Leyendo el otro día ‘El
infinito en un junco’, el maravilloso libro de Irene Vallejo que ya reseñara
hace unas semanas en esta misma página mi compañero Ramón Clavijo, me acordé de
la historia contada por el explorador y reportero
John Wilkins en su viaje a Norteamérica en 1641, que Umberto Eco incluyó en su
‘Los límites de la interpretación’, en la que refería el asombro de un
joven esclavo indio por su ignorancia ante el papel escrito, que lo había
delatado por dos veces cuando, encomendado por su amo, le había llevado unos
higos a un amigo y en el camino había dado cuenta de buena parte de ellos. La
relación de la anécdota terminaba con estas palabras: “Pero como fue reprendido con más firmeza que la vez anterior,
confesó su falta y admiró la divinidad del papel, prometiendo cumplir en el
futuro todas sus encomendaciones con fidelidad”. Irene Vallejo también aborda en su libro el problema del
analfabetismo y nos ofrece el dato extraído del I.N.E.: 670.000 en España, en
2016. Pero lo que interesa no es el dato, sino el sufrimiento que padece el
analfabeto en esta sociedad de hoy, definida por todos y por antonomasia como
la sociedad de la información y la comunicación. En un relato que nos estremece
y nos parece de otros siglos ya lejanos, cuenta Irene Vallejo las graves
limitaciones de una persona analfabeta a la que conoció, y los trucos a los que
tenía que acudir para solventar situaciones comprometidas, el más socorrido era
el olvido de las gafas. I. Vallejo termina con este fragmento: “Recuerdo sobre
todo el desamparo, el repertorio de pequeñas mentiras necesarias para pedir
ayuda a los desconocidos sin pasar vergüenza”. Es ese mismo analfabetismo el que
condena a Hanna, la protagonista de ‘El lector’ de Bernhard Schlink. Hoy, como
la propia Vallejo dice, “damos por hecho que todo el mundo aprende a leer y
escribir en la infancia”, y es cierto en apariencia. Hoy, a excepción de esas
670.000 personas, nadie puede considerarse analfabeto: todos hemos ido al
colegio y allí nos han enseñado a leer, escribir y otros y variados
conocimientos, que hemos aprovechado con suerte diversa. ¿Y solo con eso ya
podemos considerarnos alfabetizados? Bastaría con ponernos a la puerta de una
gran superficie comercial para darnos cuenta de que con eso solo no basta. Leer
exige su práctica, como escribir, como incluso actualizar diversos
conocimientos y, sobre todo, exige reflexión y sentido crítico ante los
problemas que acucian a esta sociedad y que son de todos; pero echamos una
mirada a nuestro alrededor y el panorama está más cercano al analfabetismo: no
se lee, no se escribe y, según mi compañero y amigo Cipriano, nada se sabe y,
lo que es peor, ni ganas de saber que tiene ese vulgo, del que decía Lope de
Vega que había que “hablarle en necio para darle gusto”. Hoy todos sabemos leer
un rótulo de una calle o la carta de un restaurante (ejemplos que aduce Irene
Vallejo), pero eso a muchos no los hace menos analfabetos. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 28 de febrero de 2020
viernes, 7 de febrero de 2020
DISPERSO
“Te noto disperso,
father”. Mi hija y su ojo clínico. “¿Y eso?”, le pregunto sorprendido. “Es que
te he visto de acá para allá, que si ahora coges un libro, que si después otro…
La edad, father, esos años de más, como los kilos”, mi hija y sus magníficos
métodos de motivación y autoestima. Y la verdad es que razón no le falta, lo
reconozco (no los años, que también). Desde que le dieron el Premio Nobel a
Peter Handke he intentado leer al menos tres novelas y de ninguna de ellas he
logrado pasar de la página veinte. ¡Yo, que no cerraba un libro hasta que no me
lo hubiera metido entre pecho y espalda, aunque no me hubiera enterado de nada!
¿La edad? Pues habrá que concederle toda la razón a mi hija. Uno se da cuenta
de que ya no tiene tiempo suficiente para perderlo en libros o, más
extensamente, en una literatura que tiene la descripción por castigo del lector
(algún ejemplo podía poner del tal Handke que roza casi lo absurdo). ¿Nobel?
Pues con su pan se lo coma. No será el alemán el primero ni el último de una
cada vez más larga lista de escritores indigestos. Quizá ya no le encuentre
tanto gusto (¿o masoquismo?) a los libros de escritores que como el citado o,
por poner un ejemplo patrio, Juan Benet, tienen por uno de sus principales
objetivos la tortura lectora. Y sin embargo, siempre he admirado a Bernhard o a
Juan José Saer, por citar escritores de estilos poco condescendientes con el
lector. Es posible que mi dentadura lectora ya no esté para carnes demasiado
duras. Pero ha dado la casualidad de que al mismo tiempo que mi dispersión de
Handke, me he topado con ‘Génie la loca’, una novela de Inès Cagnati (reseñada
en esta misma página). ¡Y con cuánta sencillez, con cuánta simplicidad se puede
transmitir tanta sensibilidad y estremecedora belleza! Y aunque todo estilo es
respetable y tiene su lugar, muchos de privilegio bien ganado en la historia de
la literatura, uno no puede por menos que preguntarse si es necesaria tanta
complicación, cuando Cagnati nos da una lección de lo que es una literatura que
está al alcance de muy pocos por su extrema y conmovedora sencillez. José López Romero.
miércoles, 22 de enero de 2020
"UN BUEN HIJO" DE PASCAL BRUCKNER
Un buen hijo es el
título de un relato autobiográfico que publicara en 1992 el filósofo, ensayista
y novelista francés Pascal Bruckner (París, 1948). En España la editorial Impedimenta
lo publicó en 2015. El comienzo no puede ser más impactante: el
narrador-protagonista-autor tiene diez años y antes de acostarse suele cumplir
con sus oraciones, como le ha enseñado su madre, pero en esta ocasión le pide a
Dios: «Dios mío, os dejo la elección del accidente,
pero haced que mi padre se mate». Tiene sus buenos motivos para
ello. Su padre es un maltratador que por cualquier motivo, a veces provocado
por él mismo, les pega sus buenas
palizas a su madre y a él, además de ejercer la violencia psicológica en la que
es un verdadero maestro. Varias son las escenas con que el narrador ilustra
este vil y despreciable comportamiento de su padre, al que para completar su
perfil nos lo presenta como un nazi en ideología y en la práctica (antisemita,
racista, etc.). La novela o relato autobiográfico con estos mimbres podría
haberse convertido en una narración de una dureza insoportable para cualquier
lector; sin embargo, el autor lo va suavizando al relatarnos que la familia
(los tres miembros: padre, madre e hijo) también disfrutaban de momentos de
felicidad, que también nos describe. De esta manera, el monstruo que es su
padre, se va destiñendo, va perdiendo su categoría de maltratador y nazi para,
a través de un proceso de ridiculización, frivolizarlo hasta convertirlo en un
payaso digno más de lástima que de repulsión. Así, acaba por resultar ridículo
el olfato que tiene para detectar a los judíos; sus vaivenes ideológicos (llega
a votar a la izquierda), cómo llora en brazos de su propia mujer el abandono de
una de sus amantes (lo que le parece conmovedor al narrador); su obsesión por
distinguir su apellido Bruckner del Brückner (con diéresis) judío, o las deudas
y sablazos que les pega a amigos y familiares al final de su vida, o la
suciedad o desaseo en que cae antes de ser internado en un hospital donde,
jugadas del destino, lo cuidan enfermeras negras y árabes.
¿Y la madre? Aguanta hasta llegar a cierto masoquismo los
malos tratos de su esposo, del que nunca ha querido separarse a pesar de los
consejos de su hijo y familiares y de que no tenía dependencia económica de
aquel. El único motivo de su negativa es sus firmes convicciones religiosas, como
miembro de una familia católica en la que no están bien vistas las separaciones
matrimoniales. La madre queda en el relato de su hijo en un segundo plano, una
mujer sumisa, plegada a la voluntad de su marido, aunque se cruzaban insultos
en sus continuas peleas; una mujer que nunca supo hacerse con las riendas de su
vida, porque siempre se sintió dependiente de alguien, su marido que la
maltrataba, o de algo, su fe católica, que le impedía separarse de aquel. El
narrador, su hijo, se compadece de ella pero le reprocha su debilidad.
Y ahora viene el narrador, el “buen hijo”. ¿Es un buen hijo
el que prefiere “poner entre paréntesis” a su familia antes que enfrentarse a
sus problemas? ¿Es un buen hijo el que prefiere cerrar la puerta y largarse
cuando el padre le ha pegado una paliza a su madre? ¿El que pide que lo
internen en un centro educativo para alejarse de un padre violento y una madre
débil, a la que nunca ha defendido, sino solo compadecido? El narrador confiesa
que nunca ha querido a su padre, pero que si en algún momento le hubiera
reconocido su maldad, hubiesen llorado juntos y lo hubiera perdonado. El padre
termina en el relato por aparecer, así nos lo muestra el narrador, como un pobre
hombre, un mal marido y un padre regular, pero un buen abuelo que tuvo durante
toda su vida el problema de sus convicciones nazis acompañadas de esa agresividad
y violencia que ejercía en el ámbito familiar.
En la parte
más personal, Bruckner quiere presentarse a los lectores como un hombre hecho a
sí mismo a pesar de las condiciones de su familia. Supo desvincularse de sus
padres y encontró en los libros y en algunos de sus profesores, tanto en el
instituto como en la universidad, a los padres sustitutos o adoptivos que le
dieron el calor emocional que no tuvo en su casa. Sin embargo, ninguno de estos
sale bien parado en el libro: el admirado profesor de Filosofía se le viene
abajo cuando visita su casa y conoce a su mujer; el prestigioso Roland Barthes,
quien le dirigió la tesis, se rebaja a llamar a una editorial para que no
publicaran un libro del narrador antes que uno suyo, y termina por
representárnoslo como un homosexual que no se sobrepone a la muerte de su madre
(el narrador se arrepiente de no haberlo reconfortado en aquellos momentos, ¿y
a su madre, cuándo la reconfortó o defendió cuando su padre le pegaba?) Y a
todo esto, cuidar a su padre al final de la vida de este no hay que entenderla
como una obra de caridad, sino como una carga de la que está harto hasta el
punto de sugerirle a su progenitor que se haga un “Stefan Zweig”. Y por último,
el envanecimiento del narrador por el éxito fulgurante de todos sus libros, de
cómo supo elegir la libertad que le daba la escritura antes que el trabajo
docente, que le daba seguridad pero le coartaba la creatividad (¡Cuántos
grandes escritores han compaginado sus labores creativas con sus labores
docentes!). En realidad y aunque no sea, por supuesto, la intención del autor,
resulta menos ridículo su padre, un ser repulsivo en tantos aspectos, que el
propio autor, tan presuntuoso y ególatra que logra sin proponérselo por cansar
al lector.
Cuando
terminas de leer esta novela la pregunta es obligada: ¿un buen hijo?
Gracias a todos los
miembros del Club de Lectura de la Biblioteca Central de Jerez. Sin la sesión
que celebramos el sábado, 17 de enero de 2020, esta opinión nunca se hubiera
redactado.
domingo, 19 de enero de 2020
A LA ALTURA
En la historia de las
diversas manifestaciones artísticas, en las que incluyo por supuesto a la
Literatura, se consignan con especial tipografía aquellos artistas que se
adelantaron, se anticiparon a su tiempo, que fueron precursores de los movimientos
y épocas que ellos, en su brillante y excepcional inspiración, supieron ver
antes que los demás, y por ello se convirtieron en los grandes referentes o
maestros de generaciones sucesivas. En esas historias se les suele denominar
con el galicismo “avant la lettre”. Russell P. Sebold, uno de los grandes
investigadores de nuestra literatura de los siglos XVIII y XIX, por poner un
caso que ahora se me viene a la cabeza, ya advirtió hace muchos años lo que de
precursor del movimiento romántico tuvo ‘Noches lúgubres’, la obra de José
Cadalso, que se anticipaba incluso al éxito del ‘Werther’ de Goethe y la oleada
de suicidios que en toda Europa esta obra provocó. Por su parte, la inmensa
mayoría de artistas y escritores que llenan las páginas y páginas de los
manuales son hijos de su tiempo, y crean sus obras dentro de los límites y
cánones de un movimiento o época que se define a través de unas características
comunes, de unos planteamientos artísticos compartidos, e incluso en algunos
casos de vivencias y amistades. Y en muchas ocasiones, ponerse al margen del
tiempo que a uno le ha tocado vivir, puede traer graves consecuencias, porque
no hay peor castigo para un artista o escritor que su falta de definición y a
veces encasillamiento en grupo, generación o movimiento; tiene que ser muy
bueno para que se le consideren méritos y sobre todo se le consienta su
marginalidad. Pero el peor castigo se convierte en la más trágica condena
cuando ese artista no está a la altura de su tiempo, porque el olvido será su
pena; ni una breve reseña, ni un mínimo comentario merecerá su obra en los
manuales. Pero cuando no se está a la altura de los tiempos históricos,
entonces más que el olvido es la ignominia lo que cae sobre ellos. Baroja se
lamentaba de lo mal que estaban actuando algunos de sus compañeros de
generación, él entre ellos, al comienzo de la Guerra Civil; un ejemplo de cómo
el intelectual sabe perfectamente cuándo no está a la altura de lo que la
historia espera de él. Pero mucho más ignominioso es que un político no esté a
la altura que se le exige. Y en esto la Guerra Civil (cualquier época de la
historia de España) nos da ejemplos más que ilustrativos. Cuando vamos a cerrar
la segunda década del siglo XXI, de nuevo vivimos momentos que exigen de
nuestros políticos que estén a la altura de las circunstancias, para que no
tengamos que lamentar y sufrir las consecuencias, como ya lo hicieron
generaciones no tan lejanas. Y si a los artistas se les olvida, a los políticos
se les recuerda por lo que hicieron o dejaron de hacer, se les recuerda en la
historia, la que permanece en letra impresa, la que no se olvida. José López
Romero.
martes, 24 de diciembre de 2019
RESEÑAS LITERARIAS II
Intento
de escapada
Miguel
Ángel Hernández. Anagrama, 2013
Había
leído su exitosa ‘El dolor de los demás’, y como me dejó una excelente
impresión, tanto por la historia narrada como por la forma de contarla, me
propuse y dispuse a leer otra obra de este escritor, como es norma de mis
hábitos lectores. Y la verdad es que ‘Intento de escapada’ confirma la
impresión de la primera. Para las dos novelas M. Á. Hernández mantiene al mismo
narrador en primera persona, en el que las fronteras entre la ficción y la
autobiografía se confunden, incluso con las mismas características en ambas
novelas. En ‘Intento de escapada’, Marcos, estudiante del último curso de la
licenciatura de Historia del Arte, acepta el encargo de su profesora Helena de
ayudar en los preparativos para una exposición que va a realizar Jacobo Montes,
un artista controvertido y polémico que lleva el arte a expresiones muy
radicales. Muy interesante. J.L.R.
Allegro
ma non troppo
Carlo
M. Cipolla. Booket, 2001.
Carlo
M. Cipolla (1922-2000) es uno de los más
eminentes historiadores sobre la economía europea que ha dado el siglo XX. A
sus libros sobre este tema, también se añaden algunos otros ensayos sobre la
cultura y, en concreto en este libro, sobre el comportamiento o naturaleza
humana. ‘Allegro ma non troppo’ está dividido en dos partes, y en las dos se
observa la fina ironía con que Cipolla trata tanto temas históricos como
sociales. La primera, se titula “El papel de las especias (y de la pimienta en
particular) en el desarrollo económico de la Edad Media”, un ensayo sobre la
trascendencia que adquirió la pimienta como uno de los ejes de los movimientos
políticos y económicos durante el Medievo. Y la segunda parte y más ingeniosa,
es “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, en que defiende la teoría
de que la estupidez no obedece a causas sociales, sino naturales. El estúpido
nace, no se hace, y están repartidos por todo el mundo. Imprescindible en estos
tiempos. J.L.R.
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