Tenía en un lugar destacado de su
librería esa célebre plaquita que excomulgaba a todo aquel se atreviera a
enajenar alguno de sus libros, pero con él no iba la sentencia, porque desde
hacía ya algunos años consignaba en una libretita las compras y las
sustracciones que iba cometiendo especialmente en ciertas librerías, en las que
sabía que el control era más relajado por exceso de confianza de los
encargados. Al revisar hacía unos meses la libreta, se sorprendió de que en los
últimos años la columna de los robos duplicaba a la de compras, pero encontró
de inmediato el motivo: el ritmo de lectura era muy superior a su capacidad
económica; su dedicación lectora no iba en consonancia con la cantidad de euros
que podía permitirse para comprar libros; que una novela costase 25 euros le
parecía una barbaridad. El libro en la espalda, debajo del jersey, sujetado por
la cinturilla del pantalón, era su lugar preferido en invierno, época del año
que por la cantidad de prendas de abrigo aprovechaba para aprovisionarse, ya
que en verano era más difícil la sustracción. Pero a veces corría demasiados
riesgos, de los que después se arrepentía: el libro debajo de la carpeta o
dentro de esta… Hasta que un día, en unos grandes almacenes, sitio de su
preferencia, un dependiente tuvo la ocurrencia de contarle los libros que
llevaba en la mano al entrar y contárselos de nuevo al salir, y vio que el
número había aumentado en dos unidades sin pasar por caja; se le acercó y le
conminó a que lo acompañara a los despachos. El juicio fue rápido: lo
condenaron a un año de cárcel que debía cumplir en un centro penitenciario de
la provincia; mientras lo metían en el furgón, por la otra puerta del juzgado
salían y se metían en sus lujosos coches algunos consejeros de las cajas de
ahorro que tanto dinero nos han costado a todos los españoles. En la cárcel,
pronto entró a trabajar en la biblioteca, donde colgada estaba la plaquita que
excomulgaba a todo el que se atreviera a enajenar algún libro. Mientras, él
seguía apuntando en su libretita, en la que una columna cada vez se hacía más
larga. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 18 de marzo de 2016
sábado, 12 de marzo de 2016
MODESTIA
“Yo confieso que para mí perdieron el crédito
y la estimación los libros, después que vi que se vendían y apreciaban los
míos”, llegó a decir en cierta ocasión Diego de Torres Villarroel (1694-1770),
en un aparente ataque de sinceridad tan admirable como sorprendente e inusitado
en un mundo, el de las letras, donde la modestia y el reconocimiento de errores
son excepciones a la regla de la presunción y la soberbia. ¿Sinceridad?
¿Modestia? El que fuera escritor polifacético, catedrático de Matemáticas de la
Universidad de Salamanca, famoso en su tiempo por aquellos Almanaques o profecías que fueron éxito de ventas, aquel Torres
Villarroel que murió en unas dependencias privadas que la Duquesa de Alba, su
mecenas, le había cedido en su palacio de Monterrey de Salamanca, podía
permitirse el lujo de ese supuesto ataque de sinceridad porque disfrutó en vida
del aplauso popular y también de la enemistad de muchos colegas, pero sobre
todo del escándalo y la polémica. Por eso, no es de extrañar una frase que
llama la atención más por su segunda parte (el menosprecio por sus libros) que
por la primera: la desestimación de todos los demás. Una ocurrencia más feliz
cuanto más desmesurada. Porque si aplicáramos esta máxima, haría ya décadas que
hubiésemos abandonado la lectura, pues libros hemos leído que son una ofensa a
la palabra “libro”, y no digamos a la Literatura. Pero no hace falta remontarse
tan lejos en el tiempo, basta con consultar esas listas de libros más vendidos
para darle la razón a Torres Villarroel; más de un “superventas” puede hacer
perder la fe al más recalcitrante lector. Pero en la frase del gran Piscator de
Salamanca se esconde algo más profundo y desalentador: no es el crédito y la
estimación en los libros lo que pierde Torres Villarroel, sino la confianza y
hasta el respeto hacia esos lectores, ese vulgo tan vilipendiado por Lope, que
compran y aprecian sus obras. ¡Falsa modestia!. José López Romero.
sábado, 5 de marzo de 2016
MUJERES
“Father, tú que sabes algo de esto, en
tres minutos profundízame en el tema “mujer y literatura”. Treinta años de
estudio definidos en “algo de esto”, una tesis doctoral y varios artículos
publicados en revistas especializadas reducidos a “tres minutos”. Mi hija sin
duda tiene una tan natural como admirable capacidad para la concreción, la
reducción y el menosprecio. “Venga. No te enrolles. Tres minutitos, que es el
tiempo máximo en que un hijo puede aguantar a su padre”. Demoledor. Pues
precisamente hace poco me topaba (mi hija: “¿me quéee?”) con el discurso XVI
del Teatro Crítico Universal (1726) de fray Benito Jerónimo Feijoo (mi
hija: “¿de quiéeen?”), el gran ilustrado, en el que aborda la defensa de la
mujer; es decir, una pieza más que añadir a esa corriente que se pierde en la
noche de los tiempos literarios, que es el profeminismo; corriente que nace en
oposición a su contraria: la misoginia. Porque si en la época medieval ya
contamos con buenos ejemplos de ambas corrientes, no menores en número y en
calidad nos encontramos en los siglos siguientes, hasta desembocar en este
discurso de Feijoo, que algunos tanto han destacado y ensalzado (“¿Ensal
quéee?”) quizá por el papel y la trascendencia en la vida social que empezaba a
desempeñar la mujer en un siglo, el XVIII, en el que se incorporan
definitivamente a la vida y a las actividades hasta ese momento reservadas a
los hombres, en consonancia con ese
espíritu reformador que caracteriza a este siglo. La línea argumentativa
del discurso de Feijoo apenas dista de los diálogos o tratados renacentistas
que abordan el mismo asunto: exposición-defensa de las mujeres en algún aspecto
(valentía, discreción, prudencia, etc.) en comparación o igualdad con los
hombres, con la cita de autoridades y la aportación ilustrativa y aleccionadora
de ejemplos célebres, mujeres famosas por el aspecto tratado. Nada, por tanto,
novedoso en cuanto a la estructura nos presenta el texto de Feijoo, pero sí, en
cambio, en la intención, porque Feijoo
con su defensa de la igualdad de entendimiento y otros valores y virtudes, como
también defectos, entre hombres y mujeres, renueva y extiende al marco social
una polémica que antes había reducido su campo de actuación solo a la
literatura; y como ejemplo de ello véase el magnífico y emotivo prólogo A quien leyere, todo un manifiesto a
favor de la igualdad de sexos que adquiere en estos atribulados tiempos una
asombrosa actualidad, que la novelista María de Zayas antepone a sus Novelas amorosas y exemplares de 1637.
Hoy en día si una literatura antifeminista es obviamente impensable, de la
misma manera el profeminismo no tiene sentido si sigue siendo solo literatura.
Feijoo en esto nos enseña el camino: la reforma de la sociedad, a través de la
educación. “¡Tiempo! –grita mi hija- Ya han pasado los tres minutitos y estoy
exhausta. Hasta el mes que viene no me toca otra vez. No sé si podré con ello”.
Lo dicho: demoledor. José López Romero.
sábado, 20 de febrero de 2016
MUY CARO
De entre los cientos de miles de
escritores, millones incluso, que la historia, en ese ejercicio de justicia tan
poética como implacable, ha ido abandonando en las cunetas del olvido con el
correr de los tiempos, como cadáveres sin nombre apilados en estremecedoras
fosas comunes, uno queremos recuperar, rememorar, aunque solo sea por unas
líneas, a modo de rebelión contra la tiranía de esa historia que, para lamento
de muchos, pone a cada cual en el lugar que le corresponde. Don Vicente
Fernández de Rebolledo y Meneses, segundón de una antigua familia que
disfrutaba de medianas y acomodadas rentas en un pueblo cercano a Toledo, no
halló, según fuentes no dignas de mucho crédito, medio más adecuado para medrar
en la corte donde reinaba, sobre el propio rey, don Manuel el choricero, que
las letras. Un más que mediocre “Panegírico o lección filosófico-moral sobre
todas las bellezas y virtudes que adornan a nuestro príncipe de la paz”, que le
hizo llegar a Godoy, le valió de inmediato el favor de este y un lugar de
privilegio en el círculo más íntimo y estimado por el dueño, en aquel
turbulento final del siglo XVIII, de España. Y con el favor del privado, su
propia riqueza, el lujo, las fiestas, el despilfarro y la protección de sus
amigos y allegados, que iban medrando a la par que el escritorzuelo,
enriqueciéndose con él en la misma medida que se esquilmaban las arcas
públicas. Todo un ejemplo de los tiempos que ahora corren ¿o son los mismos
tiempos y los mismos infames personajes? Se cuenta, finalmente, que don Vicente
Fernández de Rebolledo y Meneses, exiliado en Orthez (sur de Francia), y
agonizante de tuberculosis, olvidado de todos, pobre hasta la miseria y
repudiado por su propia familia, llegó a escribir, en un alarde de cinismo
estas palabras como si de su epitafio se tratara: “muy alto precio he pagado
por mis escritos”. El olvido, del que no lo salvarán por fortuna estas líneas,
es su justa tumba y su única recompensa. José López Romero.
sábado, 13 de febrero de 2016
IN MEMORIAM
Cuando terminaba de leer novelas como Calle de las tiendas oscuras o Dora Bruder o incluso En el café de la juventud perdida de
Patrick Modiano (Premio Nobel de Literatura de 2014), mi reflexión era siempre
la misma: ¡cuántas vidas se entrecruzan en nuestras vidas!, hasta el punto de
poder reconstruir la existencia de una persona a través de las vidas de los
demás, a través de ese laberinto o tela de araña que supone el contacto o
simplemente el roce de unos con otros: los clientes habituales del bar en el
que sueles tomar el primer café de la mañana y con los que esporádicamente
entablas una conversación; los dependientes de la tienda en la que compras los
alimentos; tus compañeros y compañeras de trabajo… innumerables son las
situaciones como incontables las personas a las que conoces y que te conocen.
Pero hay vidas, personas cuyo contacto se estrecha y pasan a formar parte
importante, fundamental de nuestra propia vida: los amigos, la familia y, en el
caso por lo que esto escribo, mi cuñada Encarna. A la manera de Modiano, aunque
no en ese “café de la juventud perdida”, sino en una biblioteca (no podía ser
de otra manera) conocí a las dos hermanas un verano en que decidí leer todo lo
que pudiera encontrar de la Generación del 27, y ellas arrastraban la pesada
tortura de alguna asignatura pendiente que debían aprobar en septiembre
(seguramente Matemáticas o Lengua y Literatura). Aquellas dos niñas, porque en
aquella época con 15 o 16 años todavía se tenía la mirada limpia de las niñas
(la mirada celeste de Mercedes), se cruzaron en mi vida para no abandonarla
más. Pero el pasado miércoles, día 20 de enero de 2016, se rompió el hilo que
me unía a mi cuñada Encarna. Fue durante sus buenos años una lectora compulsiva
de novelones de muy variada procedencia y más que dudosa calidad, pero entendía
que la literatura debía ser un entretenimiento sin mayores pretensiones, lo que
es muy respetable; y era, por ese amor fraternal que nos profesábamos, una
lectora fiel hasta la devoción de esta página, cuyos artículos siempre
despertaban algún comentario que me pasaba por el brezo que dividía nuestras
casas. Como en las novelas de Modiano, con mi vida y la de mi mujer se puede
con todo detalle reconstruir la existencia de mi cuñada, y en nuestro corazón
pervive, como en el de sus hijas y en los de mis hijos, que eran como suyos.
Cuando celebrábamos el final del año 2015 y saludábamos la entrada del 16, nos
besamos, nos abrazamos y siempre nos decíamos “te quiero mucho”; no sabía,
aunque me lo temía, que quizá aquel fuera nuestro último beso y nuestro último
abrazo, pero nunca será el último “te quiero mucho”. Descanse en paz una mujer
buena, que perdió en sus últimos años el brillo, la alegría de su mirada
limpia; descanse en paz mi cuñada Encarna, mi querida hermana. In memoriam.
José López Romero.
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