Hace unas semanas (¿o ya meses?) tuve la
satisfacción de acompañar a Juan Manuel Hernández en la presentación del libro
‘Miquiño mío’, del que es coeditor (junto con Isabel Parreño). Una reedición
del que ya publicara la editorial Turner Noema en 2013. El título está recogido
de una de las cartas que doña Emilia Pardo Bazán le dirige a don Benito Pérez
Galdós, de un total de noventa y tres que conforman el libro, la cantidad que
por ahora se conserva de una relación que empezó siendo de admiración de la
escritora por el que consideraba su maestro y que tuvo su punto más álgido en
un íntimo conocimiento, un romance tórrido y pasional, para diluirse finalmente
en la distancia cortés de dos personas que tanto se quisieron. El epistolario
comienza en 1883 cuando doña Emilia tiene treinta y dos años y Galdós,
cuarenta, y se detiene en 1915, a cinco años de la muerte del escritor y a seis
de la Pardo Bazán. Hay que aclarar antes que nada que no se conservan las
remitidas por Galdós y que, por supuesto, se debe suponer que el epistolario de
doña Emilia no se redujo a este número, pues quedan muchos huecos temporales
por cubrir. Pocos documentos, por no decir ninguno, nos definen mejor una
personalidad que las cartas a veces íntimas, otras corteses que estos dos
grandes escritores se fueron enviando durante lo que podríamos considerar su
etapa de madurez tanto personal como literaria. Porque a través de la letra de
la Pardo Bazán no solo descubrimos a esa personalidad arrolladora, apasionada de
una mujer en permanente lucha a brazo partido contra un mundo de hombres, sino
también el talante moderado, discreto, por momentos tímido y siempre reservado
de un Galdós que si bien tuvo siempre el reconocimiento de sus lectores, no
disfrutó tanto del favor y la consideración de sus iguales (póngase como
ejemplo las dificultades para entrar en la Real Academia). Ni en vida, ni
después de muertos estos dos grandes monstruos de la literatura española del
siglo XIX han gozado de la fama y el reconocimiento que se les debe. Se queja
ella amargamente en sus cartas de las enormes dificultades, tan insalvables que
a veces claudica en su lucha, para que los colegas, con muchos menos méritos
que ella, la acepten como una más de entre ellos. Mujer independiente, viajera,
políglota, una mujer de rompe y rasga, llevó siempre como un distintivo de
orgullo su naturaleza femenina en tiempos en que las mujeres estaban condenadas
a la vida doméstica bajo la autoridad del marido. Y si Galdós también tuvo que
sufrir los desplantes de sus presuntuosos e ignorantes contemporáneos, más
lleva padeciendo desde que algún que otro “exquisito” no consintiera en sumarse
al homenaje que se le iba a rendir en el cincuentenario de su muerte. Pues
bien, este año se está cumpliendo el centenario de esta, y el año que viene se
cumplen los cien años de la muerte de doña Emilia. Seguramente, como suele
suceder en este país, estas efemérides pasen sin pena ni gloria. Pero no tengo
la menor duda de que a ellos dos les importa eso bien poco. Que les quiten lo
bailao. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 2 de mayo de 2020
martes, 7 de abril de 2020
ABASTECIMIENTO

viernes, 28 de febrero de 2020
A(NA)LFABETOS
Leyendo el otro día ‘El
infinito en un junco’, el maravilloso libro de Irene Vallejo que ya reseñara
hace unas semanas en esta misma página mi compañero Ramón Clavijo, me acordé de
la historia contada por el explorador y reportero
John Wilkins en su viaje a Norteamérica en 1641, que Umberto Eco incluyó en su
‘Los límites de la interpretación’, en la que refería el asombro de un
joven esclavo indio por su ignorancia ante el papel escrito, que lo había
delatado por dos veces cuando, encomendado por su amo, le había llevado unos
higos a un amigo y en el camino había dado cuenta de buena parte de ellos. La
relación de la anécdota terminaba con estas palabras: “Pero como fue reprendido con más firmeza que la vez anterior,
confesó su falta y admiró la divinidad del papel, prometiendo cumplir en el
futuro todas sus encomendaciones con fidelidad”. Irene Vallejo también aborda en su libro el problema del
analfabetismo y nos ofrece el dato extraído del I.N.E.: 670.000 en España, en
2016. Pero lo que interesa no es el dato, sino el sufrimiento que padece el
analfabeto en esta sociedad de hoy, definida por todos y por antonomasia como
la sociedad de la información y la comunicación. En un relato que nos estremece
y nos parece de otros siglos ya lejanos, cuenta Irene Vallejo las graves
limitaciones de una persona analfabeta a la que conoció, y los trucos a los que
tenía que acudir para solventar situaciones comprometidas, el más socorrido era
el olvido de las gafas. I. Vallejo termina con este fragmento: “Recuerdo sobre
todo el desamparo, el repertorio de pequeñas mentiras necesarias para pedir
ayuda a los desconocidos sin pasar vergüenza”. Es ese mismo analfabetismo el que
condena a Hanna, la protagonista de ‘El lector’ de Bernhard Schlink. Hoy, como
la propia Vallejo dice, “damos por hecho que todo el mundo aprende a leer y
escribir en la infancia”, y es cierto en apariencia. Hoy, a excepción de esas
670.000 personas, nadie puede considerarse analfabeto: todos hemos ido al
colegio y allí nos han enseñado a leer, escribir y otros y variados
conocimientos, que hemos aprovechado con suerte diversa. ¿Y solo con eso ya
podemos considerarnos alfabetizados? Bastaría con ponernos a la puerta de una
gran superficie comercial para darnos cuenta de que con eso solo no basta. Leer
exige su práctica, como escribir, como incluso actualizar diversos
conocimientos y, sobre todo, exige reflexión y sentido crítico ante los
problemas que acucian a esta sociedad y que son de todos; pero echamos una
mirada a nuestro alrededor y el panorama está más cercano al analfabetismo: no
se lee, no se escribe y, según mi compañero y amigo Cipriano, nada se sabe y,
lo que es peor, ni ganas de saber que tiene ese vulgo, del que decía Lope de
Vega que había que “hablarle en necio para darle gusto”. Hoy todos sabemos leer
un rótulo de una calle o la carta de un restaurante (ejemplos que aduce Irene
Vallejo), pero eso a muchos no los hace menos analfabetos. José López Romero.
viernes, 7 de febrero de 2020
DISPERSO
“Te noto disperso,
father”. Mi hija y su ojo clínico. “¿Y eso?”, le pregunto sorprendido. “Es que
te he visto de acá para allá, que si ahora coges un libro, que si después otro…
La edad, father, esos años de más, como los kilos”, mi hija y sus magníficos
métodos de motivación y autoestima. Y la verdad es que razón no le falta, lo
reconozco (no los años, que también). Desde que le dieron el Premio Nobel a
Peter Handke he intentado leer al menos tres novelas y de ninguna de ellas he
logrado pasar de la página veinte. ¡Yo, que no cerraba un libro hasta que no me
lo hubiera metido entre pecho y espalda, aunque no me hubiera enterado de nada!
¿La edad? Pues habrá que concederle toda la razón a mi hija. Uno se da cuenta
de que ya no tiene tiempo suficiente para perderlo en libros o, más
extensamente, en una literatura que tiene la descripción por castigo del lector
(algún ejemplo podía poner del tal Handke que roza casi lo absurdo). ¿Nobel?
Pues con su pan se lo coma. No será el alemán el primero ni el último de una
cada vez más larga lista de escritores indigestos. Quizá ya no le encuentre
tanto gusto (¿o masoquismo?) a los libros de escritores que como el citado o,
por poner un ejemplo patrio, Juan Benet, tienen por uno de sus principales
objetivos la tortura lectora. Y sin embargo, siempre he admirado a Bernhard o a
Juan José Saer, por citar escritores de estilos poco condescendientes con el
lector. Es posible que mi dentadura lectora ya no esté para carnes demasiado
duras. Pero ha dado la casualidad de que al mismo tiempo que mi dispersión de
Handke, me he topado con ‘Génie la loca’, una novela de Inès Cagnati (reseñada
en esta misma página). ¡Y con cuánta sencillez, con cuánta simplicidad se puede
transmitir tanta sensibilidad y estremecedora belleza! Y aunque todo estilo es
respetable y tiene su lugar, muchos de privilegio bien ganado en la historia de
la literatura, uno no puede por menos que preguntarse si es necesaria tanta
complicación, cuando Cagnati nos da una lección de lo que es una literatura que
está al alcance de muy pocos por su extrema y conmovedora sencillez. José López Romero.
miércoles, 22 de enero de 2020
"UN BUEN HIJO" DE PASCAL BRUCKNER
Un buen hijo es el
título de un relato autobiográfico que publicara en 1992 el filósofo, ensayista
y novelista francés Pascal Bruckner (París, 1948). En España la editorial Impedimenta
lo publicó en 2015. El comienzo no puede ser más impactante: el
narrador-protagonista-autor tiene diez años y antes de acostarse suele cumplir
con sus oraciones, como le ha enseñado su madre, pero en esta ocasión le pide a
Dios: «Dios mío, os dejo la elección del accidente,
pero haced que mi padre se mate». Tiene sus buenos motivos para
ello. Su padre es un maltratador que por cualquier motivo, a veces provocado
por él mismo, les pega sus buenas
palizas a su madre y a él, además de ejercer la violencia psicológica en la que
es un verdadero maestro. Varias son las escenas con que el narrador ilustra
este vil y despreciable comportamiento de su padre, al que para completar su
perfil nos lo presenta como un nazi en ideología y en la práctica (antisemita,
racista, etc.). La novela o relato autobiográfico con estos mimbres podría
haberse convertido en una narración de una dureza insoportable para cualquier
lector; sin embargo, el autor lo va suavizando al relatarnos que la familia
(los tres miembros: padre, madre e hijo) también disfrutaban de momentos de
felicidad, que también nos describe. De esta manera, el monstruo que es su
padre, se va destiñendo, va perdiendo su categoría de maltratador y nazi para,
a través de un proceso de ridiculización, frivolizarlo hasta convertirlo en un
payaso digno más de lástima que de repulsión. Así, acaba por resultar ridículo
el olfato que tiene para detectar a los judíos; sus vaivenes ideológicos (llega
a votar a la izquierda), cómo llora en brazos de su propia mujer el abandono de
una de sus amantes (lo que le parece conmovedor al narrador); su obsesión por
distinguir su apellido Bruckner del Brückner (con diéresis) judío, o las deudas
y sablazos que les pega a amigos y familiares al final de su vida, o la
suciedad o desaseo en que cae antes de ser internado en un hospital donde,
jugadas del destino, lo cuidan enfermeras negras y árabes.
¿Y la madre? Aguanta hasta llegar a cierto masoquismo los
malos tratos de su esposo, del que nunca ha querido separarse a pesar de los
consejos de su hijo y familiares y de que no tenía dependencia económica de
aquel. El único motivo de su negativa es sus firmes convicciones religiosas, como
miembro de una familia católica en la que no están bien vistas las separaciones
matrimoniales. La madre queda en el relato de su hijo en un segundo plano, una
mujer sumisa, plegada a la voluntad de su marido, aunque se cruzaban insultos
en sus continuas peleas; una mujer que nunca supo hacerse con las riendas de su
vida, porque siempre se sintió dependiente de alguien, su marido que la
maltrataba, o de algo, su fe católica, que le impedía separarse de aquel. El
narrador, su hijo, se compadece de ella pero le reprocha su debilidad.
Y ahora viene el narrador, el “buen hijo”. ¿Es un buen hijo
el que prefiere “poner entre paréntesis” a su familia antes que enfrentarse a
sus problemas? ¿Es un buen hijo el que prefiere cerrar la puerta y largarse
cuando el padre le ha pegado una paliza a su madre? ¿El que pide que lo
internen en un centro educativo para alejarse de un padre violento y una madre
débil, a la que nunca ha defendido, sino solo compadecido? El narrador confiesa
que nunca ha querido a su padre, pero que si en algún momento le hubiera
reconocido su maldad, hubiesen llorado juntos y lo hubiera perdonado. El padre
termina en el relato por aparecer, así nos lo muestra el narrador, como un pobre
hombre, un mal marido y un padre regular, pero un buen abuelo que tuvo durante
toda su vida el problema de sus convicciones nazis acompañadas de esa agresividad
y violencia que ejercía en el ámbito familiar.
En la parte
más personal, Bruckner quiere presentarse a los lectores como un hombre hecho a
sí mismo a pesar de las condiciones de su familia. Supo desvincularse de sus
padres y encontró en los libros y en algunos de sus profesores, tanto en el
instituto como en la universidad, a los padres sustitutos o adoptivos que le
dieron el calor emocional que no tuvo en su casa. Sin embargo, ninguno de estos
sale bien parado en el libro: el admirado profesor de Filosofía se le viene
abajo cuando visita su casa y conoce a su mujer; el prestigioso Roland Barthes,
quien le dirigió la tesis, se rebaja a llamar a una editorial para que no
publicaran un libro del narrador antes que uno suyo, y termina por
representárnoslo como un homosexual que no se sobrepone a la muerte de su madre
(el narrador se arrepiente de no haberlo reconfortado en aquellos momentos, ¿y
a su madre, cuándo la reconfortó o defendió cuando su padre le pegaba?) Y a
todo esto, cuidar a su padre al final de la vida de este no hay que entenderla
como una obra de caridad, sino como una carga de la que está harto hasta el
punto de sugerirle a su progenitor que se haga un “Stefan Zweig”. Y por último,
el envanecimiento del narrador por el éxito fulgurante de todos sus libros, de
cómo supo elegir la libertad que le daba la escritura antes que el trabajo
docente, que le daba seguridad pero le coartaba la creatividad (¡Cuántos
grandes escritores han compaginado sus labores creativas con sus labores
docentes!). En realidad y aunque no sea, por supuesto, la intención del autor,
resulta menos ridículo su padre, un ser repulsivo en tantos aspectos, que el
propio autor, tan presuntuoso y ególatra que logra sin proponérselo por cansar
al lector.
Cuando
terminas de leer esta novela la pregunta es obligada: ¿un buen hijo?
Gracias a todos los
miembros del Club de Lectura de la Biblioteca Central de Jerez. Sin la sesión
que celebramos el sábado, 17 de enero de 2020, esta opinión nunca se hubiera
redactado.
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