Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 18 de marzo de 2017

LA FAMILIA

Sé que algunos libros no están a gusto en mi casa y que otros están muy molestos con el lugar que les he asignado, y es una decepción que comprendo, pero que no puedo aliviarles. Otros, en cambio, gozan de un lugar de privilegio, cerca de mi sitio de trabajo o bien localizados y de fácil acceso. Es cierto que cada vez tengo menos espacio y termino por acumularlos sin orden ni concierto en las estanterías repartidas por toda la casa, y muchos se amontonan y creen sufrir la indiferencia, si no el olvido; ellos no saben que a casi todos los tengo en la memoria (para tenerlos a todos sería Mendel) y de que todos cuentan con mi cariño sin condiciones. Cuando entro en mi librería de guardia y veo los libros, todos expectantes ante su compra, y me acerco a los anaqueles y los observo nerviosos unos, otros resignados y pacientes por el manoseo a que se ven sometidos, me transmiten una ternura indescriptible. Cojo uno, le acaricio la portada, lo abro y al azar leo algunos pasajes o seis o siete versos de un poema, y con la misma delicadeza lo devuelvo a la estantería, y no puedo por menos de notar su decepción: “¿No me compras?, ¿No te ha gustado lo que me has leído?”, parece que me reprochan. Y cuando me decido por adquirir uno, puedo palpar entre sus páginas la ilusión, ese cosquilleo que a todos nos entra cuando vamos a visitar por vez primera una ciudad, y en el caso del libro recién comprado, el que va a ser su nuevo hogar. Creo que la primera impresión de mi casa, de mi familia no les decepciona, aunque un cierto recelo en sus más profundas páginas sientan, pero cuando se dan cuenta de que van a ser uno más de entre cientos y, me atrevería a decir, que de miles, y que todos se reparten por todas las habitaciones de la casa, una mueca de desilusión e inquietud puedo percibir en sus lomos. Y los comprendo. Un lugar nuevo, nuevos dueños en cuyas manos está su destino: “¿me leerá?; y en cuanto me lea ¿se olvidará de mí? ¿dónde me colocará cuando esto pase?; ¿me tirará a la basura?; ¿será capaz de prestarme a otra manos que no sientan lo mismo con mi lectura?”, son preguntas que sin duda se harán recelosos y compungidos. Y aunque a todos les tengo cariño, como he dicho, la verdad es que no los quiero a todos por igual: a la mayoría de ellos los tengo en gran estima y a muchos los llevo en mi corazón, y a estos cuando me detengo a mirarlos, noto en ellos la complicidad de los sentimientos y emociones compartidos, y al sacarlos de la estantería, acariciarlos, leer alguna de sus páginas que señalé o subrayé con especial cuidado en una lectura sin duda inolvidable (y Borges añadiría: “y ya olvidada”), y hasta abandonarme en toda su geografía (los valles de sus líneas, los montes de sus páginas. Ella sabe lo que escribo), puedo advertir cómo se estremecen. Porque los libros son también mi familia. José López Romero.


sábado, 4 de marzo de 2017

DE VIEJOS

Hace unas semanas mi compañero Ramón recordaba no sin cierta melancolía a aquellos encuadernadores, a los que bibliófilos o simples aficionados al libro podían llevar lo que para ellos eran las joyas de su biblioteca particular con el fin de restaurar una ya envejecida y mal conservada encuadernación. Aquel oficio por falta de trabajo, terminó cayendo en la rutinaria labor de los fascículos y hoy están en alarmante proceso de extinción. Solo quedan los pocos que mantienen el espíritu de aquel viejo menester. De la misma manera, las librerías de viejo han ido también desapareciendo, aunque en las grandes ciudades aún quedan excelentes ejemplos de las que le describió Rilke a su mujer Clara: “A veces paso delante de tiendecillas en la rue de Seine, por ejemplo: anticuarios o libreros de viejo, o vendedores de grabados, con sus escaparates bien repletos. Nunca entra nadie y, al parece, no hacen negocio; pero si se curiosea en el interior, están leyendo despreocupados (a pesar de no ser ricos). No se inquietan por el día de mañana, ni se angustian por las ganancias…” (Wiesenthal, p. 570). Las librerías de viejo siempre han venido acompañadas en nuestra imaginación por efecto de la literatura (¿o es la pura realidad?) de un librero abichado y giboso, como el Zarastustra de ‘Luces de bohemia’, o el desarrapado y ajeno al mundo que le rodea Mendel, el de los libros, que con tanta maestría nos describió Stefan Zweig. Más distantes de estas figuras se nos quedan el William Buggage y su “ayudamante” Muriel Tottle, de la novelita ‘El librero’ de Roal Dahl. En cualquier caso, para los que tenemos a los libros por un bien más apreciado que su propia lectura, entrar en una de estas librerías de viejo que encontramos a veces casualmente en nuestro pasear por una ciudad a la que hemos viajado por simple turismo, es siempre un placer que despierta nuestros más entrañables sentidos: el olor del papel, el tacto de la vieja encuadernación, la vista de tantos libros amontonados sin orden y el silencio reverencial que domina el establecimiento. Lugares así quedan ya fuera del tiempo. José López Romero.   


sábado, 18 de febrero de 2017

UN HOMBRE BUENO

‘El cuentista que decía la verdad’ es el título de la biografía que con esmero, pasión y erudición Mauricio Gil Cano acaba de publicar de Francisco Burgos Lecea, jerezano que nació en la calle Santa Clara, nº 7, escritor de vanguardia y tristemente represaliado de la guerra civil hasta su suicidio en Madrid en 1951. Y como escritor vanguardista, prácticamente ningún género le fue ajeno, y en todos metió su pluma, aunque con desigual éxito. En el capítulo que Mauricio dedica a la labor teatral de su biografiado, se cuenta la anécdota de que en el estreno de su obra ‘La heroína del amor sublime’, que tuvo lugar en el teatro La Comedia de Madrid el 26 de mayo de 1930, asistió don Jacinto Benavente, que por aquellos años dominaba los escenarios españoles. La presencia de Benavente no podía llenar más de satisfacción y orgullo a Francisco Burgos, quien después del primer acto fue a saludar al célebre dramaturgo; y este le dijo: “Muy bien el primer acto. He hecho por usted lo que no hice por nadie hasta ahora. Venir al teatro sin haber comido. Ahora me voy…” Prueba incontestable de que hasta los grandes escritores necesitan alimentar el cuerpo tanto como el espíritu, sin que aquí y ahora nos atrevamos a decir a cuál debe atenderse primero. Pero la anécdota viene aquí a cuento no por la alimentación de los genios, sino porque en ella se unen casualmente dos escritores que reaccionaron en distintos años, aunque no muy distantes, contra la situación del teatro de la época. Benavente en los últimos años del siglo XIX ya había denunciado en varios artículos publicados en la prensa a los empresarios, empeñados solo en sus beneficios económicos, y también a los actores, pequeña y perversa sociedad totalmente jerarquizada en la que los más famosos imponían una férrea dictadura sobre los demás. Más de treinta años después, concretamente el 4 de abril de 1930, solo unos días antes del estreno de ‘La heroína del amor sublime’, Burgos Lecea publicaba en El Imparcial su manifiesto sobre la fundación del ‘Teatro de la nueva literatura’ en el que podemos leer las mismas críticas expuestas por Benavente, aunque con más detalle y vehemencia: “el teatro actual está podrido, por dentro y por fuera, literaria y económicamente. Hay que salvarlo. Así lo quiere el público. Así lo quiere la juventud. Es necesario destruir todas las enfermedades que lo llevan sin remisión al sepulcro”. Burgos Lecea fue tan apasionado en defender sus ideas sobre el teatro y la necesidad de su renovación, como lo fue para defender la literatura en general y el poder de esta para mejorar la vida de los seres humanos, de cuya nobleza nunca dudó este hombre honrado, que sobre todas las cosas fue esencialmente bueno. Una bondad, una honradez que, junto con su ideología comunista, lo llevaron por varias cárceles franquistas hasta su liberación el 19 de diciembre de 1950, para terminar por suicidarse: “Cuando después de muchos años, salió en libertad y se halló ante el espectáculo de su hogar y las dificultades de ganarse la vida bajo un régimen que le era hostil, se lanzó de cabeza por la ventana de su casa, un quinto piso”. Era el 5 de marzo de 1951. José López Romero.

sábado, 11 de febrero de 2017

EL COCINERO

En la excepcional por definitiva biografía que de Rainer María Rilke publicó en 2015 Mauricio Wiesenthal (‘Rainer María Rilke. El vidente y lo oculto’, Acantilado), este cuenta una anécdota del escritor ruso Máximo Gorki: “Siendo todavía un niño –comenta Wiesenthal de Gorki- trabajó como pinche de cocina en un remolcador. Le gustaban los libros más que los fogones, y el cocinero le hacía leer en voz alta, a cambio de librarle del servicio”. No es muy frecuente que el jefe exima a un muchacho de su trabajo a condición de que ocupe el tiempo en la lectura (“Todos lloraban cuando leía ‘Tarás Bulba’, o cuando contaba historias novelescas a sus compañeros de navegación” –sigue contando Wiesenthal- Y el cocinero le decía emocionado: “lee, muchacho, lee, que no hay nada mejor que los libros”). Que un cocinero de un remolcador tenga esa sensibilidad y ese sentido de la responsabilidad sobre la educación de un pinche no es que sea poco habitual, es sin duda toda una excepción, una verdadera rareza pero, como los caminos del Señor, los de la lectura a veces también son inescrutables. Gorki recordaría toda su vida a ese cocinero que, en su modestia, supo orientar los primeros pasos literarios del que con el tiempo vendría a ser uno de los más destacados escritores de la gran Rusia. Hoy, a pesar de todas las estrategias y mecanismos que se activan para hacer de la lectura un hábito, una actividad más que incorporar a la vida diaria de los jóvenes españoles (estrategias que tienen a la escuela como centro de operaciones y, en menor medida, a las bibliotecas públicas), no hay mejor ni más eficaz animación a la lectura que la casa de uno, la familia, el padre y la madre sentados con sus hijos leyéndoles un cuento, o leyendo el niño o la niña bajo la atención de sus padres. Esperar que a nuestro hijo o hija se le presente el cocinero de Gorki es esperar un verdadero milagro; los caminos de la lectura, como los del Señor, son inescrutables, no imposibles. José López Romero.

viernes, 3 de febrero de 2017

¿LOS LIBROS SON CAROS?

La cultura en este país es cara y lo ha sido siempre, aunque en estos últimos tiempos con el aumento del IVA se haya encarecido aún más. Quizá, y como viene siendo habitual desde hace ya muchos años, la subida de impuestos no sea más que la coartada para subir el producto, que esta subida repercuta directamente en el consumidor o usuario y echarle las culpas al gobierno de turno, porque para eso está. Y lo que realmente debería considerarse un producto de primera necesidad (¡animación a la lectura!), se convierte en artículo de lujo, al alcance de pocos, y cada vez, menos bolsillos. El cine, el teatro… Pero cuando se abaratan las entradas los espectadores acuden en masa, como se ha comprobado en estos últimos años con los días del espectador o con la fiesta del cine. Esto le decía yo a la madre el otro día, cuando mi hijo, que aparentaba si no  distracción escaso, si no nulo, interés (estado natural) por nuestra conversación, nos suelta: “¡Qué razón tienes, Pá. A mí que me ha dado por la cultura del entrecot de ternera, no ganáis entre los dos para este artículo de primera necesidad”. Y contento volviose a su estado natural. La verdad es que  no me había yo parado a pensar en que había también una cultura del entrecot de ternera, yo estaba pensando más bien en los libros. Y venía todo ello a cuento porque el otro día me compré un libro a un precio que me pareció un poco desmesurado para lo que aparentemente era: unas escasas ciento cincuenta páginas, en letra más grande de lo normal, en formato más cercano al libro de bolsillo que a edición de lujo. Total: 20 euros. El lector que pretenda estar al día de las últimas novedades del mercado ya puede ir preparando la cartera si no quiere esperar a la edición de bolsillo, teniendo en cuenta además que las críticas, escasamente objetivas, tampoco le garantizan que la novela o libro que compra va a responder a sus expectativas. No cabe duda de que, a pesar de la espera, el libro de bolsillo (y en este formato hay precios muy asequibles) es siempre una buena opción para un lector paciente, o también acudir a los grandes nombres, a escritores que no nos van a defraudar: la última de Fernando Aramburu; ahora Eduardo Mendoza, flamante premio Cervantes; y tantos otros cuyas ediciones pueden comprarse, según las editoriales, a buen precio. ¡Ah! Se me olvidaba. El libro que ha provocado esta reflexión se titula ‘Historia de los libros perdidos’ de Giorgio Van Straten y debo confesar que a pesar del precio o, digámoslo de otra manera, a pesar de las características antes indicadas, es un magnífico libro, de lectura fácil, entretenida y enriquecedora en todos los aspectos; un libro que, como los buenos textos, señalan a otros libros, a otros autores que tienes por descubrir. ¿Para costar 20 euros? Al menos no lo tengo que tirar o guardarlo en esa segunda fila, la llamada del olvido, de una estantería. Pero si costase menos seguro estoy de que se venderían muchos ejemplares. El contenido lo merece sin duda. José López Romero.