Quizá la viera anunciada
en una revista, o en un escaparate o alguien, algún amigo (¿con mala
intención?, ya sospechaba de todo) se la recomendara, lo cierto es que se
compró aquella novela y a medida que iba leyéndola más se sorprendía del enorme
parecido con su vida. La protagonista tenía un marido que se dedicaba a la
misma profesión que el suyo, y dos hijos, un niño y una niña, que estaban en la
misma edad escolar y practicaban los mismos deportes que los suyos; incluso
estaba segura de que había escenas que ella había vivido. Su vida diaria
parecía un calco de la protagonista de la ficción. Más de una vez, durante la
lectura, se había asomado a la ventana para ver si alguien la espiaba desde
otra ventana próxima, como aquella película de Hitchcock. Buscó en Internet a
su autor y nada parecía que tuvieran en común, ni siquiera una amistad
compartida que le sirviera de fuente de información; ¡imposible!, se decía, más
cuando se describían escenas de una intimidad difícilmente conocida por alguien
ajeno. Recordó que ya algunos escritores habían tenido problemas con amigos y
familiares por basar sus relatos en ellos; sin ir más lejos James Salter perdió
a unos amigos porque estos se vieron muy retratados, casi desnudos en su novela
‘Años luz’, y que el mismísimo Vargas Llosa tuvo problemas con su primera
mujer, Julia Urquidi, que además era su tía, porque esta se vio demasiado
reflejada en la protagonista de ‘La tía Julia y el escribidor’, por lo que
incluso respondió al escritor con un libro titulado ‘Lo que Varguitas no dijo’.
Un día al saber que el autor acudiría a la firma de ejemplares en una librería
céntrica, se acercó hasta allí y cuando le tocó el turno, le espetó: “Te
maldigo porque solo me has hecho vivir la vida real, pero no mis sueños, y esto
es lo que debe hacer también la literatura, hacerle soñar al lector, hacerle
vivir su vida, pero también la otra”. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 15 de marzo de 2019
sábado, 9 de febrero de 2019
LA UTILIDAD DE LO INÚTIL
Los que hemos dedicado
toda nuestra vida académica, a mucha honra y satisfacción, a explicar los
saberes inútiles, hemos tenido que aguantar durante años la preguntita de
marras que tarde o temprano se le ocurría a uno de esos escolares entre cuyas
virtudes no se encontraban la brillantez y el entendimiento despierto: “¿y esto
para qué sirve?”. Una pregunta cuya sorna se hacía más frecuente y virulenta, y
por ello más hiriente, en asignaturas como el latín y el griego, lenguas que además
sufrían el apelativo de “muertas”. De este vilipendio saben mucho mis queridos
amigos Juan Cienfuegos y Paco Antonio García Romero, excelentes profesores de
ambas disciplinas y hombres cuya dedicación a ellas es digna de todo encomio.
Incluso en alguna que otra ocasión, otro de esos alumnos aventajados en el arte
de la ignorancia y la vacuidad intelectual, me ha llegado a insinuar que la
Literatura es una materia más propia del género femenino, por lo que no la
aprobaba no fuera a ser que se viera menoscabada su masculinidad, que aquel
mastuerzo solo localizaba en su entrepierna, sin entender siquiera que ser
hombre es mucho más que nacer con unos atributos. Pues bien, y como todos
necesitamos a veces un cañonazo de autoestima, no he encontrado en los últimos
tiempos mejor medicina, respuesta más acertada a la preguntita antes citada que
el libro titulado “La utilidad de lo inútil” del profesor Nuccio Ordine
(editorial Acantilado), al que subtitula “manifiesto” porque no deja de ser una
excelente defensa de los estudios a los que se han dedicado los humanistas que
a lo largo de los siglos desde que el hombre tiene conciencia de su capacidad
intelectual, y que han ocupado su vida en el desarrollo de las artes, en todos
esos conocimientos que no tienen al dinero o a la utilidad práctica como único
objetivo y propósito. Saberes que han engrandecido al ser humano porque una
pintura, una escultura o un poema, por
poner solo tres ejemplos, no pueden cifrarse en dinero porque su valor es
incalculable. Muchos de ellos, de los que Ordine va repasando sus opiniones,
sus pensamientos sobre este asunto, desprecian el dinero por corromper lo que
más acerca al hombre a Dios: su poder de crear la belleza. No falta tampoco la
crítica, bastante dura, a la universidad convertida esta en una empresa, los
estudiantes en clientes y los profesores en simples burócratas. Termina Ordine
su libro con la reimpresión del artículo titulado “la utilidad de los
conocimientos inútiles” que publicara en 1939 el profesor Abraham Flexner, en
el que se da cuenta de cómo la inutilidad de investigar por investigar ha
llevado al hombre a descubrir e inventar cosas tan útiles que ahora seríamos
incapaces de vivir sin ellas. Reproduzco un fragmento del dramaturgo Ionesco
recogido en el libro: “Mirad las personas que corren
afanosas por las calles. No miran ni a derecha ni a izquierda, con gesto
preocupado, los ojos fijos en el suelo como los perros. Se lanzan hacia
adelante, sin mirar ante sí, pues recorren maquinalmente el trayecto, conocido
de antemano. En todas las grandes ciudades del mundo es lo mismo. El hombre
moderno, universal, es el hombre apurado, no tiene tiempo, es prisionero de la
necesidad, no comprende que algo pueda no ser útil; no comprende tampoco que,
en el fondo, lo útil puede ser un peso inútil, agobiante. Si no se comprende la
utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte. Y un
país en donde no se comprende el arte es un país de esclavos o de robots,
un país de gente desdichada, de gente que no ríe ni sonríe, un país sin
espíritu; donde no hay humorismo, donde no hay risa, hay cólera y odio.”
Pregunta contestada. José López Romero.
viernes, 1 de febrero de 2019
TARDE
El pasado verano
experimenté una sensación nueva (¡ya a mis años!) con respecto a la lectura
(¡no se den tan pronto a la imaginación!). Cuando acabé tres novelas, las tres
excepcionales, “El azar y viceversa” de Felipe Benítez Reyes, “Galíndez”, de Manuel
Vázquez Montalbán, y “El día del juicio”, de Salvatore Satta, noté que quizá
había llegado tarde a estas tres obras. De inmediato me consolé con el
socorrido refrán: “más vale tarde que nunca”. Y ya más en frío me fui dando
cuenta de que con otros libros y autores quizá había llegado demasiado
temprano. Un ejemplo, “El Mercurio” de José María Guelbenzu fue una novela que
leí demasiado pronto para mis capacidades lectoras; no entendí nada. Mucho más
tarde, me reconcilié con el autor, aunque de forma más liviana, con la lectura
de la segunda entrega que tiene como protagonista a la jueza De Marco, “La
muerte viene de lejos”. No soy lector de novedades, a menos que haya una
recomendación muy viva y fiable por medio, e incluso en este caso suelo enfriar
la primera excitación por unos meses, para que el libro se oxigene un poco, y
al final lo que suele pasar: se terminan por meter otros libros hasta llegar a
olvidar los recomendados. La verdad es que de “El azar y viceversa” apenas han
pasado dos años desde su primera edición (2016), unos ocho desde la publicación
por Anagrama de “El día del juicio” (2010), pero la de “Galíndez” data de
¡1990! Y hasta hace unos meses no he podido disfrutar de sus lecturas. Y lo
peor de toda esta reflexión no es el darte cuenta de la tardanza con que he
llegado a estas novelas, sino de la cantidad de libros a los que ya empiezo a
llegar también tarde, y más agobiante aún, a los que no podré ya leer.
Parafraseando a Borges en un poema muy a propósito de lo que estoy escribiendo,
diría: “este otoño he cumplido sesenta y dos años, la muerte me desgasta
incesante”. Menos mal que, según
información digna de todo crédito, por ahí arriba (o por abajo), hay una
biblioteca que regenta un tal Jorge de Burgos ¡Y no se rían!. José López Romero.
viernes, 25 de enero de 2019
MESSI Y LAS BIOGRAFÍAS
Cuando se publicó una de las primeras biografías del gran
Lionel Messi, este apenas contaba veintitrés años, y lo primero que se me vino
a la cabeza es si a tan corta edad ya daban sus andanzas por la vida para todo
un libro, más teniendo en cuenta que no constaba que hubiera padecido hambre o
necesidad en su infancia, ni hubiera tenido unos años adolescentes plagados de
problemas; todo se reducía a sus primeros equipos en su Argentina natal, a su
fichaje por el F.C. Barcelona y a los problemas de crecimiento que tuvo. Poco
más. ¿Para un libro y de 288 páginas? Mucha imaginación tuvo que echarle el
autor. Ya se sabe, los dioses y los santos tienen estas cosas. Más de dos
siglos antes Leandro Fernández de Moratín, en su famosa comedia ‘El sí de las
niñas’ (obra que bien merece una revisión periódica para darnos cuenta de dónde
venimos y del camino ya afortunadamente andado en determinados asuntos, al
menos en ciertas culturas), ridiculizaba hasta la exageración ese gusto
desmedido de algunos por el género biográfico. Dª Irene, la madre de la
casadera Dª Paquita, para hacer gala de su prosapia, de sus hombres ilustres
(aunque familia venida a menos) y de la buena y cristiana educación de su hija,
cita a modo de ejemplo a fray Serapión de San Juan Crisóstomo, electo obispo de
Mechoacán, que murió en “olor de santidad” (magnífico el dardo en la palabra
que Fernando Lázaro Carreter dedica a la distinción entre “olor de santidad” y
“loor u olor de multitud”), y al que un familiar le está escribiendo una
biografía de la que ya lleva nueve tomos, que recoge –como aclara la propia Dª
Irene- los primeros nueve años del santo varón, porque el propósito del autor
es dedicar un tomo por año de vida a quien vivió la friolera de ¡ochenta y dos
años, tres meses y catorce días! “¿Quién sabe –suspira Dª Irene- que el día de
mañana no se imprima, con el favor de Dios?” A lo que sentencia su
interlocutor, el circunspecto D. Diego: “Sí, pues ya se ve. Todo se imprime”.
¿Todo se imprime o se imprimía en aquellos tiempos de la Ilustración? Pocos
años antes de la redacción y estreno de ‘El sí de las niñas’, ya se había
publicado la enorme ‘Enciclopedia’ de Denis
Diderot y Jean le Rond d'Alembert, y casi un siglo antes ya la RAE
había publicado la primera edición del Diccionario de Autoridades, por poner
dos ejemplos de grandes obras llevadas a las prensas, y aunque no comparables en ningún aspecto con
la biografía de fray Serapión. En estos nuestros tiempos y con cierta periodicidad
aparece alguien por los medios quejándose del exceso de publicaciones, de que
apenas el mercado y los consumidores dan abasto para absorber un pequeño
porcentaje de todo lo que se publica, sea ficción, ensayo, revistas, por no
decir poesía. Y sin embargo, las editoriales siguen su frenética carrera de
novedades, muchas de las cuales, nos tememos, no cubren ni los gastos de
edición, por no hablar de promoción y publicidad. ¿Editar ahora, en la edad de
Internet, enciclopedias? A nadie se le ocurre, porque ni para librerías de
viejo. La biografía de fray Serapión tuvo su momento, cuando al decir de D.
Diego, todo se imprimía. Hoy el santo varón sería carne, en el mejor de los
casos, de wikipedia. ¿Y Messi? Va camino de un tomo por año. Es lo que tienen
los dioses y los santos. José López Romero.
viernes, 18 de enero de 2019
SUELTOS
Permítanme que les ponga
en situación. Una chica cruza un semáforo y a la espera queda un coche con dos
jóvenes dentro, y cuando la primera pasa y arranca de nuevo el vehículo, el
copiloto le lanza un beso que encierra toda esa lascivia burda, soez y casposa,
esa voz interior de la manada que termina siempre por aflorar en ciertos
especímenes de la zoología humana. Y mi primera pregunta fue ¿tendrá madre,
hermana y le gustaría que le dedicaran ese gesto?, y la segunda, por
deformación de lector sin remedio: ¿qué lee ese bulto? Y mi respuesta o
conclusión a esta es siempre la misma: afortunadamente, nada. Y digo
“afortunadamente” porque nada gana la literatura o la cultura en general con
que los ojos de ese individuo se posen en alguna página; todo lo contrario, la
literatura perdería porque la mancharía. Mucho antes de que el Renacimiento y
el hombre humanista, hicieran más accesible el libro a través de la imprenta,
ya los grandes intelectuales de la Edad Media consideraban el libro como un
bien que dignificaba al ser humano, que elevaba sobre los demás a aquellos que
tenían la destreza de leer y escribir, como así lo certifican grandes
intelectuales de nuestro tiempo como Jacques Le Goff o E. R. Curtius y tantos
otros. Yo no quiero que ese individuo, el del beso baboso y repulsivo (“como el
vientre viscoso y frío de un sapo”) lea, ni me gustaría siquiera que leyese
este artículo, aunque solo fuera para reconsiderar su actitud y censurarse el
gesto, no creo en ello. Hay edades o etapas en la vida de una persona en las
que se deben hacer ciertas cosas, y cuando se pasa esa edad ya no hay remedio.
Y está claro que nada vamos a sacar ya de un cerebro que no fue educado en su
momento para la lectura, para que los libros le enseñen el respeto a los demás y
las más mínimas normas de urbanidad. Rechazo, por supuesto, pero también
preocupación. Como padre de una chica, me preocupa que elementos como esos
anden sueltos. José López Romero.
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