Hace unas semanas se
presentó en la Fundación Caballero Bonald el último libro de poemas de Pepa
Caro Gamaza. Un conjunto de doce poemas más uno a modo de final, en los que
Pepa recrea la personalidad y las vivencias, algunas compartidas por la propia
autora, de doce mujeres. Es indisoluble en Pepa Caro dos facetas de su vida que
se reflejan en su obra o, mejor dicho, son consustanciales a ella y a sus
libros: su nacimiento en Arcos de la Frontera y su vocación de historiadora (es
licenciada en Historia General por la UCA). Y de esos dos componentes o
herencias (como los llamaría Marina: la biológica y la cultural), se nutren sus
versos y su prosa; de ahí libros como ‘El exilio de Zaynab’ (prosa poética),
‘Con todo el invierno dentro’, ‘Las calles de la lluvia’, y finalmente este
último titulado ‘Volver por las aceras sin memoria’, con prólogo del gran poeta
también arcense Antonio Hernández. Las doce mujeres que Pepa Caro trae a sus
versos son de Arcos y pueden dividirse en dos grupos: aquellas que Pepa conoció
cuando ya eran mujeres adultas (Magdalena, Carmela, Jerónima, Frasquita…); y
aquellas con las que compartió su infancia, adolescencia e incluso experiencias
ya adultas, como la maternidad (Margarita, Mami, Laura…). Las primeras,
vestidas de negro, con sus rodetes, sus canas, sus pañolones… son mujeres
antiguas como sarmientos, como troncos de olivo que nos recuerdan a nuestras
abuelas; las segundas, mujeres jóvenes herederas de esa tradición que va
pasando de madres a hijas, de abuelas a nietas. Mujeres todas ellas abnegadas,
fuertes, luchadoras, sufridas, trabajadoras de su
casa, que se agrandan en las dificultades y que saben con ánimo y nobleza
esperar y aceptar a la muerte, uno de los temas fundamentales del libro y que
Pepa sabe describir con toda clase de imágenes. “Para que conociéramos el dolor
/ la muerte, el amor, la alegría”, dice uno de sus versos, y así es. ‘Volver
por las aceras sin memoria’ recoge en los doce retratos de mujeres todos esos
sentimientos y experiencias. El dolor por la pérdida de seres queridos (la
viudez también presente en los poemas), por la pérdida prematura de Laura; y
también el amor en todas sus versiones y manifestaciones: a la familia, a los
hijos, a las amigas, a Dios y el amor conyugal (“…un buen día –era azul el
cielo / e insolente la primavera-, / anudó la corbata / a su gentil esposo /y
le dijo por primera vez / cuanto lo estaba amando / entre espadañas de Dios y
campanas”). Y la alegría de los juegos infantiles, de la llegada de la Navidad,
de los veranos que se acaban para “regresar a los cuadernos / o al
inconfundible olor a la escuela”. Pepa Caro en la presentación y al hilo de la
emotiva lectura de algunos poemas, fue desgranando la historia que se esconde
en cada una de estas mujeres, historias llenas, como su verso dice, de dolor,
de muerte, de amor y de alegría. Poesía de intimidad, de búsqueda de su
infancia, su adolescencia, de sus raíces en esos retratos, en esas mujeres
ejemplos de vida, para que a través de los versos de Pepa las aceras recobren
su memoria. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 31 de mayo de 2019
viernes, 10 de mayo de 2019
EN LA NOCHE DEL MUNDO
A veces con el fin de
reducir la poesía a sencillas operaciones, se habla de poetas que después de
sus primeros poemas o libros no deberían de haber escrito nada más, y de esos
otros que van envejeciendo como los buenos vinos, y los que fueron aquellos sus
versos de juventud, se van transformando con el paso del tiempo (que es
sabiduría, experiencia y dominio), en poemas de solera, que llenan el paladar
más exigente. Mauricio Gil Cano pertenece a este segundo grupo de poetas, como
así lo atestigua su último libro titulado ‘En la noche del mundo’ (ediciones
Dalya, 2019. Con prólogo de Juan Diego Fernández). Con un valor añadido en el
caso que nos ocupa y que ya he señalado en otra ocasión: Mauricio es de esos
poetas que viven la literatura sin añadir a lo último ninguna preposición (ni
“para” ni “por” y mucho menos “de”). Vida y literatura, sin más. Y de la misma
manera que ya ha entrado de lleno en su madurez, de igual forma notamos una
mayor conciencia, una maduración, un dominio del arte, el tono más personal, en
definitiva, con el que el poeta se va sintiendo más a gusto. Y es entonces
cuando el verso sale más reposado y sentido. ‘En la noche del mundo’ se divide
en tres secciones: “Entre tinieblas”, “Lira cristiana” y “Homenajes”, aunque
quizá habría que hablar de dos partes, más una coda en la que el poeta rinde su
verso a amigos y familiares, de lo que después nos ocuparemos. La unidad del
libro se puede observar en la tensión que se establece entre las dos primeras
partes, una tensión que se resuelve en la contraposición “oscuridad/luz”. Una
oscuridad en la que el poeta se pregunta por la existencia de Dios, lo que le
lleva a hacerse las preguntas universales: y si no existe, ¿existimos nosotros?
¿podemos existir sin Dios? Como nos plantea en poemas “Muerte de una idea” o
“Sobre la vida eterna”. Así, para Mauricio el hombre vive esa gran travesía del
desierto en busca de un Dios como un ángel caído, en la oscuridad de noches sin
sueños (“El verso que anuncia”). Un Dios que a veces es el del Antiguo
Testamento, pero sobre todo ese Cristo al que ve el poeta sufrir en la cruz y
con él se duele: “Traspásame, Señor, con esa lanza / y clávame la luz de tu
armamento. / Inúndame de sol, de firmamento, / incéndiame los ojos de
esperanza”. Y después de la tinieblas, la luz. La luz de ese Cristo convertido
en un Dios amor, en la más pura tradición cristiana y a quien se acerca el
poeta para beber de él la caridad, la belleza, todos los dones de la vida: “Hay
que dar cada mañana /gracias a Dios por la vida -¡recuerde el alma dormida…!- / pedir al río que mana / que riegue
cada besana. /Hay que pedir al buen Dios / ventura para ir en pos / de una
nueva primavera, / por florecer a su vera / en la hora de nuestro adiós”
(“Maitines”). Tres sonetos a su madre bajo el título de “Dios te salve” y el
poema “La paz definitiva” dedicado a su hermana Mª del Carmen son los pasajes
del libro más cargados de emotividad. Como emotivos y festivos son los
homenajes que cierran el libro, entre los que destacan los dedicados a Pilar Paz Pasamar y Vicenta
Guerra. El gusto por los versos y estrofas clásicas, especialmente el soneto,
es una constante en el libro, en el que también Mauricio va descubriendo a sus
maestros y referentes de su poesía. Un poemario de madurez. José López Romero.
sábado, 27 de abril de 2019
EL RULETISTA
Hace unas semanas emprendí la lectura de la novela corta de Mircea Cartarescu que le da título a este artículo.
Y a medida que la leía, más me llevaba ella a hacer una reflexión, a aplicar,
como tantas veces debemos hacer, nuestras lecturas a nuestra vivencia personal.
Les cuento. El narrador, un viejo escritor relata cómo fue adentrándose en los
bajos ambientes de los ruletistas, personas captadas por los llamados
“patrones” de entre los miserables, pordioseros y desarrapados para que se
jueguen la vida ante un revólver con una sola bala en el tambor, a cambio de un
poco de dinero, el que pueden conseguir de las apuestas si logran salir vivos
del envite. El escritor nos va describiendo y analizando tanto los ambientes
sórdidos en los que se celebra esta nueva danza macabra, así como los
porcentajes de probabilidades que cada ruletista tiene, más cuando si reinciden
en la provocación a su suerte. El narrador repite en varias ocasiones esa
especie de risita que se le antoja el sonido del tambor al girar, ni escatima
el detalle truculento de los sesos y astillas de huesos pegados a las
paredes. Hasta que se encuentra con un
viejo amigo de la infancia, el ruletista por excelencia. Y es entonces cuando
la narración entra en una espiral de acontecimientos que tienen a este
protagonista como eje, sobre todo porque la terca reincidencia le va granjeando
fama, dinero y con ello, el cambio de los sótanos asquerosos, viejos cascos de
bodega plagados de cucarachas gigantes, a los salones burgueses y
aristocráticos, en los que se van a celebrar los nuevos y más arriesgados
envites del ruletista con la muerte. Ya no es una bala solo la que mete en el
tambor, sino dos, y después serán tres, y cuatro….
Cuando terminé la lectura, no pude por menos que reflexionar sobre la cantidad
de políticos que, como manual de resistencia o supervivencia, juegan a ser
ruletistas pero con la sien de los demás, con la sien de todo un país. José López Romero.
viernes, 5 de abril de 2019
HOMENAJE
Casualmente en mis
lecturas más recientes me he encontrado con varias frases sobre la muerte o,
mejor dicho, sobre el ceremonial y las consecuencias de esta que me han llevado
a la reflexión. En ‘La vida de Iván Ilich’, por seguir un orden cronológico, en
el propio funeral del protagonista su amigo Piotr
Ivánovich piensa: “Los funerales de Iván Ilich en ningún caso son motivo
suficiente para alterar el orden del día, es decir, nada conseguirá impedir que
esta misma tarde oigamos cómo cruje el envoltorio de un mazo de cartas al
abrirse, mientras un criado dispone cuatro velas nuevas; en general, no
hay motivo para suponer que este incidente se vaya a interponer en nuestro
propósito de pasar la velada de un modo agradable”; y muy próximo en el tiempo
a Tolstói, Eduard Von Keyserling en su novela breve ‘Olas’
hace decir a uno de sus personajes: ““—Mi cuñado —prosiguió el consejero— decía a
mi hermana: «Karoline, si yo muriera una mañana, eso no sería motivo para
que aquel día la comida no se sirviera puntualmente a la hora acostumbrada; lo
contrario aumentaría el desconcierto». ¿No es cierto?, y lo mismo pasa en un
gran transatlántico que ha sufrido un accidente y en el cual, hasta el último
momento, se sirve la comida con toda normalidad. En cierto modo es el símbolo
del orden moral”. Y, finalmente, en ‘La investigación’ de Philippe Claudel,
novela que tanto gusta a mi amigo Ramón, la Sombra comenta: “Ver morir a un hombre es muy desagradable. Casi
insoportable. Ver u oír morir a millones diluye el horror y la compasión. Uno
pronto se da cuenta de que ya apenas siente nada. La emoción está reñida con la
cantidad”. Bien pensado, las tres frases tienen razón, aunque esta última nos
pueda parecer sin duda muy cruel. Mantener la normalidad a toda costa. Quizá no
sea la mejor manera de homenajear al fallecido seguir con la rutina diaria,
pero a él poco ya le va a importar; sin embargo, a los vivos les reconforta
mucho, o les sirve de evasión, seguir con sus vidas no como si nada hubiera
pasado, sino como forma de volver inevitablemente a la realidad. No se trata,
entiéndaseme bien, de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Las distintas
culturas tienen formas variadas de homenajear a los muertos; la nuestra, la
cristiana, se duele pero al mismo tiempo se alegra, pues los vivos perdemos a
un ser querido, pero nos alegramos porque para el creyente aquel “pasa a mejor
vida”. Una alegría que se manifiesta en forma de fiesta verbenera en países
como México el Día de los Muertos, como así lo describe Lowry en su ‘Bajo el
volcán’. Por estas tierras en las que disfrutamos de un vino sin igual en el
mundo, llevamos muy a rajatabla el refrán “el que va a un entierro y no bebe
vino, el suyo viene de camino”, e incluso más de una familia me consta que ha
instaurado la tradición de irse a comer después del entierro de un familiar, lo
que me parece una hermosa manera de homenajearlo. Por mi parte, si me muero
alguna vez, me alegraría de que después de los correspondientes y obligados,
pero poquitos, llanto y duelo, mis familiares y amigos se fueran a comer como
testimonio del cariño y amor que nos tuvimos y que seguro permanecerán en la
memoria. Pero, por favor, que no brinden a mi salud. Cachondeo, el preciso.
José López Romero.
viernes, 15 de marzo de 2019
LA VIDA, LA OTRA
Quizá la viera anunciada
en una revista, o en un escaparate o alguien, algún amigo (¿con mala
intención?, ya sospechaba de todo) se la recomendara, lo cierto es que se
compró aquella novela y a medida que iba leyéndola más se sorprendía del enorme
parecido con su vida. La protagonista tenía un marido que se dedicaba a la
misma profesión que el suyo, y dos hijos, un niño y una niña, que estaban en la
misma edad escolar y practicaban los mismos deportes que los suyos; incluso
estaba segura de que había escenas que ella había vivido. Su vida diaria
parecía un calco de la protagonista de la ficción. Más de una vez, durante la
lectura, se había asomado a la ventana para ver si alguien la espiaba desde
otra ventana próxima, como aquella película de Hitchcock. Buscó en Internet a
su autor y nada parecía que tuvieran en común, ni siquiera una amistad
compartida que le sirviera de fuente de información; ¡imposible!, se decía, más
cuando se describían escenas de una intimidad difícilmente conocida por alguien
ajeno. Recordó que ya algunos escritores habían tenido problemas con amigos y
familiares por basar sus relatos en ellos; sin ir más lejos James Salter perdió
a unos amigos porque estos se vieron muy retratados, casi desnudos en su novela
‘Años luz’, y que el mismísimo Vargas Llosa tuvo problemas con su primera
mujer, Julia Urquidi, que además era su tía, porque esta se vio demasiado
reflejada en la protagonista de ‘La tía Julia y el escribidor’, por lo que
incluso respondió al escritor con un libro titulado ‘Lo que Varguitas no dijo’.
Un día al saber que el autor acudiría a la firma de ejemplares en una librería
céntrica, se acercó hasta allí y cuando le tocó el turno, le espetó: “Te
maldigo porque solo me has hecho vivir la vida real, pero no mis sueños, y esto
es lo que debe hacer también la literatura, hacerle soñar al lector, hacerle
vivir su vida, pero también la otra”. José López Romero.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)