Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

jueves, 24 de mayo de 2018

LAPSUS


“Se dice que cuando Eva Perón visitó España en 1947 un conocido periódico madrileño hubo de retirar a toda prisa la edición porque un pie de foto en el que se había escrito “Eva Perón frunce el ceño” acabó convertido en “Eva Perón frunce el co…”. Esta es la primera anécdota que nos cuenta José Luis Melero al inicio de un breve artículo titulado “Erratas” incluido en su ‘La vida de los libros’, magnífico ensayo como lo son también ‘Escritores y escrituras’ y ‘El tenedor de libros’ (muy recomendables los tres para todo lector que se interese por los azares más delirantes de autores y textos). Y en una sola página que ocupa el artículo, Melero nos va contando anécdotas a cual más divertida sobre esos errores o erratas tipográficas que se suelen cometer de forma involuntaria, o quizá no tanto habida cuenta de cómo se las gastaba la gran dama argentina. De “maldición de los escritores” las define Melero, pero lo cierto es que desde que se inventó la imprenta, y si me apuran desde los principios de la escritura, las erratas forman parte consustancial de toda publicación e incluso ellas mismas terminan por convertirse en libro, al modo de los repertorios de barbaridades de los exámenes de Selectividad, o al menos en artículos como el de Melero. Ya hemos visto cómo el cambio de una grafía puede hacer que se retire toda le edición de un periódico por la transformación en el significado que sufre la oración entera, pero si esto por anecdótico llega a ser hasta divertido, menos gracia, por no decir, ninguna, tienen las faltas de ortografía gratuitas de que algunos libros están plagados. ¿Culpa? En primer lugar y sin duda del autor. Me comentaba hace unas semanas un escritor famoso que el corrector que le tiene asignado su editorial era realmente escrupuloso en su trabajo y le llenaba las galeradas de rojo, no solo por alguna falta de la que nadie está libre, sino por expresiones que podían ser poco inteligibles para ciertos lectores; y sin embargo, en una novela no se dio cuenta de que en una escena el nombre de un personaje no se correspondía con el que el autor le había dado a lo largo de la narración. El escritor había cambiado el nombre del personaje pero se le había olvidado en aquellas páginas que pasaron desapercibidas para el corrector, menos para un lector amigo que le avisó de la errata. Contar con un corrector de cabecera no es habitual salvo en las grandes editoriales; es más, parece como si el descuido o despreocupación por la ortografía, uno de los males del actual sistema educativo, se haya extendido a las publicaciones de todo tipo. Un ejemplo: ahora estoy leyendo un libro de poemas cuya introducción y textos líricos están plagados de erratas ortográficas imputables todas a la persona que ha hecho el estudio previo y ha cuidado (o descuidado) los poemas, licenciada o incluso doctora en Filología para más descrédito. Si “las faltas de ortografía son el mal aliento de la escritura”, como dice el hidalgo disoluto de Héctor Abad Faciolince, algunos libros padecen de halitosis crónica. José López Romero.


domingo, 20 de mayo de 2018

NUESTRA PRÓXIMA NOVELA: "LA CIUDAD QUE NO SUEÑA"


PRESENTACIÓN: 
Día: jueves, 7 de junio. 
Hora: a las 21:00 horas
Lugar: Claustros de Santo Domingo.

El 6 de mayo de 1943, el General Franco visita Jerez de la Frontera. Alrededor de esta visita, los autores de LA CIUDAD QUE NO SUEÑA desarrollan una trama sobre el negocio de libros antiguos. El crimen de un modesto impresor, miembro de un órgano creado por el Régimen para requisar libros y papeles subversivos, será el detonante de una historia trepidante, verosímil y bien documentada. En estas páginas el lector se encontrará, además, con algunos de los personajes destacados que han hecho de Jerez la ciudad que hoy es: Manuel Esteve, Julián Pemartín, el Marqués de Villapanés o Soto Molina, entre otros.

jueves, 17 de mayo de 2018

CIEGO


“¿Adónde nos llevas, ciego?”. Recuerdo que con esta frase el pueblo polaco mostró su desprecio, y quizá también su miedo, cuando el general Jaruzelski impuso la ley marcial en el país (13 de diciembre de 1981- 22 de julio de 1983), con el fin de acabar con las revueltas sociales dirigidas por el sindicato Solidaridad de Lesch Walesa. Y no es que fuera ciego el militar, sino que usaba gafas con unos gruesos cristales ahumados que le daban esa apariencia. Y cada vez que me acuerdo de la frase, pintada en las paredes de toda Varsovia, siempre la relaciono con el ‘Lazarillo’ y las enseñanzas que recibió de su primer amo, el ciego. Todo un símbolo de que un ciego no puede enseñar el buen camino a un niño, de que no se puede aprender nada bueno de quien necesita ser dirigido, del que no ve. Jaruzelski era, para sus paisanos polacos, ese ciego que por la fuerza quería dirigir una nación, sin distinguir siquiera el camino correcto. Y yo, que por circunstancias familiares, he mantenido contacto directo con personas invidentes, puedo asegurar que si les falta un sentido, lo suplen a la perfección con una mayor agudización de los demás. Ser ciego, a pesar de la tradición literaria, no es hoy, ni tampoco ayer, motivo para incapacitar a una persona para dirigir a un país. Calificar al militar golpista de ciego en aquella frase, más tenía de crítica hacia su comportamiento político (ciego ante unos acontecimientos que el tiempo confirmó imparables), que de un insulto a su aparente discapacidad. El ciego del ‘Lazarillo’ no deja de ser un tipo literario, es decir, un modelo o ejemplo de esa enorme masa popular que pedía limosna por todas las ciudades de España en aquellos siglos del imperio, muchos de ellos inválidos por las inacabables guerras. O también podría ser que sus padres lo hubieran cegado a corta edad para mover a mayor compasión limosnera. Sea como fuere, Lázaro de Tormes aprendió de su primer maestro a valerse por sí mismo y a desconfiar de todos, incluso de alguien que no veía pero que le enseñó a base de golpes, lágrimas y hambre. La buena enseñanza no depende de la ceguera física, sino de la integridad moral, ¡a cuántos políticos de hoy habría que gritarles “¿Adónde nos llevas, ciego?!”. José López Romero.

viernes, 27 de abril de 2018

B.A.E.


El 25 de enero de 1856 Cándido Nocedal, a la sazón miembro del Partido Moderado, presentaba en el Congreso de los Diputados una proposición: el gasto a cargo del presupuesto del Ministerio de Fomento de 400.000 reales para la compra de ejemplares de la Biblioteca de Autores Españoles (B.A.E.), que serían repartidos entre los centros de enseñanza de todo el país. Argumentaba dicha inversión el político en los siguientes términos: “mientras haya en el mundo un resto de buen gusto, mientras haya amor a las letras, mientras haya afición al estudio, no se borrarán jamás nuestros monumentos literarios. Allí donde no llega nuestra espada, allí donde no alcanza nuestra influencia política, allí llegará el nombre glorioso e inmortal de Cervantes y de Lope, de Calderón y Quevedo. En vano es que se hayan borrado nuestras conquistas; no por eso ha desaparecido nuestra nacionalidad, porque no estaba en nuestras conquistas ni en nuestras influencias: estaba en nuestros monumentos literarios”. Tenía claro Nocedal o, al menos, se puede deducir de sus últimas palabras que la cultura de un país es lo que realmente lo identifica como nación y, por ello, es responsabilidad de los políticos preservar y proteger cualquier manifestación cultural, en este caso la célebre Biblioteca de Autores Españoles, como medio de difusión de nuestros clásicos, esos escritores por los que somos conocidos en todo el mundo. Al mismo tiempo, con aquella subvención o compra de ejemplares se mejoraba la economía de la editorial de Manuel Rivadeneyra, que publicaba la colección y que no atravesaba por sus mejores  momentos. Hoy, todas las campañas de fomento o animación a la lectura, desprovistas ya de ese matiz patriótico tan del gusto decimonónico, tienen como fin la mejora de la competencia lectora especialmente de niños y jóvenes, cuyos índices de lectura por sus bajos porcentajes llegan a producir cierta alarma entre las autoridades culturales y docentes. Pero ¿hay alguna iniciativa que podamos comparar con aquella del diputado Nocedal? Es ya una resignada afirmación de que cuando faltan o escasean los dineros públicos, los grandes damnificados son los proyectos culturales, que de inmediato pasan a los cajones de los políticos sin muchos remordimientos de conciencia; y así, en los centros educativos desde hace sus buenos años no se reciben ni libros ni una dotación especial para su compra, con lo que las modestas bibliotecas escolares se nutren o con cargo al presupuesto general del centro, cada vez más menguado, o con la aportación de las sufridas Ampas. Dicho de otro modo, las campañas de animación a la lectura, presentadas a bombo y platillo, dependen de la voluntad, gratia et amore, de los que en ellas participan; y en las aulas, de los profesionales que a pesar de los escasos medios, no dejan de predicar en el desierto las bondades de la lectura a un público cada vez más desafecto a ella. Hoy, como a mediados del siglo XIX, podemos seguir pensando, al igual que Cándido Nocedal, que en la cultura residen las señas de identidad de una nación, y en los niveles de lectura un elocuente indicador de aquella. Leer el discurso de aquel político moderado en la sesión del 25 de enero de 1856, es un ejercicio muy recomendable para los políticos de hoy. José López Romero.


viernes, 20 de abril de 2018

EL MÉTODO


“-Pá. Ya sé cómo nos vamos a hacer ricos”. Mi hijo siempre preocupado por los aspectos espirituales de la vida. “Ya sabes que ahora me ha dado por las novelas policiacas” (¡claro que lo sé! La madre, una blanda, no para de comprarle novelitas al niño). “Y después de unas diez que llevo, el método es el mismo, y como dice mamá: conocido el método… Pues bien, lo primero, el muerto, lo segundo el detective o policía, o mejor, una pareja de ellos, después la trama, y si esta es por intereses económicos o políticos, perfecto, y completan los personajes los típicos y siniestros asesinos a sueldo y los cabecillas cínicos y despiadados; desenlace final y a forrarnos”. Un discurso que, como puede comprobarse, desprendía literatura por todos sus poros. Y aunque parte de razón no le falta a mi hijo en lo que al método se refiere, porque buena parte del género negro está cortado por el mismo patrón, la categoría literaria de unos y otros autores marca la diferencia entre una buena novela y otras que podemos tirar a la basura sin remordimiento alguno. No es lo mismo, ni comparable, un González Ledesma que un Stieg Larsson. Y en esto de lo policiaco ha sido tanto el furor de la moda que todos (y cuando digo “todos” me refiero al género humano y no sé si incluir también al animal, porque hay novelas por ahí que no son humanas) se han lanzado a la frenética carrera de escribir un relato negro, y así han salido algunos. De tal manera que no hay país casi en el mundo que no tenga un buen elenco de escritores dedicados a la novela policiaca.  Por mi parte, también debo entonar el “mea culpa”, aunque compartido con mi amigo y compañero de página, Ramón Clavijo. “Bueno, y a todo esto, ¿a mí en qué me afecta “tu método” y tus ganas de forrarte?” “Pá, está claro. Yo pienso y tú ejecutas. Ya sabes, el principio universal de la idea y la acción.” “Entonces, si no he entendido mal, tú me cuentas la historia que te inventes y yo escribo la novela”. “Y vamos a 70-30. Ya estoy viendo la trilogía. Un pastizal, Pá.” “¿Y por dónde andas de la idea?”, “¡si empezamos con presión…!”. José López Romero.