Acabo de cruzarme por la
calle con dos bultos sospechosos, dos jóvenes (masculinos) que después de comer
sendas bolsas de patatas fritas o producto parecido han tirado los envases al
suelo, y después de beberse unas latas de otro producto propio de su edad, han
eructado y las latas han seguido el mismo camino que los envases de patatas. A
la vista de su atuendo y figura, la primera conclusión a la que llegué:
desconocen el invento papelera. O más exacto: lo conocen, pero a la que se han
encontrado en su camino, le habrán arreado una patada y la habrán tirado al
suelo, o es posible que la hayan quemado. Y estuve en un tris de acercarme a
ellos y preguntarles no por su actitud tan ciudadana, sino por los libros que
han leído. Pero de nuevo me asaltó la conclusión: ninguno. Y más: y si han
leído alguno, de muy poco les ha servido, o incluso es posible que lo hayan
quemado. ¿Juventud? La misma historia y la misma pedagogía buenista de la que
estamos hasta la punta del pelo (eufemismo) ¿Qué hacen esos especímenes más
propios de hace un millón de años, en un aula metidos durante seis horas los
cinco días de la semana escolar? Seguramente lo mismo que en la calle:
molestar, eructar, tirar las cosas al suelo del aula, del patio de su colegio, porque
no otra educación han tenido ni creo, por desgracia, que la vayan a mejorar.
¿Los profesores educadores? No, gracias. La educación se trae de casa,
incorporada a la mochila, a esa mochila de respeto, de ganas de trabajar, de
estudiar que antes nos inculcaban en casa nuestros padres. Preguntarles por los
suyos a estos bultos hubiera sido una temeridad, porque ya sabemos cómo se las
gastan estos seres primitivos cuando de los culpables de sus vidas se trata.
Pero no hay que hacer mucho esfuerzo para imaginárselos. Basta volver a ver
alguna película de la prehistoria para ver reflejado el ambiente familiar de
estos seres que aún no han evolucionado a personas. ¿Libros? Predicar en el
desierto. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 27 de octubre de 2017
viernes, 13 de octubre de 2017
016
El matrimonio formado por
Theobald y Luise llegan a casa. A ella se le han caído las bragas en plena
calle hasta asomar por las faldas, lo que ha provocado un considerable revuelo.
El marido no puede estar más disgustado, no por la honestidad de su mujer, sino
porque el suceso puede acarrearles el desprestigio social y con este la ruina
económica, más cuando él es un modesto funcionario y, al parecer, el emperador
se hallaba cerca de allí. La golpea con el bastón y la insulta: “Tengo la culpa
de tener una mujer así, una puerca, una fulana, una lunática”. Pero aquí no
queda la cosa. Los insultos y desprecios que Theobald le dirige a su esposa son
continuos a lo largo de esta obra, ‘Las bragas’, del escritor alemán Carl
Sternheim (reseñada en esta página). ¿Qué se puede esperar de un individuo que
confiesa hasta con orgullo que no lee nada en absoluto, que apenas piensa y que
no conoce a Shakespeare y muy superficialmente a Goethe? Y él mismo declara que
su filosofía de vida es tan cómoda como primitiva: “Mi vida va a durar setenta
años. Ciñéndome a mi conciencia adquirida, en ese lapso de tiempo puedo
disfrutar a mi manera de algunas cosas. Si quisiera para mí un pensamiento más
elevado… en mi difícil condición intelectual apenas habría conseguido interiorizarlo
en cien años”. Una aclaración muy pertinente: Sternheim escribió ‘Las bragas’ a
principios del siglo XX. Y sin embargo, ¡cúantos Theobald siguen existiendo
repartidos por el mundo! Especímenes que se regodean en su primitivismo
(Theobald alardea incluso de su fuerza física), más cercano a la prehistoria de
la humanidad: comer, beber, dormir y marcar territorio. Pero a los Theobald se
les ve venir. Mucho peores son los “tartufos” que bajo el aspecto del manso,
del hombre de pensamientos elevados esconden su verdadera naturaleza: la del
violento, la del maltratador. No hay día en que la fatídica estadística no
aumente con una víctima más de este terrible mal. Hace más de un siglo que
Sternheim escribió su obra, ¡qué poco hemos aprendido!. José López Romero.
viernes, 6 de octubre de 2017
EL INFIERNO DE RULO
En el ‘Sueño del
Infierno’ o, por otro nombre, ‘las zahúrdas de Plutón’, el gran Quevedo nos
presenta a un poeta que no hace más que maldecir al que inventó las consonantes
(la rima consonante), “Pues porque en un soneto dije que una señora era
absoluta, / y siendo más honesta que Lucrecia, / por dar fin al cuarteto la
hice puta”. No suelo prestarles atención a las canciones actuales, que siempre
tengo de fondo mientras conduzco. La mayoría, si no todas, adolecen de una
ramplonería y una vacuidad artística que algunas hasta estremecen y levantan el
vello. Pero el otro día y por pura casualidad, sin premeditación ni alevosía
(lo juro), me puse a escuchar la canción “Noviembre” perteneciente al grupo
‘Rulo y la contrabanda’. El primer cuarteto dice así: “¿Cómo voy a hacer que el
corazón no te duela / Si llevo años durmiendo abrazado a cualquiera? / ¿Cómo
voy a conseguir dejarme de vicios / Si tengo menos voluntad que tu abogado de
oficio?”. Enseguida se me vino a las mientes el texto de Quevedo. ¡Maldito
inventor de las consonantes! El pobre de Rulo no ha podido encontrar mejor
consonancia para sus “vicios” que a un pobre “abogado de oficio” que pasaba por
allí (por su inagotable inspiración) y encima, para completar el ripio, lo
tilda de poco esforzado en su trabajo. No hace falta que aquí comente, porque
basta con acercarse al colegio de abogados para informarse, la labor tan
desagradecida y escasamente remunerada que realizan a diario los abogados de
oficio. Además de que tras cada uno de ellos hay una persona que se ha
esforzado en sacarse un título universitario, que ahora ejerce con más penas y
con tan poca gloria como escaso reconocimiento en los juzgados. ¿Y quién es
Rulo? ¿qué mérito tiene si no es el único ser perpetrador de malas consonantes?.
Para Quevedo, un serio y seguro candidato a su infierno. José López
Romero.
viernes, 29 de septiembre de 2017
LAS COMPARACIONES...
Hace ya un tiempo escribí
un artículo en el que comentaba cómo en la lectura simultánea de varios libros
(soy de esos lectores múltiples), unos se agrandaban, se agigantaban, o tomaban
exacta medida de su calidad, en comparación con otros, que se achicaban,
menguaban o tomaban exacta medida de su mediocridad. No me acuerdo ahora cuáles
fueron los libros o autores comparados en aquella ocasión, pero las lecturas
que he ido haciendo desde entonces han confirmado esta teoría o impresión que
tuve en aquel momento. Entre los que no resistirían ni una mínima comparación
yo pondría sin duda la novela sentimentaloide de Siri Hustvedt titulada ‘Un
verano sin hombres’, o ‘Zonas húmedas’ de Charlotte Roche, un delirante relato
de una grosería totalmente gratuita. A estas dos obras y autoras, incorporaría
una de mis últimas lecturas: ‘La gente feliz lee y toma café’ de Agnès
Martin-Lugand (reseñado en esta página). ¿Tres mujeres? Tres autoras cuyas
obras menguan hasta la vulgaridad, si las comparamos con otras tres mujeres,
para que nadie demasiado suspicaz nos pueda acusar de nada. Cojo con una mano
la novela de Hustvedt y en la otra ‘La señora Dalloway’ de Virginia Wolf y noto
cómo la primera va menguando, mientras que la segunda aumenta su tamaño; y lo
mismo pasa cuando tomo de la estantería ‘Zonas húmedas’ y en la otra mano
sostengo ‘Nada se opone a la noche’ de Delphine de Vigan (que incluso gana
altura en comparación con otra de sus novelas ‘Las horas subterráneas’). Ha
dado la casualidad de que simultáneamente haya leído la obra de Martin-Lugand y
los cuentos de Cristina Fernández Cubas. Quien haya pasado por mi misma
experiencia lectora seguro que habrá exclamado “¡No hay color!”. En efecto. Y
volviendo a mi teoría: ‘La gente feliz lee y toma café’ se va empequeñeciendo,
encogiendo a medida que uno va leyendo los textos de Fernández Cubas, que se
van agrandando, aumentando de tamaño; es decir, cada uno adquiere su exacta
categoría literaria. La originalidad de los cuentos de Fdez. Cubas, la calidad
del estilo, la estructura de los relatos, cómo lleva al lector por laberintos y
pasadizos psicológicos de sus personajes, con ese punto inquietante que lo
mantiene en un tenso vilo la convierten en uno de los mejores escritores, en mi
opinión, del panorama actual español. Nada que envidiar a los mejores cuentos
hispanoamericanos. En cambio, la novela de Martin-Lugand es un refrito de un
puñado de situaciones tópicas o clichés cuyo argumento ya hemos visto hasta la
saciedad en las películas romanticoides americanas. Y encima con ínfulas
líricas del tipo “hundió sus ojos en los míos”, que repite varias veces. Un
elenco de personajes que responden perfectamente a lo que se espera de ellos:
los amables y acogedores caseros irlandeses, el tipo duro y sufridor, la
perversa de su novia, el amigo gay que se tiraría hasta al tipo duro… Eso sí,
fuman como carreteros; quizá por ello a la señorita de la portada le han
cambiado el libro por el cigarrillo, por lo que no parece muy feliz. Lo mismo
es porque se le ha acabado el café o, peor aún, está leyendo ‘La gente feliz
lee y toma café’. ¡Horror! José López Romero.
domingo, 10 de septiembre de 2017
LECTURAS DE VERANO V
Las palabras de la noche
Natalia
Ginzburg. Pre-textos, 2001
Después
de leer ‘Querido Miguel’, aquí reseñada hace unas semanas, no podía por menos
que dedicar otro rato de lectura a la obra de Natalia Ginzburg, escritora que
con ese estilo sencillo, tan difícil de lograr, parece como si nos contara sus
historias familiares reunidos en torno a una mesa camilla. En ‘Las palabras de
la noche’ nos lleva Ginzburg a un pueblo italiano para contarnos, de la mano de
Elsa, narradora y protagonista, sus relaciones con Tommasino, la mala salud de
hierro de su madre, cuya obsesión es casar a su hija, y sobre todo las vidas de
la familia del viejo Balotta, propietarios de una fábrica de tejidos, que le da
de comer a casi todo el pueblo, y las consecuencias de la Segunda Guerra
Mundial. Un desfile de personajes a los que Ginzburg, en sus propias palabras,
“ha llegado a amarles como si fueran reales”. J.L.R.
El
arte de la distorsión
Juan
Gabriel Vásquez. Alfaguara, 2009
Hace
unas semanas fue ‘El arte de la novela’ de Milan Kundera, y hoy traemos a esta
sección ‘El arte de la distorsión’ de J.G. Vásquez: una colección de textos
que, al igual que el libro de Kundera, el escritor colombiano ha reunido en los
que reflexiona sobre obras y autores; reflexiones siempre interesantes y muy
aleccionadoras cuando se trata de un escritor, Vásquez, tan lúcido en muchas de
sus apreciaciones. Desde su visión de ‘Cien años de soledad’, pasando por ‘El
corazón en las tinieblas’ de Joseph Conrad y por los diarios de Julio Ramón
Ribeyro (magníficos), hasta llegar al libro ‘Hiroshima’ de Hersey que tradujo,
Vásquez nos ofrece una serie de trabajos que van de la crítica literaria, a los
datos biográficos de autores, para terminar en la denuncia de una bomba atómica
que pudo perfectamente evitarse. Vásquez sigue sin defraudarnos. J.L.R.
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