Hace unas semanas era
noticia en los medios de comunicación una cerda que pinta cuadros, a la que han
bautizado con el nombre de “Pigcasso”. No sé cómo anda la cosa por las
compatibilidades y semejanzas en el ADN de cerdos y humanos, lo mismo solo nos
diferenciamos en un gen, el que convierte a algunos humanos en cerdos y a
algunos cerdos en humanos. En cualquier caso, este Pigcasso es una vuelta de
tuerca más en ese famoso dicho, que yo suscribo totalmente, de que del cerdo se
aprovecha hasta sus andares. Lo cierto es que la artista tiene ya página web y
de que sus cuadros se cotizan a más de mil euros, dinero que se ingresa al
parecer en una institución o asociación dedicada al cuidado de animales. En
unas declaraciones de su dueña, esta comentaba que en los cuadros se podían
apreciar los distintos estados de ánimo de la cerda, a la que se le veía en la
televisión enfrascada con pincel en la boca ante un lienzo que iba cubriendo de
líneas y colores. Al margen de la trascendencia o interés que les podamos
conceder a la noticia y a su protagonista, estas no dejan de ser un perfecto
ejemplo de hasta dónde hemos llegado en el comercio del arte. Que un cuadro de
Pigcasso pueda alcanzar los cuatro mil euros es sin duda un insulto a la
pintura y al arte en general, y a la capacidad intelectual del ser humano,
representado en el comprador, cuando tantos artistas andan por el mundo sin que
se les reconozca su arte y cuando la historia de la cultura está llena de
agravios, genios incomprendidos en sus respectivas épocas. Por mi parte, el día
en que un cerdo escriba un poema o una novela y haya un editor decidido a
publicarlos, no me quedará más remedio que replantearme mi relación con la
literatura y, de inmediato y muy a mi pesar, hacerme vegetariano, a ver si por
unas malas en una loncha de jamón o de lomo me esté comiendo al Cervantes de la
piara porcina. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 21 de junio de 2019
viernes, 7 de junio de 2019
LA BOMBA
Todos guardamos en la
memoria y, si no, ya las cadenas televisión se encargan de refrescárnosla con
cierta periodicidad la gran, enorme seta que produjo la explosión de las bombas
atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, con la que se daba el aldabonazo
definitivo a la Segunda Guerra Mundial. Esto sucedía el 6 y el 9 de agosto de
1945. Y permítanme mi ignorancia o desinformación, quizá consecuencia del
rechazo que provoca o debería provocar en todo ser humano un acontecimiento tan
terrible como el lanzamiento de aquellas bombas. Las imágenes de las dos
ciudades japonesas convertidas en un amasijo de ruinas y cuerpos destrozados,
carbonizados, y las posteriores consecuencias en la población que pudo
sobrevivir a duras penas y con enormes y terribles malformaciones, siempre y a
pesar del tiempo transcurrido nos estremecen y son un excelente motivo de
reflexión sobre el horror que es capaz de generar el ser humano contra sí
mismo, así como un ejemplo permanente de a lo que nunca debemos llegar. Pero
todo esto viene a cuento no por lo obvio de lo que hasta aquí he escrito sino,
y retomando lo antes dicho, por la sorpresa que me produjo (de ahí mi
ignorancia o desinformación) cuando al leer ‘El arte de la distorsión’ del
colombiano Juan Gabriel Vásquez (libro muy recomendable), y al hilo de unas
traducciones sobre precisamente la bomba atómica, me entero de que los
norteamericanos pudieron perfectamente prescindir del lanzamiento de estas,
pues ya todos sabían que la rendición de Japón era inminente. He buscado en
Internet (dónde si no) más información al respecto, para comprobar si J. G.
Vásquez me había metido en uno de esos laberintos de ficción que tan
magistralmente compone en sus novelas, una especie de distopía del horror, pues
no daba crédito a lo que estaba leyendo. ¡La destrucción total de dos ciudades
por el solo motivo de la disuasión! Ya había leído en la también estremecedora
‘Historia natural de la destrucción’ de W. G. Sebald cómo los bombardeos de los
aliados habían tomado como objetivo 131 ciudades alemanas para lanzar
indiscriminadamente su arsenal de muerte; resultado: unos seiscientos mil
civiles alemanes muertos, ciudades arrasadas y millones de personas sin hogar.
Y todo esto me hace recordar que en el hermoso libro ‘Los girasoles ciegos’, en
su primer relato, el capitán Carlos Alegría se pasa el último día de la Guerra
Civil española del bando franquista al republicano porque el vencedor no quería
realmente ganar la guerra, sino aniquilar al enemigo. Ya sabemos lo que
significa una guerra, lo hemos visto por desgracia demasiadas veces en la
televisión, y el siglo pasado nos da ejemplos memorables de ello, desde sus
inicios hasta el mismo fin de la centuria. Las bombas atómicas, como los
bombardeos sobre población civil no hacen más que confirmar lo que sentía el
heroico, el derrotado, el vencido capitán Alegría. Se pudieron haber evitado,
se sabían perfectamente las terribles consecuencias y a pesar de ello se
lanzaron. No hay honor, no hay gloria en
los vencedores, solo desolación y vergüenza. José López Romero.
viernes, 31 de mayo de 2019
VOLVER POR LAS ACERAS SIN MEMORIA
Hace unas semanas se
presentó en la Fundación Caballero Bonald el último libro de poemas de Pepa
Caro Gamaza. Un conjunto de doce poemas más uno a modo de final, en los que
Pepa recrea la personalidad y las vivencias, algunas compartidas por la propia
autora, de doce mujeres. Es indisoluble en Pepa Caro dos facetas de su vida que
se reflejan en su obra o, mejor dicho, son consustanciales a ella y a sus
libros: su nacimiento en Arcos de la Frontera y su vocación de historiadora (es
licenciada en Historia General por la UCA). Y de esos dos componentes o
herencias (como los llamaría Marina: la biológica y la cultural), se nutren sus
versos y su prosa; de ahí libros como ‘El exilio de Zaynab’ (prosa poética),
‘Con todo el invierno dentro’, ‘Las calles de la lluvia’, y finalmente este
último titulado ‘Volver por las aceras sin memoria’, con prólogo del gran poeta
también arcense Antonio Hernández. Las doce mujeres que Pepa Caro trae a sus
versos son de Arcos y pueden dividirse en dos grupos: aquellas que Pepa conoció
cuando ya eran mujeres adultas (Magdalena, Carmela, Jerónima, Frasquita…); y
aquellas con las que compartió su infancia, adolescencia e incluso experiencias
ya adultas, como la maternidad (Margarita, Mami, Laura…). Las primeras,
vestidas de negro, con sus rodetes, sus canas, sus pañolones… son mujeres
antiguas como sarmientos, como troncos de olivo que nos recuerdan a nuestras
abuelas; las segundas, mujeres jóvenes herederas de esa tradición que va
pasando de madres a hijas, de abuelas a nietas. Mujeres todas ellas abnegadas,
fuertes, luchadoras, sufridas, trabajadoras de su
casa, que se agrandan en las dificultades y que saben con ánimo y nobleza
esperar y aceptar a la muerte, uno de los temas fundamentales del libro y que
Pepa sabe describir con toda clase de imágenes. “Para que conociéramos el dolor
/ la muerte, el amor, la alegría”, dice uno de sus versos, y así es. ‘Volver
por las aceras sin memoria’ recoge en los doce retratos de mujeres todos esos
sentimientos y experiencias. El dolor por la pérdida de seres queridos (la
viudez también presente en los poemas), por la pérdida prematura de Laura; y
también el amor en todas sus versiones y manifestaciones: a la familia, a los
hijos, a las amigas, a Dios y el amor conyugal (“…un buen día –era azul el
cielo / e insolente la primavera-, / anudó la corbata / a su gentil esposo /y
le dijo por primera vez / cuanto lo estaba amando / entre espadañas de Dios y
campanas”). Y la alegría de los juegos infantiles, de la llegada de la Navidad,
de los veranos que se acaban para “regresar a los cuadernos / o al
inconfundible olor a la escuela”. Pepa Caro en la presentación y al hilo de la
emotiva lectura de algunos poemas, fue desgranando la historia que se esconde
en cada una de estas mujeres, historias llenas, como su verso dice, de dolor,
de muerte, de amor y de alegría. Poesía de intimidad, de búsqueda de su
infancia, su adolescencia, de sus raíces en esos retratos, en esas mujeres
ejemplos de vida, para que a través de los versos de Pepa las aceras recobren
su memoria. José López Romero.
viernes, 10 de mayo de 2019
EN LA NOCHE DEL MUNDO
A veces con el fin de
reducir la poesía a sencillas operaciones, se habla de poetas que después de
sus primeros poemas o libros no deberían de haber escrito nada más, y de esos
otros que van envejeciendo como los buenos vinos, y los que fueron aquellos sus
versos de juventud, se van transformando con el paso del tiempo (que es
sabiduría, experiencia y dominio), en poemas de solera, que llenan el paladar
más exigente. Mauricio Gil Cano pertenece a este segundo grupo de poetas, como
así lo atestigua su último libro titulado ‘En la noche del mundo’ (ediciones
Dalya, 2019. Con prólogo de Juan Diego Fernández). Con un valor añadido en el
caso que nos ocupa y que ya he señalado en otra ocasión: Mauricio es de esos
poetas que viven la literatura sin añadir a lo último ninguna preposición (ni
“para” ni “por” y mucho menos “de”). Vida y literatura, sin más. Y de la misma
manera que ya ha entrado de lleno en su madurez, de igual forma notamos una
mayor conciencia, una maduración, un dominio del arte, el tono más personal, en
definitiva, con el que el poeta se va sintiendo más a gusto. Y es entonces
cuando el verso sale más reposado y sentido. ‘En la noche del mundo’ se divide
en tres secciones: “Entre tinieblas”, “Lira cristiana” y “Homenajes”, aunque
quizá habría que hablar de dos partes, más una coda en la que el poeta rinde su
verso a amigos y familiares, de lo que después nos ocuparemos. La unidad del
libro se puede observar en la tensión que se establece entre las dos primeras
partes, una tensión que se resuelve en la contraposición “oscuridad/luz”. Una
oscuridad en la que el poeta se pregunta por la existencia de Dios, lo que le
lleva a hacerse las preguntas universales: y si no existe, ¿existimos nosotros?
¿podemos existir sin Dios? Como nos plantea en poemas “Muerte de una idea” o
“Sobre la vida eterna”. Así, para Mauricio el hombre vive esa gran travesía del
desierto en busca de un Dios como un ángel caído, en la oscuridad de noches sin
sueños (“El verso que anuncia”). Un Dios que a veces es el del Antiguo
Testamento, pero sobre todo ese Cristo al que ve el poeta sufrir en la cruz y
con él se duele: “Traspásame, Señor, con esa lanza / y clávame la luz de tu
armamento. / Inúndame de sol, de firmamento, / incéndiame los ojos de
esperanza”. Y después de la tinieblas, la luz. La luz de ese Cristo convertido
en un Dios amor, en la más pura tradición cristiana y a quien se acerca el
poeta para beber de él la caridad, la belleza, todos los dones de la vida: “Hay
que dar cada mañana /gracias a Dios por la vida -¡recuerde el alma dormida…!- / pedir al río que mana / que riegue
cada besana. /Hay que pedir al buen Dios / ventura para ir en pos / de una
nueva primavera, / por florecer a su vera / en la hora de nuestro adiós”
(“Maitines”). Tres sonetos a su madre bajo el título de “Dios te salve” y el
poema “La paz definitiva” dedicado a su hermana Mª del Carmen son los pasajes
del libro más cargados de emotividad. Como emotivos y festivos son los
homenajes que cierran el libro, entre los que destacan los dedicados a Pilar Paz Pasamar y Vicenta
Guerra. El gusto por los versos y estrofas clásicas, especialmente el soneto,
es una constante en el libro, en el que también Mauricio va descubriendo a sus
maestros y referentes de su poesía. Un poemario de madurez. José López Romero.
sábado, 27 de abril de 2019
EL RULETISTA
Hace unas semanas emprendí la lectura de la novela corta de Mircea Cartarescu que le da título a este artículo.
Y a medida que la leía, más me llevaba ella a hacer una reflexión, a aplicar,
como tantas veces debemos hacer, nuestras lecturas a nuestra vivencia personal.
Les cuento. El narrador, un viejo escritor relata cómo fue adentrándose en los
bajos ambientes de los ruletistas, personas captadas por los llamados
“patrones” de entre los miserables, pordioseros y desarrapados para que se
jueguen la vida ante un revólver con una sola bala en el tambor, a cambio de un
poco de dinero, el que pueden conseguir de las apuestas si logran salir vivos
del envite. El escritor nos va describiendo y analizando tanto los ambientes
sórdidos en los que se celebra esta nueva danza macabra, así como los
porcentajes de probabilidades que cada ruletista tiene, más cuando si reinciden
en la provocación a su suerte. El narrador repite en varias ocasiones esa
especie de risita que se le antoja el sonido del tambor al girar, ni escatima
el detalle truculento de los sesos y astillas de huesos pegados a las
paredes. Hasta que se encuentra con un
viejo amigo de la infancia, el ruletista por excelencia. Y es entonces cuando
la narración entra en una espiral de acontecimientos que tienen a este
protagonista como eje, sobre todo porque la terca reincidencia le va granjeando
fama, dinero y con ello, el cambio de los sótanos asquerosos, viejos cascos de
bodega plagados de cucarachas gigantes, a los salones burgueses y
aristocráticos, en los que se van a celebrar los nuevos y más arriesgados
envites del ruletista con la muerte. Ya no es una bala solo la que mete en el
tambor, sino dos, y después serán tres, y cuatro….
Cuando terminé la lectura, no pude por menos que reflexionar sobre la cantidad
de políticos que, como manual de resistencia o supervivencia, juegan a ser
ruletistas pero con la sien de los demás, con la sien de todo un país. José López Romero.
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