Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

domingo, 26 de junio de 2016

CAMPAÑAS

Desechada ya por falta de verosimilitud y decoro (“relación entre lo que se puede esperar de los personajes y lo que estos efectivamen­te hacen”), dos conceptos que tanto gustaban a Cervantes, la idea de hacer una campaña de promoción de la lectura con Cristiano Ronaldo y Messi leyendo un libro (aún recuerdo emocionado una foto del Fari con un libro en sus manos), no queda más remedio que atacar el inveterado desapego o repelús de nuestros ciudadanos, sobre todo los más jóvenes, de la letra impresa con campañas más agresivas o, al menos, más originales. Y para ello nada mejor que ponernos en el papel de aquellos antiguos arbitristas que durante los siglos XVI y XVII mandaban memoriales al rey con las propuestas más peregrinas para solucionar los problemas endémicos de nuestro país, sobre todo los económicos, y que tanto ridiculizaron los escritores de aquellos siglos, sirva como ejemplo la insuperable sátira que don Miguel incluye en su “Coloquio de los perros”. Y puestos a jugar, se podría satisfacer el apetito lector con libros cuyas páginas pudieran, una vez leídas, comerse. Y si el libro en papel higiénico ya está inventado, aunque con escaso éxito, unos preservativos  con poemas de amor no digo yo que no le añadiría más sentimiento o, al menos, más poesía al asunto, tan necesitado de ello en estos últimos tiempos (ya lo veo: “deme una caja de doce de Pablo Neruda”). Pero si tuviese que elegir una buena idea, sin duda me quedaría con la ocurrencia de un iluminado de finales del siglo XVIII para recuperar el peñón de Gibraltar: que cinco mil soldados llevaran al cuello un escapulario de la Virgen del Carmen, que los haría invulnerables a las balas de los herejotes ingleses. Ante el fracaso estrepitoso de las campañas que han intentado mejorar los índices lectores de nuestro país, yo voto por el escapulario. Es simple cuestión de fe. José López Romero.

sábado, 18 de junio de 2016

LECTORES / LECTURAS

“Me recuerdas a alguien que solo lee el primer capítulo de un libro. Nunca llegas a averiguar qué sucede después”, le reprocha su amigo Asif a Jay, el protagonista de ‘Intimidad’, la novela de Hanif Kureishi que hace unas semanas reseñamos en esta página. Y esta frase me ha llevado a recordar la pregunta, tan socorrida pero también tan esclarecedora, que se le suele hacer en las entrevistas a toda persona relacionada de una forma u otra con los libros o la cultura en general: “¿has dejado algún libro sin terminar de leer?”. Y en las respuestas pocos son ya los que aseguran que una vez abierto un libro no paran hasta terminarlo, aunque en ello empeñen tiempo y esfuerzos baldíos. La gran mayoría confiesa que a lo largo de su vida lectora, más de uno y de varios, por no decir muchos libros, se les han resistido o, dicho de otro modo, son ellos, los lectores, los que no han tenido la suficiente fuerza de voluntad para acabarlos, o lo han pensado mejor y han decidido no invertir ese tiempo y ese esfuerzo en algo que en poco o nada les va a beneficiar. Por mi parte, confieso que en mi ya lejana juventud fui lector persistente hasta la terquedad: libro abierto, libro que debía acabar, hasta que en un periodo de crisis lectora (todos pasamos en un momento u otro de nuestras vidas por distintas crisis), tomé la difícil decisión de cerrar un libro sin terminar. Aquel acto, no exento de una sensación de pecado fue, sin duda y en cambio, una liberación. Liberación que, sin embargo, ahondó más la crisis y atravesé un periodo de lector de las primeras veinte páginas, es decir, en lector de primeros capítulos, como le reprochaba Asif a su amigo Jay. Hace unas semanas me distraía soportando (¿o soportaba distraído?) la película titulada ‘Alex y Emma’ (Kate Hudson y Luke Wilson), en la que Emma reconocía que antes de empezar un libro, tenía que leer las últimas páginas; si estas le llegaban a interesar, emprendía su lectura; un tipo cuando menos extraño o raro de lectora esta Emma, como así se lo echaba en cara Alex. A veces la forma de leer, nuestros hábitos lectores dicen mucho más de nuestra personalidad e incluso nos definen de forma más clara que un psicoanálisis. Vivir la vida con la inconstancia del lector de primeros capítulos (que es la verdadera intención de Asif y de ahí su reproche a Jay), puede ser tan perjudicial como empecinarse en terminar un libro que ya no nos va aportar nada, que en nada nos va a beneficiar. Los libros son al fin y al cabo como las relaciones humanas: los amigos de la infancia y juventud o aquellos que permanecen para toda la vida; las novias y novios ocasionales (de primeros capítulos) y el libro que leeremos una y otra vez hasta el fin de nuestros días; el trabajo que no nos gusta porque aspiramos a un libro mejor… Y así, abrimos los libros de la misma forma que conocemos a las personas. Algunas no aguantan ni las veinte primeras páginas, y a otros (como los políticos) mejor conocerlos por las veinte últimas. José López Romero. 

sábado, 4 de junio de 2016

LA CONFUSA

“La Confusa” es el título de una obra teatral del gran Cervantes que permanece desaparecida, a pesar de los siglos transcurridos y del número, ya incontable, de rastreadores de biblioteca que a lo largo de todos estos años han dedicado sus esfuerzos a investigar el teatro de don Miguel y, de camino y si la fortuna fuera propicia, a encontrar pieza tan deseada, porque su hallazgo es sinónimo sin duda de gloria y fama. Y a pesar de su pérdida, sabemos de su existencia porque el propio Cervantes la cita y pondera en la “Adjunta al Parnaso” en los siguientes términos: «Mas la que yo más estimo, y de la que más me precio, fue y es de una, llamada La Confusa, la cual, con paz sea dicho de cuantas comedias de capa y espada hasta hoy se han representado, bien puede tener lugar señalado por buena entre las mejores». Una opinión tan favorable, aunque pueda parecer imputable al amor que siente un padre por la criatura de la que es creador, se puede confirmar por la excelente acogida que tuvo esta obra entre el público durante mucho tiempo, ya que en 1627 todavía formaba parte del repertorio de la compañía de teatro dirigida por el cómico Juan Acacio, cuando “La Confusa” puede fecharse antes de 1585, es decir, en los años en que Cervantes escribió buena parte de sus obras teatrales y alcanzó en las tablas no poca admiración y reconocimiento. Y precisamente cuando en este año celebramos el cuarto centenario de la muerte de nuestro príncipe de las letras y, por tanto, debemos enorgullecernos del idioma a cuyo esplendor tanto contribuyó, se nos aparece la señorita Barei en el festival de Eurovisión, seguramente confusa entre tanta celebración, y nos canta en el idioma del gran Shakespeare, de cuya muerte también se cumple su correspondiente efeméride. Sin embargo, el resultado final no dejó lugar a la confusión: el puesto 22º de 26 participantes; nada que ver con el éxito que cosechó en su tiempo aquella otra “Confusa”. José López Romero.


sábado, 28 de mayo de 2016

MAURICIO WIESENTHAL

Aunque ya pertenece a esos lugares comunes de la literatura y, por ello mismo, en permanente estado de cuarentena de que los poetas, la mayoría, son los peores lectores o declamadores de sus propios versos, no podemos decir lo mismo (pero tampoco debemos generalizarlo) de la capacidad de la mayoría de los escritores para la conversación amena, la conferencia interesante, para, en definitiva, la dialéctica cuerpo a cuerpo con sus lectores o curiosos de su obra. En nuestro recuerdo perduran aquellos programas dirigidos por Joaquín Soler Serrano titulados “A fondo”, que pueden aún recuperarse en Internet, programas por los que pasaron los mejores escritores del siglo XX, y a los que añadiríamos “Biblioteca Nacional”, dirigido por Fernando Sánchez Dragó, por el que conocí a figuras internacionales ya consagradas como Umberto Eco, o el actual “Página 2” que mantiene la misma calidad que los citados. Pues bien, de todos ellos lo que más me sigue sorprendiendo es el poder de encantamiento que casi todos (lo dicho: no podemos generalizar) los escritores entrevistados tienen a través de la palabra, ya no escrita, sino enunciada oralmente, un dominio de la dicción que a uno le lleva a atribuirles la frase que podría perfectamente enunciarse también a la inversa: “hablan como escriben”. El poder de seducción de la palabra hablada en  ocasiones supera incluso a la escrita, y seguramente más de una obra  habremos leído por haber visto o escuchado a su autor en los medios de comunicación. Todo esto viene a cuento porque el otro día tuve la suerte y el privilegio de conocer y escuchar a Mauricio Wiesenthal. Conocía de referencia sus obras, especialmente las dedicadas a sus viajes por las reseñas que mi compañero Ramón, especialista en estos temas, les ha dedicado en esta página; sabía además de su devoción (compartida) por el gran Stefan Zweig, y tenía mucho interés en leer su reciente biografía sobre Rainer María Rilke, publicada por la prestigiosa Acantilado. Sobre este libro, me comentaba Manolo Ramos, el heroico librero, junto a Mauricio Gil Cano, de aquella maravillosa aventura que fue “La llave de cristal”, que en la presentación del libro en Sevilla al escuchar a Wiesenthal cerraba los ojos y es como si estuviese leyéndolo. Doy fe por aquella breve pero inolvidable conversación que mantuve con Mauricio Wiesenthal de que es un hombre de aquellos que nacieron para el esplendor de la cultura renacentista; en torno a la figura siempre presente e iluminadora de Stefan Zweig, fue hilvanando un monólogo con varias anécdotas, como su viaje invitación a la feria del libro de Bogotá con todo lujo de datos (memoria prodigiosa), que encandiló a sus oyentes. Y desde este encuentro estoy deseando habérmelas con esa biografía de Rilke, o con su “El esnobismo de las golondrinas” para volver a escuchar la palabra encantadora, seductora de Mauricio Wiesenthal. José López Romero.


sábado, 21 de mayo de 2016

ADELANTADOS

“Que a todo hombre viviente, / en cualquiera lugar que haya nacido, / sea iroqués o patagón gigante, / fiero hotentote o noruego frío, / o cercano o distante / le miro siempre como hermano mío.” Cuando uno lee estos versos de José Cadalso (“Sobre no escribir sátiras”), el gran ilustrado que ejerció tan poderosa como benefactora influencia sobre poetas como Meléndez Valdés o el mismo Jovellanos, no puede por menos que pensar en la rabiosa actualidad de su mensaje, a pesar de los más de dos siglos de distancia y, lo que es más grave, lo poco o lo “casi nada” que ha evolucionado o, lo que es peor, cuánto ha retrocedido este mundo de nuestros pecados cuando seguimos planteándonos si todos los que vivimos en él debemos considerarnos hermanos, al margen de geografías distantes o cercanas, de religiones o de razas. No otra respuesta que los versos de Cadalso piden de nosotros la grave situación de los refugiados que huyen de sus países en guerra, o la cantidad de inmigrantes que intentan llegar a nuestras costas en esos ataúdes humanos a los que llaman pateras. Y de la misma manera, si leemos la oda “El fanatismo” de Meléndez Valdés, comprobamos en sus versos el lamento del poeta por la irracional y sangrienta manera de entender las religiones, sean antiguas o modernas: “Y, ¡ay!, en nombre de Dios gimió la tierra / en odio infando, en execrable guerra”. No otra imagen que la que Meléndez recoge en estos versos nos están dejando los continuos atentados que en nombre de un Dios hecho para el odio y la destrucción asolan países y el nuestro, por desgracia, no ha sido una excepción. Y de nuevo la pregunta es obligada: ¿es que no hemos evolucionado nada? ¿es que lejos de mejorar, realmente hemos empeorado? Cadalso murió en 1782 en el asedio a Gibraltar, y Meléndez Valdés murió en su exilio de Montpellier, una víctima más de la invasión napoleónica. Hoy las obras de Cadalso y de Meléndez Valdés siguen siendo un ejemplo de lo poco que ha aprendido el ser humano. José López Romero.