Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

viernes, 18 de marzo de 2016

¡AL LADRÓN!

Tenía en un lugar destacado de su librería esa célebre plaquita que excomulgaba a todo aquel se atreviera a enajenar alguno de sus libros, pero con él no iba la sentencia, porque desde hacía ya algunos años consignaba en una libretita las compras y las sustracciones que iba cometiendo especialmente en ciertas librerías, en las que sabía que el control era más relajado por exceso de confianza de los encargados. Al revisar hacía unos meses la libreta, se sorprendió de que en los últimos años la columna de los robos duplicaba a la de compras, pero encontró de inmediato el motivo: el ritmo de lectura era muy superior a su capacidad económica; su dedicación lectora no iba en consonancia con la cantidad de euros que podía permitirse para comprar libros; que una novela costase 25 euros le parecía una barbaridad. El libro en la espalda, debajo del jersey, sujetado por la cinturilla del pantalón, era su lugar preferido en invierno, época del año que por la cantidad de prendas de abrigo aprovechaba para aprovisionarse, ya que en verano era más difícil la sustracción. Pero a veces corría demasiados riesgos, de los que después se arrepentía: el libro debajo de la carpeta o dentro de esta… Hasta que un día, en unos grandes almacenes, sitio de su preferencia, un dependiente tuvo la ocurrencia de contarle los libros que llevaba en la mano al entrar y contárselos de nuevo al salir, y vio que el número había aumentado en dos unidades sin pasar por caja; se le acercó y le conminó a que lo acompañara a los despachos. El juicio fue rápido: lo condenaron a un año de cárcel que debía cumplir en un centro penitenciario de la provincia; mientras lo metían en el furgón, por la otra puerta del juzgado salían y se metían en sus lujosos coches algunos consejeros de las cajas de ahorro que tanto dinero nos han costado a todos los españoles. En la cárcel, pronto entró a trabajar en la biblioteca, donde colgada estaba la plaquita que excomulgaba a todo el que se atreviera a enajenar algún libro. Mientras, él seguía apuntando en su libretita, en la que una columna cada vez se hacía más larga. José López Romero.

sábado, 12 de marzo de 2016

MODESTIA

 “Yo confieso que para mí perdieron el crédito y la estimación los libros, después que vi que se vendían y apreciaban los míos”, llegó a decir en cierta ocasión Diego de Torres Villarroel (1694-1770), en un aparente ataque de sinceridad tan admirable como sorprendente e inusitado en un mundo, el de las letras, donde la modestia y el reconocimiento de errores son excepciones a la regla de la presunción y la soberbia. ¿Sinceridad? ¿Modestia? El que fuera escritor polifacético, catedrático de Matemáticas de la Universidad de Salamanca, famoso en su tiempo por aquellos Almanaques o profecías que fueron éxito de ventas, aquel Torres Villarroel que murió en unas dependencias privadas que la Duquesa de Alba, su mecenas, le había cedido en su palacio de Monterrey de Salamanca, podía permitirse el lujo de ese supuesto ataque de sinceridad porque disfrutó en vida del aplauso popular y también de la enemistad de muchos colegas, pero sobre todo del escándalo y la polémica. Por eso, no es de extrañar una frase que llama la atención más por su segunda parte (el menosprecio por sus libros) que por la primera: la desestimación de todos los demás. Una ocurrencia más feliz cuanto más desmesurada. Porque si aplicáramos esta máxima, haría ya décadas que hubiésemos abandonado la lectura, pues libros hemos leído que son una ofensa a la palabra “libro”, y no digamos a la Literatura. Pero no hace falta remontarse tan lejos en el tiempo, basta con consultar esas listas de libros más vendidos para darle la razón a Torres Villarroel; más de un “superventas” puede hacer perder la fe al más recalcitrante lector. Pero en la frase del gran Piscator de Salamanca se esconde algo más profundo y desalentador: no es el crédito y la estimación en los libros lo que pierde Torres Villarroel, sino la confianza y hasta el respeto hacia esos lectores, ese vulgo tan vilipendiado por Lope, que compran y aprecian sus obras. ¡Falsa modestia!. José López Romero. 

sábado, 5 de marzo de 2016

MUJERES

“Father, tú que sabes algo de esto, en tres minutos profundízame en el tema “mujer y literatura”. Treinta años de estudio definidos en “algo de esto”, una tesis doctoral y varios artículos publicados en revistas especializadas reducidos a “tres minutos”. Mi hija sin duda tiene una tan natural como admirable capacidad para la concreción, la reducción y el menosprecio. “Venga. No te enrolles. Tres minutitos, que es el tiempo máximo en que un hijo puede aguantar a su padre”. Demoledor. Pues precisamente hace poco me topaba (mi hija: “¿me quéee?”) con el discurso XVI del Teatro Crítico Universal  (1726) de fray Benito Jerónimo Feijoo (mi hija: “¿de quiéeen?”), el gran ilustrado, en el que aborda la defensa de la mujer; es decir, una pieza más que añadir a esa corriente que se pierde en la noche de los tiempos literarios, que es el profeminismo; corriente que nace en oposición a su contraria: la misoginia. Porque si en la época medieval ya contamos con buenos ejemplos de ambas corrientes, no menores en número y en calidad nos encontramos en los siglos siguientes, hasta desembocar en este discurso de Feijoo, que algunos tanto han destacado y ensalzado (“¿Ensal quéee?”) quizá por el papel y la trascendencia en la vida social que empezaba a desempeñar la mujer en un siglo, el XVIII, en el que se incorporan definitivamente a la vida y a las actividades hasta ese momento reservadas a los hombres, en consonancia con ese  espíritu reformador que caracteriza a este siglo. La línea argumentativa del discurso de Feijoo apenas dista de los diálogos o tratados renacentistas que abordan el mismo asunto: exposición-defensa de las mujeres en algún aspecto (valentía, discreción, prudencia, etc.) en comparación o igualdad con los hombres, con la cita de autoridades y la aportación ilustrativa y aleccionadora de ejemplos célebres, mujeres famosas por el aspecto tratado. Nada, por tanto, novedoso en cuanto a la estructura nos presenta el texto de Feijoo, pero sí, en cambio, en la intención,  porque Feijoo con su defensa de la igualdad de entendimiento y otros valores y virtudes, como también defectos, entre hombres y mujeres, renueva y extiende al marco social una polémica que antes había reducido su campo de actuación solo a la literatura; y como ejemplo de ello véase el magnífico y emotivo prólogo A quien leyere, todo un manifiesto a favor de la igualdad de sexos que adquiere en estos atribulados tiempos una asombrosa actualidad, que la novelista María de Zayas antepone a sus Novelas amorosas y exemplares de 1637. Hoy en día si una literatura antifeminista es obviamente impensable, de la misma manera el profeminismo no tiene sentido si sigue siendo solo literatura. Feijoo en esto nos enseña el camino: la reforma de la sociedad, a través de la educación. “¡Tiempo! –grita mi hija- Ya han pasado los tres minutitos y estoy exhausta. Hasta el mes que viene no me toca otra vez. No sé si podré con ello”. Lo dicho: demoledor. José López Romero.

sábado, 20 de febrero de 2016

MUY CARO

De entre los cientos de miles de escritores, millones incluso, que la historia, en ese ejercicio de justicia tan poética como implacable, ha ido abandonando en las cunetas del olvido con el correr de los tiempos, como cadáveres sin nombre apilados en estremecedoras fosas comunes, uno queremos recuperar, rememorar, aunque solo sea por unas líneas, a modo de rebelión contra la tiranía de esa historia que, para lamento de muchos, pone a cada cual en el lugar que le corresponde. Don Vicente Fernández de Rebolledo y Meneses, segundón de una antigua familia que disfrutaba de medianas y acomodadas rentas en un pueblo cercano a Toledo, no halló, según fuentes no dignas de mucho crédito, medio más adecuado para medrar en la corte donde reinaba, sobre el propio rey, don Manuel el choricero, que las letras. Un más que mediocre “Panegírico o lección filosófico-moral sobre todas las bellezas y virtudes que adornan a nuestro príncipe de la paz”, que le hizo llegar a Godoy, le valió de inmediato el favor de este y un lugar de privilegio en el círculo más íntimo y estimado por el dueño, en aquel turbulento final del siglo XVIII, de España. Y con el favor del privado, su propia riqueza, el lujo, las fiestas, el despilfarro y la protección de sus amigos y allegados, que iban medrando a la par que el escritorzuelo, enriqueciéndose con él en la misma medida que se esquilmaban las arcas públicas. Todo un ejemplo de los tiempos que ahora corren ¿o son los mismos tiempos y los mismos infames personajes? Se cuenta, finalmente, que don Vicente Fernández de Rebolledo y Meneses, exiliado en Orthez (sur de Francia), y agonizante de tuberculosis, olvidado de todos, pobre hasta la miseria y repudiado por su propia familia, llegó a escribir, en un alarde de cinismo estas palabras como si de su epitafio se tratara: “muy alto precio he pagado por mis escritos”. El olvido, del que no lo salvarán por fortuna estas líneas, es su justa tumba y su única recompensa. José López Romero.      

sábado, 13 de febrero de 2016

IN MEMORIAM

Cuando terminaba de leer novelas como Calle de las tiendas oscuras o Dora Bruder o incluso En el café de la juventud perdida de Patrick Modiano (Premio Nobel de Literatura de 2014), mi reflexión era siempre la misma: ¡cuántas vidas se entrecruzan en nuestras vidas!, hasta el punto de poder reconstruir la existencia de una persona a través de las vidas de los demás, a través de ese laberinto o tela de araña que supone el contacto o simplemente el roce de unos con otros: los clientes habituales del bar en el que sueles tomar el primer café de la mañana y con los que esporádicamente entablas una conversación; los dependientes de la tienda en la que compras los alimentos; tus compañeros y compañeras de trabajo… innumerables son las situaciones como incontables las personas a las que conoces y que te conocen. Pero hay vidas, personas cuyo contacto se estrecha y pasan a formar parte importante, fundamental de nuestra propia vida: los amigos, la familia y, en el caso por lo que esto escribo, mi cuñada Encarna. A la manera de Modiano, aunque no en ese “café de la juventud perdida”, sino en una biblioteca (no podía ser de otra manera) conocí a las dos hermanas un verano en que decidí leer todo lo que pudiera encontrar de la Generación del 27, y ellas arrastraban la pesada tortura de alguna asignatura pendiente que debían aprobar en septiembre (seguramente Matemáticas o Lengua y Literatura). Aquellas dos niñas, porque en aquella época con 15 o 16 años todavía se tenía la mirada limpia de las niñas (la mirada celeste de Mercedes), se cruzaron en mi vida para no abandonarla más. Pero el pasado miércoles, día 20 de enero de 2016, se rompió el hilo que me unía a mi cuñada Encarna. Fue durante sus buenos años una lectora compulsiva de novelones de muy variada procedencia y más que dudosa calidad, pero entendía que la literatura debía ser un entretenimiento sin mayores pretensiones, lo que es muy respetable; y era, por ese amor fraternal que nos profesábamos, una lectora fiel hasta la devoción de esta página, cuyos artículos siempre despertaban algún comentario que me pasaba por el brezo que dividía nuestras casas. Como en las novelas de Modiano, con mi vida y la de mi mujer se puede con todo detalle reconstruir la existencia de mi cuñada, y en nuestro corazón pervive, como en el de sus hijas y en los de mis hijos, que eran como suyos. Cuando celebrábamos el final del año 2015 y saludábamos la entrada del 16, nos besamos, nos abrazamos y siempre nos decíamos “te quiero mucho”; no sabía, aunque me lo temía, que quizá aquel fuera nuestro último beso y nuestro último abrazo, pero nunca será el último “te quiero mucho”. Descanse en paz una mujer buena, que perdió en sus últimos años el brillo, la alegría de su mirada limpia; descanse en paz mi cuñada Encarna, mi querida hermana. In memoriam. José López Romero.