Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

viernes, 15 de marzo de 2019

LA VIDA, LA OTRA


Quizá la viera anunciada en una revista, o en un escaparate o alguien, algún amigo (¿con mala intención?, ya sospechaba de todo) se la recomendara, lo cierto es que se compró aquella novela y a medida que iba leyéndola más se sorprendía del enorme parecido con su vida. La protagonista tenía un marido que se dedicaba a la misma profesión que el suyo, y dos hijos, un niño y una niña, que estaban en la misma edad escolar y practicaban los mismos deportes que los suyos; incluso estaba segura de que había escenas que ella había vivido. Su vida diaria parecía un calco de la protagonista de la ficción. Más de una vez, durante la lectura, se había asomado a la ventana para ver si alguien la espiaba desde otra ventana próxima, como aquella película de Hitchcock. Buscó en Internet a su autor y nada parecía que tuvieran en común, ni siquiera una amistad compartida que le sirviera de fuente de información; ¡imposible!, se decía, más cuando se describían escenas de una intimidad difícilmente conocida por alguien ajeno. Recordó que ya algunos escritores habían tenido problemas con amigos y familiares por basar sus relatos en ellos; sin ir más lejos James Salter perdió a unos amigos porque estos se vieron muy retratados, casi desnudos en su novela ‘Años luz’, y que el mismísimo Vargas Llosa tuvo problemas con su primera mujer, Julia Urquidi, que además era su tía, porque esta se vio demasiado reflejada en la protagonista de ‘La tía Julia y el escribidor’, por lo que incluso respondió al escritor con un libro titulado ‘Lo que Varguitas no dijo’. Un día al saber que el autor acudiría a la firma de ejemplares en una librería céntrica, se acercó hasta allí y cuando le tocó el turno, le espetó: “Te maldigo porque solo me has hecho vivir la vida real, pero no mis sueños, y esto es lo que debe hacer también la literatura, hacerle soñar al lector, hacerle vivir su vida, pero también la otra”. José López Romero.

sábado, 9 de febrero de 2019

LA UTILIDAD DE LO INÚTIL


Los que hemos dedicado toda nuestra vida académica, a mucha honra y satisfacción, a explicar los saberes inútiles, hemos tenido que aguantar durante años la preguntita de marras que tarde o temprano se le ocurría a uno de esos escolares entre cuyas virtudes no se encontraban la brillantez y el entendimiento despierto: “¿y esto para qué sirve?”. Una pregunta cuya sorna se hacía más frecuente y virulenta, y por ello más hiriente, en asignaturas como el latín y el griego, lenguas que además sufrían el apelativo de “muertas”. De este vilipendio saben mucho mis queridos amigos Juan Cienfuegos y Paco Antonio García Romero, excelentes profesores de ambas disciplinas y hombres cuya dedicación a ellas es digna de todo encomio. Incluso en alguna que otra ocasión, otro de esos alumnos aventajados en el arte de la ignorancia y la vacuidad intelectual, me ha llegado a insinuar que la Literatura es una materia más propia del género femenino, por lo que no la aprobaba no fuera a ser que se viera menoscabada su masculinidad, que aquel mastuerzo solo localizaba en su entrepierna, sin entender siquiera que ser hombre es mucho más que nacer con unos atributos. Pues bien, y como todos necesitamos a veces un cañonazo de autoestima, no he encontrado en los últimos tiempos mejor medicina, respuesta más acertada a la preguntita antes citada que el libro titulado “La utilidad de lo inútil” del profesor Nuccio Ordine (editorial Acantilado), al que subtitula “manifiesto” porque no deja de ser una excelente defensa de los estudios a los que se han dedicado los humanistas que a lo largo de los siglos desde que el hombre tiene conciencia de su capacidad intelectual, y que han ocupado su vida en el desarrollo de las artes, en todos esos conocimientos que no tienen al dinero o a la utilidad práctica como único objetivo y propósito. Saberes que han engrandecido al ser humano porque una pintura, una escultura o un poema,  por poner solo tres ejemplos, no pueden cifrarse en dinero porque su valor es incalculable. Muchos de ellos, de los que Ordine va repasando sus opiniones, sus pensamientos sobre este asunto, desprecian el dinero por corromper lo que más acerca al hombre a Dios: su poder de crear la belleza. No falta tampoco la crítica, bastante dura, a la universidad convertida esta en una empresa, los estudiantes en clientes y los profesores en simples burócratas. Termina Ordine su libro con la reimpresión del artículo titulado “la utilidad de los conocimientos inútiles” que publicara en 1939 el profesor Abraham Flexner, en el que se da cuenta de cómo la inutilidad de investigar por investigar ha llevado al hombre a descubrir e inventar cosas tan útiles que ahora seríamos incapaces de vivir sin ellas. Reproduzco un fragmento del dramaturgo Ionesco recogido en el libro: “Mirad las personas que corren afanosas por las calles. No miran ni a derecha ni a izquierda, con gesto preocupado, los ojos fijos en el suelo como los perros. Se lanzan hacia adelante, sin mirar ante sí, pues recorren maquinalmente el trayecto, conocido de antemano. En todas las grandes ciudades del mundo es lo mismo. El hombre moderno, universal, es el hombre apurado, no tiene tiempo, es prisionero de la necesidad, no comprende que algo pueda no ser útil; no comprende tampoco que, en el fondo, lo útil puede ser un peso inútil, agobiante. Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte. Y un país en donde no se comprende el arte es un país de esclavos o de robots, un país de gente desdichada, de gente que no ríe ni sonríe, un país sin espíritu; donde no hay humorismo, donde no hay risa, hay cólera y odio.” Pregunta contestada. José López Romero.


viernes, 1 de febrero de 2019

TARDE


El pasado verano experimenté una sensación nueva (¡ya a mis años!) con respecto a la lectura (¡no se den tan pronto a la imaginación!). Cuando acabé tres novelas, las tres excepcionales, “El azar y viceversa” de Felipe Benítez Reyes, “Galíndez”, de Manuel Vázquez Montalbán, y “El día del juicio”, de Salvatore Satta, noté que quizá había llegado tarde a estas tres obras. De inmediato me consolé con el socorrido refrán: “más vale tarde que nunca”. Y ya más en frío me fui dando cuenta de que con otros libros y autores quizá había llegado demasiado temprano. Un ejemplo, “El Mercurio” de José María Guelbenzu fue una novela que leí demasiado pronto para mis capacidades lectoras; no entendí nada. Mucho más tarde, me reconcilié con el autor, aunque de forma más liviana, con la lectura de la segunda entrega que tiene como protagonista a la jueza De Marco, “La muerte viene de lejos”. No soy lector de novedades, a menos que haya una recomendación muy viva y fiable por medio, e incluso en este caso suelo enfriar la primera excitación por unos meses, para que el libro se oxigene un poco, y al final lo que suele pasar: se terminan por meter otros libros hasta llegar a olvidar los recomendados. La verdad es que de “El azar y viceversa” apenas han pasado dos años desde su primera edición (2016), unos ocho desde la publicación por Anagrama de “El día del juicio” (2010), pero la de “Galíndez” data de ¡1990! Y hasta hace unos meses no he podido disfrutar de sus lecturas. Y lo peor de toda esta reflexión no es el darte cuenta de la tardanza con que he llegado a estas novelas, sino de la cantidad de libros a los que ya empiezo a llegar también tarde, y más agobiante aún, a los que no podré ya leer. Parafraseando a Borges en un poema muy a propósito de lo que estoy escribiendo, diría: “este otoño he cumplido sesenta y dos años, la muerte me desgasta incesante”.  Menos mal que, según información digna de todo crédito, por ahí arriba (o por abajo), hay una biblioteca que regenta un tal Jorge de Burgos ¡Y no se rían!. José López Romero.


viernes, 25 de enero de 2019

MESSI Y LAS BIOGRAFÍAS


Cuando se publicó una de las primeras biografías del gran Lionel Messi, este apenas contaba veintitrés años, y lo primero que se me vino a la cabeza es si a tan corta edad ya daban sus andanzas por la vida para todo un libro, más teniendo en cuenta que no constaba que hubiera padecido hambre o necesidad en su infancia, ni hubiera tenido unos años adolescentes plagados de problemas; todo se reducía a sus primeros equipos en su Argentina natal, a su fichaje por el F.C. Barcelona y a los problemas de crecimiento que tuvo. Poco más. ¿Para un libro y de 288 páginas? Mucha imaginación tuvo que echarle el autor. Ya se sabe, los dioses y los santos tienen estas cosas. Más de dos siglos antes Leandro Fernández de Moratín, en su famosa comedia ‘El sí de las niñas’ (obra que bien merece una revisión periódica para darnos cuenta de dónde venimos y del camino ya afortunadamente andado en determinados asuntos, al menos en ciertas culturas), ridiculizaba hasta la exageración ese gusto desmedido de algunos por el género biográfico. Dª Irene, la madre de la casadera Dª Paquita, para hacer gala de su prosapia, de sus hombres ilustres (aunque familia venida a menos) y de la buena y cristiana educación de su hija, cita a modo de ejemplo a fray Serapión de San Juan Crisóstomo, electo obispo de Mechoacán, que murió en “olor de santidad” (magnífico el dardo en la palabra que Fernando Lázaro Carreter dedica a la distinción entre “olor de santidad” y “loor u olor de multitud”), y al que un familiar le está escribiendo una biografía de la que ya lleva nueve tomos, que recoge –como aclara la propia Dª Irene- los primeros nueve años del santo varón, porque el propósito del autor es dedicar un tomo por año de vida a quien vivió la friolera de ¡ochenta y dos años, tres meses y catorce días! “¿Quién sabe –suspira Dª Irene- que el día de mañana no se imprima, con el favor de Dios?” A lo que sentencia su interlocutor, el circunspecto D. Diego: “Sí, pues ya se ve. Todo se imprime”. ¿Todo se imprime o se imprimía en aquellos tiempos de la Ilustración? Pocos años antes de la redacción y estreno de ‘El sí de las niñas’, ya se había publicado la enorme ‘Enciclopedia’ de Denis Diderot y Jean le Rond d'Alembert, y casi un siglo antes ya la RAE había publicado la primera edición del Diccionario de Autoridades, por poner dos ejemplos de grandes obras llevadas a las prensas, y  aunque no comparables en ningún aspecto con la biografía de fray Serapión. En estos nuestros tiempos y con cierta periodicidad aparece alguien por los medios quejándose del exceso de publicaciones, de que apenas el mercado y los consumidores dan abasto para absorber un pequeño porcentaje de todo lo que se publica, sea ficción, ensayo, revistas, por no decir poesía. Y sin embargo, las editoriales siguen su frenética carrera de novedades, muchas de las cuales, nos tememos, no cubren ni los gastos de edición, por no hablar de promoción y publicidad. ¿Editar ahora, en la edad de Internet, enciclopedias? A nadie se le ocurre, porque ni para librerías de viejo. La biografía de fray Serapión tuvo su momento, cuando al decir de D. Diego, todo se imprimía. Hoy el santo varón sería carne, en el mejor de los casos, de wikipedia. ¿Y Messi? Va camino de un tomo por año. Es lo que tienen los dioses y los santos. José López Romero.

viernes, 18 de enero de 2019

SUELTOS


Permítanme que les ponga en situación. Una chica cruza un semáforo y a la espera queda un coche con dos jóvenes dentro, y cuando la primera pasa y arranca de nuevo el vehículo, el copiloto le lanza un beso que encierra toda esa lascivia burda, soez y casposa, esa voz interior de la manada que termina siempre por aflorar en ciertos especímenes de la zoología humana. Y mi primera pregunta fue ¿tendrá madre, hermana y le gustaría que le dedicaran ese gesto?, y la segunda, por deformación de lector sin remedio: ¿qué lee ese bulto? Y mi respuesta o conclusión a esta es siempre la misma: afortunadamente, nada. Y digo “afortunadamente” porque nada gana la literatura o la cultura en general con que los ojos de ese individuo se posen en alguna página; todo lo contrario, la literatura perdería porque la mancharía. Mucho antes de que el Renacimiento y el hombre humanista, hicieran más accesible el libro a través de la imprenta, ya los grandes intelectuales de la Edad Media consideraban el libro como un bien que dignificaba al ser humano, que elevaba sobre los demás a aquellos que tenían la destreza de leer y escribir, como así lo certifican grandes intelectuales de nuestro tiempo como Jacques Le Goff o E. R. Curtius y tantos otros. Yo no quiero que ese individuo, el del beso baboso y repulsivo (“como el vientre viscoso y frío de un sapo”) lea, ni me gustaría siquiera que leyese este artículo, aunque solo fuera para reconsiderar su actitud y censurarse el gesto, no creo en ello. Hay edades o etapas en la vida de una persona en las que se deben hacer ciertas cosas, y cuando se pasa esa edad ya no hay remedio. Y está claro que nada vamos a sacar ya de un cerebro que no fue educado en su momento para la lectura, para que los libros le enseñen el respeto a los demás y las más mínimas normas de urbanidad. Rechazo, por supuesto, pero también preocupación. Como padre de una chica, me preocupa que elementos como esos anden sueltos. José López Romero.