Salvando la distancia sideral que me puede separar del
Che Guevara, personaje admirable en tantos aspectos, hay un dato que sobre él
leo en “el último lector” de Ricardo Piglia por el que comparto una cierta
afinidad con el héroe de Sierra Maestra: el asma y la lectura. Su madre es la
que le enseña a leer porque no puede ir a la escuela a causa de la enfermedad,
y será este aprendizaje, su afición a los libros la que lo acompañará, como los
inhaladores (“el inhalador es más importante para mí que el fusil”, llegará a
confesar) durante toda su vida, hasta su muerte. En todas sus campañas no
faltaba una pequeña biblioteca y un tiempo para su lectura, cuando la marcha de
la guerrilla le dejaba un momento de descanso, que los demás ocupaban en
dormir. En mi caso recuerdo mis innumerables días sin colegio, muchos de los
cuales llenaron Dickens o Baroja, o Unamuno, o los grandes novelistas españoles
del XIX, autores a los que les estaré eternamente agradecido. Piglia hace
referencia a una foto en la que se ve a Guevara, en Bolivia, “subido a un
árbol, leyendo, en medio de la desolación y la experiencia terrible de la
guerrilla perseguida”. ¿Cuántas camisetas se habrán vendido en el mundo con el
rostro del Che? ¿cuántos simpatizantes, seguidores del mito desde hace décadas
han tenido como referente a este personaje? Todos destacan su talante
revolucionario, icono de la libertad, pero nadie ha reparado en ese otro
aspecto tan importante y que él mismo y sus compañeros destacan de su
personalidad: el gusto por la lectura. Guevara nos dejó siete cuadernos
escritos a lo largo de diez años, en los que anotó por orden alfabético sus
lecturas, seguramente pocos de esos simpatizantes habrán llegado a leer estos
cuadernos. No es lo mismo llevarlo al pecho en una camiseta o tatuado en el
brazo que tenerlo que leer. Está claro que para ciertos intereses no es tan
comercial un Che Guevara que en vez de enarbolar un fusil, enarbolara un libro…
y un inhalador. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 31 de enero de 2015
sábado, 24 de enero de 2015
CONVERSACIÓN
“… es posible hacerse una cierta idea del hombre [y de la
mujer] según la conversación que le gusta: los serios buscan a los serios, los
locos a los descerebrados… pero las personas más avisadas buscan una relación
que sea inocente, que agrade, que forme el espíritu y que las divierta.” Son
palabras del francés Philippe Fortin de la Hoguette (s. XVII) en su “Testamento
o Consejos de un padre a sus hijos sobre cómo hay que comportarse en el mundo”
(1648). Y nos atreveríamos a añadir a este fragmento de Fortin de la Hoguette
que no solo en la conversación, sino en muchos, si no en todos los aspectos de
la vida y de las relaciones personales, cada uno busca su igual, o lo más
parecido. Pero no quería escribir sobre esto. Me interesan las palabras del
escritor francés porque en el artículo “La conversación erudita”, que le sigue
al ensayo sobre Fortin, que Marc Fumaroli incluye en su libro “La República de
las Letras” (Acantilado), este explica la importancia que alcanza la
conversación como medio de transmisión de conocimiento en los salones
aristocráticos de la Francia del siglo XVII y, por extensión, en casi toda
Europa. Una transmisión de saberes que tiene como principio fundamental el
respeto a la autoridad y al secreto de los hallazgos científicos (“La conversación
entre amigos experimentados, que son también pares, puede preservar el secreto
de hallazgos o de investigaciones más fácilmente que cualquier otra forma más
expuesta de comunicación”); conversaciones o intercambios como actividad
complementaria a sus investigaciones solitarias en sus “gabinetes”. Y me
interesa esta forma de transmisión, porque me asombra que el formato más
extendido en los actos culturales siga siendo la conferencia pura y dura; es
decir, el señor o la señora o señorita de turno que lanza un indigesto discurso
durante su buena hora larga sin levantar la vista de la resma de folios ante un
público tan resignado como aburrido. ¡Cuánto más provechoso para todos sería la
conversación entre erudito y personas interesadas en el tema motivo de la
reunión! Así, las palabras de Fortin de la Hoguette adquiere su sentido más
pleno: “que forme el espíritu y que las divierta”; y de esta forma cada uno
elige, según sus preferencias, gustos y conocimiento la conversación que más le
interese. Es lamentable el empeño de muchas, casi todas, las instituciones
culturales por mantener los famosos, y en algunas hasta tradicionales ciclos de
conferencias que no hacen más que promover el desaliento y la deserción entre
los interesados. La cultura, como nos enseña Fortin de la Hoguette (¡ ya en el
siglo XVII!) necesita de otros mecanismos en los que participen o “conversen”
el erudito y el público, en un juego dialéctico activo y, por ello,
enriquecedor. Patética y estremecedora resulta esa masa amorfa de asistentes en
cuyas caras se puede observar el sufrimiento de la ignorancia y, en
consecuencia, el tedio más espantoso. José López Romero.
viernes, 16 de enero de 2015
LA ISLA
-“Pá. Una preguntita de esas que a ti te gustan”. Mi
proyecto de ingeniero, es decir, mi hijo atacaba con una de esas preguntas que
solo la familia nos tiene reservadas. –“El otro día estábamos mis amigos y yo
hablando de libros… (está claro que solo los hijos no nos dejan perder del todo
esa ya casi agotada capacidad para la sorpresa) y surgió la pregunta: ¿qué tres
libros te llevarías a una isla desierta?” Ante la sonrisilla entre
condescendiente y profesoral que me salió de forma natural, el puñetero se
adelantó: -“Pero no te enrolles, que no tengo todo el día”. –“Déjame unos días
para pensarlo, porque estos asuntos requieren reflexión”, le contesté para salir
del aprieto. Pasado el plazo, –“Bueno, Pá, ¿hay respuesta a la preguntita o
tienes que consultar con la RAE?”. ¿Y por qué siempre la famosa isla? –“¡Ojú!,
¡ya viene el rollo!”- le oí por lo bajini. Tres tipos de libros no deben faltar
en una mesilla de noche, que bien pudiera ser nuestra isla particular: aquellos
que nos enseñan el camino a seguir como seres humanos, libros guía, modelos de
valores humanos, en los que intentemos descifrar nuestro destino, por ejemplo,
la Biblia, libro que nos reconforta y nos pone en comunicación con Dios (en una
isla desierta a Dios hay que tenerlo de nuestra parte). Otro tipo de libro
sería aquellos que nos enseñan toda la maldad de la que es capaz el ser humano,
y para ello con la lectura de algunos dramas de Shakespeare ya no tendríamos
ganas de volver desde nuestra desierta isla a esta mal llamada civilización.
Pero está el último tipo, aquellos que nos enseñan todas las virtudes y todo lo
bueno que se encierra en la humanidad y la belleza que es capaz de crear, y para
ello ninguno mejor que El Quijote y los libros de poemas, los sonetos de
Garcilaso, por ejemplo. Son estos últimos libros los que te reconcilian con el
prójimo y te infundirían fuerzas en la isla para volver a este mundo. –“Buen
discurso, Pá. Afortunadamente cada vez hay menos islas desiertas”. ¿La madre?,
una santa. José López Romero.
sábado, 13 de diciembre de 2014
LOS LUGARES PROHIBIDOS
Sin duda Sebastián Rubiales es un majareta. Porque solo
la generosidad de los majaretas, como él dice, puede escribir y regalarnos un
libro como “Los lugares prohibidos” (Renacimiento, 2004). Un libro de viajes
que no es exactamente tal, un libro de reflexiones y meditación sobre el ser
humano y sus circunstancias pero que tampoco lo es en sentido estricto. Además,
¿qué tienen que ver la plaza de San Marcos, en Venecia, con Majarromaque; qué
relación puede existir entre Tesalónica y el Salto al cielo? Quien se acerca a
un libro de viajes suele encontrarse con una determinada geografía y una misma
perspectiva, la mirada atenta y escrutadora del viajero que quiere apresar el
instante, convertirlo en palabras, y con ello elevarlo a la categoría de
historia. Más lejos de la intención de Sebastián Rubiales, para quien el
paisaje, los distintos lugares que nos va describiendo se forman, como nuestro
propio yo, y de ahí la estrecha relación que mantiene el autor con todos, con
“mimbres de olores, luces y sombras, vegetaciones, humedades, vientos y mares,
sonidos, palabras ignoradas, creencias esplendorosas, sueños fracasados –valga
la redundancia-, proyectos, recuerdos…” Porque a través de las descripciones de
Rubiales sentimos el olor dulce y pegajoso de Tesalónica, como podemos imaginar
la vista de París que a nuestros encendidos ojos se ofrece desde la altura del
Château d’Eau; o como disfrutamos de los colores rosados y anaranjados del
atardecer de la desembocadura del Guadalquivir; o incluso olemos la derrota en
el Cabo de Gracia de todos los que, incautos, naufragaron en ese “mar altanero
y desafiante que no esconde los peligros”, ayudado por el viento de Levante,
“que tiene la voluntad artera de quien vive en el doblez de la traición, pero
en esta costa se siente tan dueño, tan infinitamente poderoso, que ni siquiera
se toma la molestia de parecer amable”. Los paisajes o lugares prohibidos de
Sebastián Rubiales son, como él quiere, sensaciones, páginas de historia, y
sobre todo belleza, perfección (plaza de San Marcos), y sueños (Majarromaque);
lugares soñados que si el viajero se deja llevar, sin las prisas y la
impaciencia de los europeos, te ofrecen lo mejor de ellos, porque no de otro
modo puede encontrarse a sí mismos (San Juan de Puerto Rico). Ya decíamos al
principio que no era este libro una meditación, y sin embargo cuando hemos
pasado su última página y cerrado el libro, no hemos podido por menos que
dedicar unos minutos a reflexionar sobre la necesidad, cada vez más urgente,
que tiene el ser humano por hacerse con sus propios “lugares prohibidos”, o
soñados, o deseados. Sebastián Rubiales nos invita a celebrar la belleza, a
“pasear despreocupados por los lugares prohibidos para recibir en el rostro el
airecillo húmedo del mar y, en las manos, la luz azul de la tarde que comienza
a ser noche”. Yo, Sebastián, también quiero ser un majareta. José López Romero.
sábado, 6 de diciembre de 2014
PASIONES Y PENUMBRAS
A
diferencia de los narradores, poco proclives a cambios cuando el método
funciona, el poeta, el bueno, está en un permanente proceso de transformación y
renovación, a menos que quiera convertirse en un productor industrial de poemas
prefabricados. Y digo todo esto porque acabo de leer el último poemario que se
añade a la ya larga trayectoria poética de José Lupiáñez titulado “Pasiones y
penumbras” (ed. Carena, 2014) y los cambios son significativos con respecto a
“La edad ligera” (2007), su penúltimo libro, cambios que nos muestran la
permanente preocupación del poeta, la búsqueda de nuevos tonos que incorporar a
su ya rico acervo literario. Una trayectoria poética la de J. Lupiáñez
cuyas cifras pueden impresionar: el año
que viene se cumplen los treinta y cinco de su primer libro “Ladrón de fuego”.
Pero es que Lupiáñez –todo hay que decirlo- empezó muy joven en este siempre
esforzado oficio de hacer versos. Una obra poética tan dilatada como fructífera
y variada, con una exultante madurez que va del barroquismo, al intimismo y de
este a una poesía escrita a luz de las pasiones y a las tímidas sombras de las
penumbras. Pero ni en los poemas más apasionados la luz nos ciega, ni en las
penumbras la oscuridad es tan completa. En muchos de estos últimos poemas se
percibe un fondo de melancolía, consecuencia de una madurez que es conciencia
de lo vivido y también de lo inexorablemente perdido. No nos sorprende el
abundante uso del alejandrino, del heptasílabo, de estructuras estróficas tan
clásicas como intemporales como el soneto (ya en alejandrinos, ya en
endecasílabos. Magnífico el conjunto dedicado a los meses), y no nos sorprende
porque sabemos del gusto clásico, la influencia que sobre Lupiáñez han ejercido
(porque los conoce como pocos) desde Garcilaso (“Voseo garcilasiano”), San
Juan, pasando por Góngora, Bécquer hasta llegar al gran Darío, y porque ya en
su “Número de Venus” nos dejó excelente constancia de su dominio del
alejandrino. “Sobre las aguas”, el poema que cierra la primera parte del libro,
antes de comenzar con las “penumbras” es un ejemplo del tono decadente,
melancólico, misterioso e inquietante que domina buena parte de los poemas:
“por esas ondas iba tu belleza, libre, / coronada de trinos, inventando
reflejos / de gloria fugitiva, encendiendo deseos / y penumbras en mi alma…”.
El poema inicial “Alguien me llama” nos trae ecos del “pórtico” de “Número de
Venus”; y otros se resuelven en una de las constantes de la poesía de Lupiáñez:
la captación de escenas que evocan momentos de un pasado que ahora, a la
melancólica luz de las penumbras se recuerda (“Niño antiguo”) o parecen
leyendas en verso (“Otoño en la Alpujarra”). La desnudez de la amada, los
abrazos, las caricias forman parte de esas pasiones a veces efímeras, otras
insatisfechas, otras interrumpidas (“No le abras a nadie”). Pero también las
penumbras, el compromiso con su tiempo (“Éxodo”), la tristeza de los días (“Día
gris”) y, finalmente, el sentido de acabamiento y pérdida: “Adiós a cuantos
fuisteis marineros conmigo, / cuando la mar nos daba con su furia en el rostro.
/ ¿Para qué la nostalgia? ¿Acaso fuimos libres? / Adiós, nuestro navío se ha
perdido en la noche; / el puerto queda lejos y nadie nos aguarda.” (“Canción
del hereje”). “Pasiones y penumbras”, un libro pleno. José López Romero.
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