Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

viernes, 6 de junio de 2014

PEDRO SEVILLA

Hace unas semanas el club de lectura de la biblioteca municipal celebró una sesión especial, por primera vez en los años que llevamos funcionando teníamos la oportunidad de tener al autor del libro que íbamos a comentar delante de nosotros. Un libro de poemas y su poeta, o dicho más concretamente: la antología “Todo es para siempre” (Renacimiento) y su autor, Pedro Sevilla. A la novedad de la presencia, habría que añadirle esa aura de distanciamiento que, por tradición romántica, envuelve la relación entre artista y resto de mortales. La admiración y hasta veneración que todos sentimos ante cualquier persona dotada de esa capacidad solo atribuida a los dioses: la de crear. Esa fue la sensación, la atmósfera que se respiraba momentos antes de que entrara Pedro Sevilla en la sala donde iba a celebrarse la sesión. Atmósfera que desde sus primeras palabras el poeta se encargó de disipar, para convertir el encuentro del escritor con sus lectores en un diálogo; un diálogo no del artista con sus admiradores, sino de la persona con otras personas. Y a través de sus poemas fuimos desgranando recuerdos, vivencias, sentimientos que, como hombres y mujeres, todos hemos tenido. La poesía de Pedro Sevilla es una poesía que nos alcanza a todos en todos los aspectos, porque es un ser humano como todos nosotros. La voz pausada en la lectura de sus propios versos fue otro de los regalos que nos llevamos en aquella jornada sin duda inolvidable. Y en su recuerdo ahora me doy cuenta de que no hablamos con el escritor, porque nada se dijo de su proceso de creación, de cómo va puliendo unos versos que salen de ese rincón tocado por el dedo divino (no cabe otra explicación), sino con el hombre, el que por el solo hecho de vivir sufre pero también siente la felicidad en compañía de sus amigos, de su familia, de aquellos que ya no están pero cuyo recuerdo los hace revivir. Hablamos con un enorme poeta, hablamos con un enorme ser humano. José López Romero.

sábado, 31 de mayo de 2014

CLÁSICOS

-“Tenemos que llevarlos al médico” –le decía su mujer, mientras veían cómo sus hijos dormían plácidamente, ajenos a la inquietud de sus padres. A la madre ya le asomaban dos lágrimas como tronchos de lechuga (José Ángel dixit). –“Pero ¿a qué médico?” –le respondía su marido que no daba crédito a la escena que estaba viviendo o tal vez soñando, porque aquello más tenía de pesadilla que de realidad. Eran las tres y cuarto de la madrugada y su mujer lo había despertado con una pregunta sacada de lo más profundo de algún desequilibrio mental de origen quizá genético (algo había ya detectado en su suegra): -“Oye, Manuel, ¿tú sabes si los niños han leído El Lazarillo?” Velando embobados ahora su sueño, otras preocupaciones asaltaban a la mujer: ¿y El Quijote? ¿y la Eneida o la Odisea? ¿y el Poema de mío Cid? Cuanto más pensaba aquella frustrada madre, más tronchos de lechuga corrían por sus mejillas, mientras el padre, ya insomne, repasaba con la vista las estanterías de las habitaciones de sus hijos que estaban atestadas de libros infantiles y juveniles propios de su edad. Cuando volvieron a la cama, la conclusión de aquella mujer era toda una declaración de intenciones y como tal la entendió el marido, es decir, como una amenaza en toda regla: “¡mañana mismo empiezan con los clásicos!”. En cierta ocasión cité una frase de Rosa Montero, creo recordar, que venía a decir que los clásicos no son un punto de partida, sino una meta; y sin que sirva de precedente, estoy totalmente de acuerdo con esta opinión. En un mundo en que la lectura es una actividad en desprestigio y lamentable decadencia entre la clase estudiantil, sea de secundaria y hasta universitaria, que además tiene que hacerse un hueco a codazos entre el uso y, sobre todo, el abuso de las nuevas tecnologías, que algunos escolares lleguen a adquirir el hábito lector debe entenderse como todo un éxito que sin duda corresponde a sus profesores pero, sobre todo, a sus padres, porque con su ejemplo o su insistencia han logrado que sus hijos no solo no rechacen los libros, sino que se entretengan y disfruten con ellos. Pero en este largo y tortuoso camino, lleno de obstáculos, hay que ser muy cuidadosos con los lugares donde ponemos el pie y cuánto podemos forzar la marcha. Sin ser santo de nuestra devoción, no se le puede negar el mérito a la literatura juvenil, porque en sus variados géneros pueden encontrar los escolares el libro que los enganche definitivamente a la lectura, y a través de ésta seguro que terminarán tarde o temprano por llegar a los clásicos, como un libro lleva a otro hasta llegar a esa meta de la que nos hablaba Rosa Montero. Y a veces por forzar demasiado, por querer que lean lo que todavía no está al alcance ni de sus gustos, ni de sus inquietudes y menos aún de su conocimiento para llegar a disfrutarlos como se merecen, terminamos por convertirlos en desertores de la lectura. Cinco y media de la mañana. –“Manuel, ¿por cuál te parece que empecemos?”. –“Por La isla del tesoro. Todo un clásico.” José López Romero.

sábado, 24 de mayo de 2014

RENEGAR

Aunque hay cientos de novelas mejores o, al menos, más entretenidas, Aire de Dylan, de Vila-Matas, no deja de tener sus aspectos de interés, en concreto y para lo que aquí nos interesa ese “Archivo General del Fracaso” que está formando el protagonista, Vilnius Lancastre. Aprovechando una estancia en Los Ángeles, a Vilnius se le ocurre, para ir engrosando el cuanto menos curioso archivo, poner un anuncio en la prensa local (Los Ángeles Times) con el ofrecimiento de entrevistar a los cineastas de Hollywood que quisieran confesar las películas o fragmentos de ellas que desearían suprimir. Y ya se relamía el ingenuo Vilnius con las confesiones de Francis Ford Coppola, quien seguramente solo salvaría las dos primeras partes de El padrino, o con las de Martin Scorsese renegando de todas sus películas, a excepción de No Direction Home, excepción en la que hay que observar el interés de Vilnius por salvaguardar la imagen de Bob Dylan por su parecido con el famoso cantante. Y así pasaría por sus entrevistas-confesiones lo más granado del cine americano abjurando de todo. Sin embargo, la decepción es mayúscula cuando nadie responde al anuncio. Y es curioso que en muchas entrevistas a personajes famosos estas mismas preguntas aparezcan con frecuencia: ¿qué suprimiría usted de su labor profesional? ¿de qué está usted más arrepentido de haber hecho? Preguntas que recuerdo se les suele hacer a actores y actrices que tienen un “oscuro” pasado en el llamado “cine de caspa” nacional; y sin embargo, pocas veces o casi nunca se las he visto formular a escritores, será porque, como los directores de cine de Hollywood, no se arrepienten de nada de lo escrito o, seguramente, no quieran confesar sus páginas u obras más infames. Y si famoso fue el caso de Juan Ramón Jiménez persiguiendo obsesivamente los ejemplares de Ninfeas y Almas de violeta, sus dos primeros libros juveniles, no conocemos otro caso igual. ¿Y sus mejores obras? De ellas ya se encargan sus propios autores de publicitarlas. José López Romero.

sábado, 10 de mayo de 2014

MEMORIA

Los recuerdos que más indeleblemente se graban en nuestra memoria, y que esta conserva de forma más nítida, son sin duda los vividos en aquellos años que van de la infancia a la adolescencia y de esta a la juventud; es decir, esa etapa en la que vamos cambiando la inocencia del niño por las inquietudes de la pubertad, en las que tanto tienen que ver las hormonas en plena ebullición. Y con estos recuerdos, indisolubles también corren los de nuestros maestros y profesores y, con ellos, los libros que nos hicieron tanto sufrir o divertirnos tanto. Entre mis recuerdos de niño o púber goza de un puesto de privilegio aquella Enciclopedia Álvarez, hasta el punto de que cuando hace unos años se publicó una reedición, seguramente para nostálgicos, no dudé en adquirir un ejemplar. En el interior del original, es decir, de aquel ejemplar de la Enciclopedia que manejé de niño, mi señorita había puesto mi nombre con una L de López, que reconozco en la que yo ahora hago. Y con la famosa “Álvarez”, los cuadernos Rubio de cuentas y de caligrafía, y un poco más mayorcitos los no menos célebres y torturadores Miranda Podadera. Y así como hice con la Enciclopedia Álvarez, en cuanto se volvieron a editar, adquirí el de ortografía y el de redacción que precisamente me acompañan, junto con el ejemplar de la Enciclopedia, cuando esto escribo. Aún recuerdo los dictados del demonio de aquel Miranda Podadera, que con el afán de practicar unas determinadas grafías eran ininteligibles o, al menos eso nos parecían en aquellos sin duda maravillosos años. Hoy, la historia se escribe de muy distinta manera. Y no porque las nuevas tecnologías, los manuales digitales estén desbancando o estén en serio proceso de sustitución del libro en papel; porque esto no deja de ser un asunto de formatos. No me refiero a eso. El problema, el más grave, está en que historia se escriba sin h-, o desbancando con –v- porque ni siquiera se sabe su significado. Llevamos años, demasiados, en los que en las escuelas se ha desatendido la ortografía, y ahora nos damos cuenta de que una falta de ortografía más que un error lingüístico es una falta de urbanidad y respeto hacia nuestro lector; y llevamos los mismos demasiados años desatendiendo la redacción y, así, es imposible que nuestros escolares puedan superar una mínima prueba, la más básica, de cualquier materia. Hace unas semanas volvía a la actualidad el fracaso de nuestros estudiantes y se echaban las culpas sobre todo a una metodología obsoleta, anticuada basada fundamentalmente en lo memorístico. No le falta razón al informe. Porque si a las aulas volviesen la  Enciclopedia Álvarez con esa combinación perfecta de nociones o conocimientos básicos, ejercicios prácticos, lecturas y ejercicios de comprensión, pero también su parte memorística, y los Miranda Podadera con sus endemoniados dictados y su curso de redacción, no me cabe ninguna duda de que otros serían los resultados de nuestros escolares y otra la historia, o quizá la misma que yo viví y ahora disfruto con su recuerdo. José López Romero.

domingo, 27 de abril de 2014

ACTITUD

“-Esa es la actitud” – decía mi hijo mientras tecleaba un wasap con destino a no sé quién; prueba contundente e irrefutable  que desactiva la leyenda negra de que los hombres no pueden hacer dos cosas a la vez. La verdad es que el comentario fue la única intervención de la conversación familiar que  manteníamos su madre y yo, a cuenta de una idea que se me ocurrió sobre la marcha con el único fin de romper el silencio conyugal: “-lo mismo Ramón y yo hacemos otra novela y la presentamos a un premio. Uno de esos que dan los amigos del gremio”.  “-¿Pero no decíais los dos que queríais engrosar la lista de escritores con el síndrome Bartleby, que tan bien analiza Vila-Matas en su libro Bartleby y compañía?, me reprochaba mi mujer. “- Sí – le reconocía yo- Pero unos miles de euros no vienen nunca mal”. Y entonces soltó mi hijo sin levantar la cerviz del móvil “-esa es la actitud”, pensando más bien en el más que improbable dinerito por ganar, que en darme ánimos creadores. Y todo porque el otro día me encontré con un antiguo compañero que, según me confesó, se ganaba un suplemento económico haciendo de jurado en distintos certámenes literarios. Llevaba ya unos diez años prejubilándose y eso, junto con las amistades que había sabido conservar en ciertos círculos literarios, le permitía ser miembro de premios a los que acudía gustoso no solo por el dinero, sino también por la siempre atractiva frase “gastos pagados”.  Escritores de cierto prestigio -seguía con su confesión- no tenían escrúpulo alguno en que apareciera su nombre entre los miembros de un jurado a cambio de una cantidad según caché.  Y así ya puede explicarse –le comentaba yo- la composición de ciertos jurados y la concesión de ciertos premios. “¿Pero tú has leído la primera novela? –le pregunté a mi hijo”. “Pues claro, pá. ¿No te acuerdas que me la tuve que leer a cambio de que me levantaras el castigo sin salir un fin de semana?”. “-¡Esa es la actitud, hijo!.” José López Romero.