos los días era obligada: ¿y
ahora qué puedo escribir yo que mejore o, al menos, iguale en interés y calidad
a mi primera novela? Porque seguramente todo lo que escribió después, y sobre
todo su segunda obra, le parecería desvaída, sin la altura que ahora todos
esperaban de ella. La misma impresión que sentí yo al leer “Un disgusto
pasajero” a través de la memoria lejana de aquella “… tristesse” que me sedujo
en mi adolescencia. El éxito de F. Sagan me recuerda las declaraciones del
también precoz Marc Márquez al poco de haber conseguido el Mundial de MotosGP,
en las que reconocía que quizá lo había ganado demasiado pronto. A veces es más
difícil saber ganar, que saber perder. José López Romero.
domingo, 24 de noviembre de 2013
LOS SENTIDOS
“El
perfume” (1985) es uno de los casos más ejemplares de cómo una novela termina
por engullir a su propio autor; al menos, desde que Patrick Süskind obtuvo un
aplastante éxito con aquella breve narración, no se le ha vuelto a ver con la
misma fuerza por los lugares más privilegiados de las librerías, es decir, por
sus escaparates. Supongo que tampoco le hará mucha falta, especialmente en lo
económico, porque a las ventas de la novela se añadieron años más tarde los
derechos por llevarla al cine, película que de vez en cuando suelen pasar por
algún canal de televisión. Y si algún mérito podemos destacar de “El perfume”,
además de que nos parece una buena novela, es el haber puesto de relieve la
importancia de los sentidos en nuestras vidas, en concreto uno al que no le
prestamos tanta atención como a la vista o al oído, el olfato. Pero el olfato
como arma de destrucción, no de placer, como tenemos por costumbre considerar o
queremos que sea todo conocimiento que nos entra por ellos, por muy engañosos
que aquellos sean. Quizá solo por “El perfume” se puedan entender novelas
posteriores como “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel (1989) o
“Chocolat” de Joanne Harris (2000), versionadas también para el cine y
verdaderos placeres para los sentidos, sobre todo para aquellos a los que nos
gusta el chocolate. Sin embargo, últimamente me estoy dando cuenta de que cada
libro tiene su propio olor, olor que el escritor le imprime de acuerdo con el
contenido. No me estoy refiriendo a ese olor, o incluso tacto, que también nos
cautiva como lectores sin remedio: el olor a humedad de las páginas amarillentas
de un libro, o el del propio papel. Me refiero al olor a sudor que podemos
apreciar en la japonesa (madre de la japonesita), dueña del prostíbulo, y en
los borrachos cuando se celebra la fiesta por la victoria en las elecciones del
latifundista don Alejo en “El lugar sin límites” de José Donoso, o el olor
irrespirable a pólvora en el piso donde acribilla la policía a los criminales de
“Plata quemada” de Ricardo Piglia, o el olor a rancio en la comida y en la ropa
del pastor que acoge al muchacho huido en la magnífica “Intemperie” de Jesús
Carrasco. El profundo olor a vaquería que se desprende de las páginas de “Tess la
de los D’Urberville” de Thomas Hardy se mezcla en mi memoria de lector con el
penetrante olor a fluidos sexuales que se perciben nítidos en “Plataforma” de
Michel Houellebecq. Cuando leemos, quizá no seamos del todo conscientes de cómo
todos nuestros sentidos entran en acción atraídos por el libro: el oído a
través de una música; el tacto cuando se acaricia; la vista cuando se describen
objetos; el gusto con aquel chocolate que preparaba Vianne Rocher en “Chocolat”
(excelente interpretación de la siempre atractiva Juliette Binoche en la
película del mismo título). El siniestro Jean=Baptiste Grenouille tuvo el
acierto de hacernos ver en los libros algo más que la lectura, nos los abrió a
todos los sentidos. Ahora no cierro uno sin haberlo leído, acariciado y, sobre
todo, olido. José López Romero.
domingo, 17 de noviembre de 2013
CURIOSIDAD
![]() |
"joven leyendo" de Alexander Deineka. |
Puede
resultar curioso o cuando menos llamativo que casi todas las imágenes o
pinturas que tienen como protagonista a un lector o lectora, estos siempre
aparecen solos, en muy variados espacios y ambientes, pero solos. Algunas de
estas imágenes han pasado y siguen ilustrando nuestro blog ‘laberinto 1873’ . Y ello, aunque curioso
por la aplastante coincidencia, no deja de tener su lógica: leer es un acto,
como ir al servicio (con el que tanta relación siempre ha tenido), personal e
intransferible. Ya habrá momento de compartir la lectura con amigos y conocidos,
pero el acto en sí del libro en comunión con el lector debe realizarse en la
más completa y entrañable soledad. Y, como lector que intenta respetar con
escrupulosidad estas condiciones, siempre me ha sorprendido el poder de
aislamiento que tienen muchos lectores de conseguir concentrarse en la lectura
en las condiciones más adversas. No hace mucho tiempo los transportes públicos,
sobre todo el metro, los autobuses, los trenes, etc., y no digamos la playa y
su bullicio eran los espacios en los que se veían más lectores por metro
cuadrado, y debo confesar que muchas veces me ha picado la curiosidad por saber
qué libro estaba leyendo la señorita que permanecía ausente de los ruidos y jaleos
propios de estaciones y viajeros en el tren de cercanías que nos llevaba a
Sevilla, o aquel señor amparado en la sombrilla de playa, feliz con su libro y ajeno
a sus hijos ocupados en trasegar arena con sus cubitos y sus palas, mientras su
mujer le lanzaba alguna que otra mirada asesina. Hay libros sin duda con tal
poder de abstracción que hacen que el lector se olvide de la realidad más
próxima que le rodea por muy bulliciosa que esta sea. Pero también los hay que
serenan el espíritu, la inquietud del momento y ejercen el efecto sedante que
otros buscan en las infusiones orientales. Más de un libro me ha calmado los
naturales pero infundados nervios ante la espera tensa de la consulta del
dentista. Hoy, por desgracia, el móvil y sus aplicaciones han desplazado al libro,
y por todos lados solo vemos personas, doblada la cerviz, moviendo dedos en
torno al maldito artilugio. Y por supuesto, no me pica la curiosidad por saber
qué escriben, no por intromisión en su intimidad, sino por no certificar hasta
qué punto es capaz un ser humano de perder el tiempo en idioteces. Pero con el
cambio de costumbres ¿a quién le pueden extrañar las últimas estadísticas de
lectura en nuestro país? La imagen veraniega no puede ser más ilustrativa:
mientras cinco jóvenes juegan con sus móviles y no se deciden qué helado
comprar, la chica de la heladería aprovecha el tiempo leyendo. Es ese modesto,
digno e ínfimo tanto por ciento de españoles que todavía tienen su pequeño hueco
en las bochornosas estadísticas. Me hubiera gustado preguntarle qué libro
estaba leyendo, solo por curiosidad, pero no quise interrumpir un acto tan
personal e intransferible. José López Romero.
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