Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

viernes, 30 de junio de 2017

SENTIDO COMÚN

“Un hombre no difiere mucho de una mula o un caballo, salvo que el caballo o la mula tienen algo más de sentido común”, leo en ‘Mientras agonizo’, una de las novelas más emblemáticas de William Faulkner, maestro de maestros, como así lo confiesa el mismísimo Vargas Llosa. Me quedé con la frase por esas otras que relacionan a mulas o burros con hombres, o las que aluden a ese sentido común tan extraño al ser humano y, sin embargo, tan insistentemente demandado en los últimos tiempos por algunos políticos. Quizá el mérito o el ingenio de la frase del gran escritor estadounidense, sea haber compendiado en ella todos esos proverbios o refranes que están en la mente de todos y destacar, como en aquellos, la imagen peyorativa que se tiene del género humano. Concepto en el que también insistía el filósofo galés Bertrand Russell: “Me han dicho que el hombre es un animal racional. En todos estos años, no he encontrado una sola prueba de que eso sea cierto”. Cuando esto escribía Russell acababa de cumplir 90 años, es decir, en 1962, y fue en 1930 cuando Faulkner publica por primera vez ‘Mientras agonizo’; ni veinte años habían pasado aún entre el final de las dos grandes guerras mundiales en uno y otro caso (12 en el caso del novelista; 17 en el caso del filósofo). Seguramente en la memoria de estos dos enormes intelectuales frescos permanecerían los recuerdos de esas dos terribles contiendas, ejemplos universales del escaso o nulo sentido común de los seres humanos. Leer a George Steiner –autor con el que doy, desde hace algunos años, por iniciado mi verano de lecturas- o releer textos de Zweig, o los poemas de Erri de Luca, es un ejercicio que debemos hacer con cierta periodicidad para intentar recobrar la confianza en nosotros mismos, porque son intelectuales con sentido común; ese sentido que confiamos en que tengan los  gobernantes, y también los gobernados, aunque en más de una ocasión, desalentados, nos invada el pesimismo y hagamos nuestras las frases de Faulkner y de Russell. José López Romero.


viernes, 23 de junio de 2017

AUTOR-ESCRITOR

Roger Chartier es un estudioso francés de la historia del libro y de todo cuanto afecta o interesa a esta ya consolidada rama del saber, que no dudamos en inscribir en los estudios humanísticos. Y por poner un ejemplo que me está esperando en mi estantería de lecturas pendientes, en ella lleva ya unos meses su ‘Historia de la lectura en el mundo occidental’, que dirige junto a Guglielmo Cavallo (Taurus, 2011), un conjunto de trabajos en torno a una de las actividades imprescindibles del ser humano, si este quiere considerarse como tal. Pero antes de emprender la lectura de este volumen se me metió de rondón otro ensayo de Chartier titulado ‘El orden de los libros’ (Gedisa, 2017), libro dividido en tres apartados: “comunidades de lectores”; “Figuras del autor” y “Bibliotecas sin muros”, es decir, tres de los elementos fundamentales en torno al libro: sus lectores, sus autores y los lugares de depósito y consulta, aunque en este caso Chartier se centra en las compilaciones de obras que llevaban por título genérico “Biblioteca”. Un libro por momentos de complicada lectura, pero entre cuyas ideas aquí queremos centrarnos en el concepto autor / escritor que Chartier analiza en el segundo capítulo de su libro. No fue hasta finales del siglo XVII cuando tanto en Inglaterra como en Francia se recoge esta diferencia de conceptos: autor es todo aquel escritor que ha publicado o impreso algún libro, mientras que se reserva el término escritor para aquellos que no han visto en letra de imprenta sus creaciones. Una diferencia que lleva aparejada la consideración de la literatura como actividad profesional y comercial y, como consecuencia de todo ello, la disputa, que llega hasta nuestros días, de la propiedad intelectual del autor sobre sus escritos, que tiene como uno de sus más radicales defensores al novelista, excelente por otra parte, Javier Marías. La legislación española actual sobre los derechos de autor señala la vida de este y setenta años más después de su fallecimiento, a partir de dichos plazos la obra se considera libre y puede ser explotada por cualquiera. Lejos quedan ya los 1400 maravedíes por los que Cervantes le vendió al librero-impresor Francisco de Robles la primera parte del ‘Quijote’, de cuyas ventas apenas obtuvo el 10%; o  la venta de los derechos de impresión y puesta en escena de su ‘Don Juan Tenorio’ que Zorrilla cedió al editor Manuel Delgado por cuatro mil doscientos reales de vellón, en una  de las transacciones comerciales más lamentadas de toda la historia literaria española, según el estudioso Luis Fernández Cifuentes, ya que Zorrilla no dejó de arrepentirse durante toda su vida, como confiesa en sus memorias ‘Recuerdos del tiempo viejo’: “Mantengo con él [‘Don Juan’], en la primera quincena de noviembre, a todas las compañías de verso en España. ‘Don Juan Tenorio’, que produce miles de duros y seis días de diversión anual a toda España y las Américas españolas, no me produce a mí ni un solo real”. Desde hace ya mucho tiempo, más de una familia en varias generaciones siguen viviendo de los escritos del abuelo sin pegar un palo al agua. ¡Las cosas del abuelo! José López Romero.



sábado, 3 de junio de 2017

RELIGIÓN



“-Father. Ya que de misales en casa andamos más que tiesos, dile a la madre superiora que al menos me dé un versículo”. Mi hija, que es una esponja, de inmediato había hecho suyo el lenguaje metafórico de Marta Ferrusola, la “madrina” del clan Pujol y la acuñadora de un nuevo código lingüístico de relaciones comerciales con los bancos. La verdad es que el invento no deja de ser ingenioso, a pesar de que el lenguaje religioso y todo lo que rodea a la religión siempre han sido muy socorridos para establecer un plano metafórico con la realidad. Coplas populares como el villancico tan nuestro del “curita” es un excelente ejemplo, por no hablar de los chistes de curas y monjas que con tanta gracia he escuchado de boca de dos ilustres sacerdotes de esta ciudad; entre aquellos, uno en que se utilizaba la metáfora de los dos tomos del Concilio de Trento en alusión a las dos sobrinas del cura, cuando el obispo pedía alguna lectura reconfortante en las frías noches de invierno. El estamento religioso siempre ha estado muy emparentado con la literatura, y la festiva no iba a ser una excepción, sino todo lo contrario; y ahí están para no desmentirme el interesante pasaje incluido en el ‘Libro de buen amor’, del arcipreste de Hita, en el que los clérigos de Talavera se niegan a renunciar a sus mancebas o barraganas. O toda la literatura de goliardos que prolifera por Europa en la Edad Media, en la que se canta al vino, a la fortuna, a las mujeres y a todos los goces de la vida. A través de estos ejemplos no cabe duda de que la religión, sus miembros, sus ceremonias y su lenguaje han sido desde tiempo inmemorial un excelente material metafórico para muy variados usos. “Pá. Si a la niña le vais a dar un versículo, yo necesitaría una epístola” (el niño que se apunta a todas). “Pues ahora estamos reunidos la madre superiora y el capellán del convento, para decidir si os damos un versículo u os repartimos unas hostias”. José López Romero. 

viernes, 26 de mayo de 2017

VERGÜENZA

En la magnífica escena final de ‘Una lectora poco común’, Alan Bennett recrea una fiesta que la reina de Inglaterra, Isabel II, protagonista de esta novela corta, celebra por su octogésimo cumpleaños; fiesta a la que ha invitado a un buen nutrido grupo de políticos. Y haciendo gala de ese humor inglés, tan característico de Bennett, y seguramente que también de la reina, esta reduce a unos simples pero finos e irónico datos estadísticos su ya longevo reinado: “En más de cincuenta años hemos visto desfilar, y no digo hemos despedido —(risas)— a nueve primeros ministros, seis arzobispos de Canterbury, ocho presidentes de los Comunes y, aunque quizá no la consideren una estadística comparable, a cincuenta y tres perros corgi”. Y más adelante, cuando se centra la reina en esa afición, casi obsesión que en los últimos tiempos le ha entrado por la lectura, pregunta al su atento auditorio si alguien ha leído a Proust, solo cuenta la S.M. unas cuantas manos que se alzan sobre las conspicuas cabezas sobre las que recae el poder político de toda la nación: “ocho, nueve… diez”. No sin antes alguien preguntar “¿Quién?” al oír el apellido del célebre escritor de la magdalena. Un joven miembro del gabinete, lector de Proust, al ver que su primer ministro no tiene su brazo levantado, cree más conveniente no alzar el suyo “pues no le haría ningún bien”. Aunque Bennett ridiculice a este joven político por su miedo a caer en desgracia y arruinar así una prometedora carrera de cargos y prebendas (¡cuántos paniaguados no se atreven ni a levantar ni un solo dedo de sus manos por no molestar al político del que depende su vida y su hacienda!), la actitud del joven nos lleva también a considerar la vergüenza que pueden sentir muchos lectores en determinados círculos o situaciones en los que leer es poco menos que una actividad reprobable e incluso indigna. Hablar de libros puede convertirse en un acto vergonzante, toda una provocación a los ojos, tras de los cuales solo hay un cacho carne. José López Romero.   

sábado, 29 de abril de 2017

UN PRÉSTAMO

El otro día acudí a una entidad bancaria a pedir un préstamo. Me gusta más esta palabra que “crédito” porque así no me olvido de que los bancos no son más que al fin y al cabo unos prestamistas. Y cuando llegó el siempre espinoso y desagradable asunto de las garantías, saqué de una maleta que llevaba unos cuantos libros, lo más granado y selecto de mi biblioteca: clásicos en ediciones rigurosas, primeras ediciones de poetas contemporáneos, y hasta alguna novela del siglo pasado ya agotada. Mientras los iba poniendo encima de la mesa, noté que el cliente de la mesa de al lado (es lo bueno que tienen ahora las sucursales, que al no disponer de despachos, la privacidad es más bien escasa, por lo que los clientes pueden consolarse y resignarse en su paupérrima situación financiera), me observaba con cierta expectación (seguro que ya estaba intentando recordar los libros que tenía en su casa). El empleado, aunque con la misma amabilidad que durante toda la conversación había mantenido, me preguntó por lo que estaba haciendo. “No saque, por favor, más libros, caballero”, me dijo en un tono tan cortés como sorprendido, aunque percibí un matiz de incomodidad. La verdad es que le estaba llenando la mesa. “¿Y esto?”, me preguntó cuando di por finalizado mi trabajo. “Desde el siglo XII, caballero –le expuse- los libros eran considerados objetos comerciales y los prestamistas los aceptaban como garantía subsidiaria, como así lo afirma el gran Alberto Manguel en ‘Una historia de la lectura’ y recuerda Jorge Carrión en su libro ‘Librerías’. Así pues, yo vengo a pedir un préstamo y le pongo encima de la mesa (literal) mis libros más valiosos. Fíjese en este ‘Quijote’ de Crítica, o en estas ediciones de la RAE de las obras cervantinas. Mire, mire esta bella edición de las poesías completas de Antonio Colinas…”. “Pare, pare usted, caballero. Usted mismo lo ha dicho, los libros valían algo en el siglo XII, pero me temo que poco o nada valen ahora”. Y tal como los saqué, los fui metiendo en la maleta (el cliente de al lado me echó una mirada triste pero solidaria, se notaba su decepción). Y salí de aquella casa de préstamos sin un euro pero aliviado y contento. José López Romero.