Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 2 de mayo de 2020

DOÑA EMILIA Y DON BENITO


Hace unas semanas (¿o ya meses?) tuve la satisfacción de acompañar a Juan Manuel Hernández en la presentación del libro ‘Miquiño mío’, del que es coeditor (junto con Isabel Parreño). Una reedición del que ya publicara la editorial Turner Noema en 2013. El título está recogido de una de las cartas que doña Emilia Pardo Bazán le dirige a don Benito Pérez Galdós, de un total de noventa y tres que conforman el libro, la cantidad que por ahora se conserva de una relación que empezó siendo de admiración de la escritora por el que consideraba su maestro y que tuvo su punto más álgido en un íntimo conocimiento, un romance tórrido y pasional, para diluirse finalmente en la distancia cortés de dos personas que tanto se quisieron. El epistolario comienza en 1883 cuando doña Emilia tiene treinta y dos años y Galdós, cuarenta, y se detiene en 1915, a cinco años de la muerte del escritor y a seis de la Pardo Bazán. Hay que aclarar antes que nada que no se conservan las remitidas por Galdós y que, por supuesto, se debe suponer que el epistolario de doña Emilia no se redujo a este número, pues quedan muchos huecos temporales por cubrir. Pocos documentos, por no decir ninguno, nos definen mejor una personalidad que las cartas a veces íntimas, otras corteses que estos dos grandes escritores se fueron enviando durante lo que podríamos considerar su etapa de madurez tanto personal como literaria. Porque a través de la letra de la Pardo Bazán no solo descubrimos a esa personalidad arrolladora, apasionada de una mujer en permanente lucha a brazo partido contra un mundo de hombres, sino también el talante moderado, discreto, por momentos tímido y siempre reservado de un Galdós que si bien tuvo siempre el reconocimiento de sus lectores, no disfrutó tanto del favor y la consideración de sus iguales (póngase como ejemplo las dificultades para entrar en la Real Academia). Ni en vida, ni después de muertos estos dos grandes monstruos de la literatura española del siglo XIX han gozado de la fama y el reconocimiento que se les debe. Se queja ella amargamente en sus cartas de las enormes dificultades, tan insalvables que a veces claudica en su lucha, para que los colegas, con muchos menos méritos que ella, la acepten como una más de entre ellos. Mujer independiente, viajera, políglota, una mujer de rompe y rasga, llevó siempre como un distintivo de orgullo su naturaleza femenina en tiempos en que las mujeres estaban condenadas a la vida doméstica bajo la autoridad del marido. Y si Galdós también tuvo que sufrir los desplantes de sus presuntuosos e ignorantes contemporáneos, más lleva padeciendo desde que algún que otro “exquisito” no consintiera en sumarse al homenaje que se le iba a rendir en el cincuentenario de su muerte. Pues bien, este año se está cumpliendo el centenario de esta, y el año que viene se cumplen los cien años de la muerte de doña Emilia. Seguramente, como suele suceder en este país, estas efemérides pasen sin pena ni gloria. Pero no tengo la menor duda de que a ellos dos les importa eso bien poco. Que les quiten lo bailao. José López Romero.  


martes, 7 de abril de 2020

ABASTECIMIENTO


Aunque a estas alturas quién más quién menos estará del coronavirus hasta la punta de lo que a cada lector se le ocurra, no me resisto a comentar una circunstancia que me llena de nuevo de ese pesimismo cuando del ser humano se trata y, en concreto, de nuestros conciudadanos. Cuando se dio la voz de alerta o alarma, de inmediato todos a la carrera frenética, al asalto a los supermercados; el abastecimiento de alimentos de primera necesidad era la obsesión, y mi pregunta, iluso de mí, fue ¿y las librerías? Por muchas imágenes que salían en la tele, no aparecía ninguna en ellas, solo los rollos de papel higiénico que surcaban los aires con destino al carrito de la compra. En ‘El infinito en un junco’ (un libro que es un pozo sin fondo de posibles artículos y que no me cansaré de recomendar), Irene Vallejo hace un repaso por esas historias en las que el ser humano, ante situaciones límites, ha encontrado el consuelo y la salvación en los libros. Por ejemplo, el testimonio de Nico Rost, prisionero en Dachau, que se atrevió a desafiar las duras condiciones de aquel terrible campo de concentración y que escribió: “Quien habla del hambre acaba teniendo hambre. Y los que hablan de la muerte, son los primeros que mueren. Vitamina L (literatura) y F (futuro) me parecen las mejores provisiones” (pág. 239). O el ejemplo de Elena Korybut, condenada a diez años en las minas de Vorkutá (más allá del círculo polar), para quien un libro de Pushkin, que pasó por miles de manos, fue su salvación (pág. 241). O el de Michel del Castillo en Auschwitz, salvado por ‘Resurrección’ de Tolstói (pág. 242). No estamos afortunadamente ni en un campo de concentración nazi ni en las minas de Vorkutá, pero el efecto liberador, terapéutico de un libro nunca se ha perdido. En estos malos tiempos que a todos nos ponen a prueba, la lectura sigue siendo un alimento de primera necesidad. José López Romero.

viernes, 28 de febrero de 2020

A(NA)LFABETOS


Leyendo el otro día ‘El infinito en un junco’, el maravilloso libro de Irene Vallejo que ya reseñara hace unas semanas en esta misma página mi compañero Ramón Clavijo, me acordé de la historia contada por el explorador y reportero John Wilkins en su viaje a Norteamérica en 1641, que Umberto Eco incluyó en su  ‘Los límites de la interpretación’, en la que refería el asombro de un joven esclavo indio por su ignorancia ante el papel escrito, que lo había delatado por dos veces cuando, encomendado por su amo, le había llevado unos higos a un amigo y en el camino había dado cuenta de buena parte de ellos. La relación de la anécdota terminaba con estas palabras: “Pero como fue reprendido con más firmeza que la vez anterior, confesó su falta y admiró la divinidad del papel, prometiendo cumplir en el futuro todas sus encomendaciones con fidelidad”. Irene Vallejo también aborda en su libro el problema del analfabetismo y nos ofrece el dato extraído del I.N.E.: 670.000 en España, en 2016. Pero lo que interesa no es el dato, sino el sufrimiento que padece el analfabeto en esta sociedad de hoy, definida por todos y por antonomasia como la sociedad de la información y la comunicación. En un relato que nos estremece y nos parece de otros siglos ya lejanos, cuenta Irene Vallejo las graves limitaciones de una persona analfabeta a la que conoció, y los trucos a los que tenía que acudir para solventar situaciones comprometidas, el más socorrido era el olvido de las gafas. I. Vallejo termina con este fragmento: “Recuerdo sobre todo el desamparo, el repertorio de pequeñas mentiras necesarias para pedir ayuda a los desconocidos sin pasar vergüenza”. Es ese mismo analfabetismo el que condena a Hanna, la protagonista de ‘El lector’ de Bernhard Schlink. Hoy, como la propia Vallejo dice, “damos por hecho que todo el mundo aprende a leer y escribir en la infancia”, y es cierto en apariencia. Hoy, a excepción de esas 670.000 personas, nadie puede considerarse analfabeto: todos hemos ido al colegio y allí nos han enseñado a leer, escribir y otros y variados conocimientos, que hemos aprovechado con suerte diversa. ¿Y solo con eso ya podemos considerarnos alfabetizados? Bastaría con ponernos a la puerta de una gran superficie comercial para darnos cuenta de que con eso solo no basta. Leer exige su práctica, como escribir, como incluso actualizar diversos conocimientos y, sobre todo, exige reflexión y sentido crítico ante los problemas que acucian a esta sociedad y que son de todos; pero echamos una mirada a nuestro alrededor y el panorama está más cercano al analfabetismo: no se lee, no se escribe y, según mi compañero y amigo Cipriano, nada se sabe y, lo que es peor, ni ganas de saber que tiene ese vulgo, del que decía Lope de Vega que había que “hablarle en necio para darle gusto”. Hoy todos sabemos leer un rótulo de una calle o la carta de un restaurante (ejemplos que aduce Irene Vallejo), pero eso a muchos no los hace menos analfabetos. José López Romero.

viernes, 7 de febrero de 2020

DISPERSO


“Te noto disperso, father”. Mi hija y su ojo clínico. “¿Y eso?”, le pregunto sorprendido. “Es que te he visto de acá para allá, que si ahora coges un libro, que si después otro… La edad, father, esos años de más, como los kilos”, mi hija y sus magníficos métodos de motivación y autoestima. Y la verdad es que razón no le falta, lo reconozco (no los años, que también). Desde que le dieron el Premio Nobel a Peter Handke he intentado leer al menos tres novelas y de ninguna de ellas he logrado pasar de la página veinte. ¡Yo, que no cerraba un libro hasta que no me lo hubiera metido entre pecho y espalda, aunque no me hubiera enterado de nada! ¿La edad? Pues habrá que concederle toda la razón a mi hija. Uno se da cuenta de que ya no tiene tiempo suficiente para perderlo en libros o, más extensamente, en una literatura que tiene la descripción por castigo del lector (algún ejemplo podía poner del tal Handke que roza casi lo absurdo). ¿Nobel? Pues con su pan se lo coma. No será el alemán el primero ni el último de una cada vez más larga lista de escritores indigestos. Quizá ya no le encuentre tanto gusto (¿o masoquismo?) a los libros de escritores que como el citado o, por poner un ejemplo patrio, Juan Benet, tienen por uno de sus principales objetivos la tortura lectora. Y sin embargo, siempre he admirado a Bernhard o a Juan José Saer, por citar escritores de estilos poco condescendientes con el lector. Es posible que mi dentadura lectora ya no esté para carnes demasiado duras. Pero ha dado la casualidad de que al mismo tiempo que mi dispersión de Handke, me he topado con ‘Génie la loca’, una novela de Inès Cagnati (reseñada en esta misma página). ¡Y con cuánta sencillez, con cuánta simplicidad se puede transmitir tanta sensibilidad y estremecedora belleza! Y aunque todo estilo es respetable y tiene su lugar, muchos de privilegio bien ganado en la historia de la literatura, uno no puede por menos que preguntarse si es necesaria tanta complicación, cuando Cagnati nos da una lección de lo que es una literatura que está al alcance de muy pocos por su extrema y conmovedora sencillez.  José López Romero. 

miércoles, 22 de enero de 2020

"UN BUEN HIJO" DE PASCAL BRUCKNER


Un buen hijo es el título de un relato autobiográfico que publicara en 1992 el filósofo, ensayista y novelista francés Pascal Bruckner (París, 1948). En España la editorial Impedimenta lo publicó en 2015. El comienzo no puede ser más impactante: el narrador-protagonista-autor tiene diez años y antes de acostarse suele cumplir con sus oraciones, como le ha enseñado su madre, pero en esta ocasión le pide a Dios: «Dios mío, os dejo la elección del accidente, pero haced que mi padre se mate». Tiene sus buenos motivos para ello. Su padre es un maltratador que por cualquier motivo, a veces provocado por él mismo, les pega  sus buenas palizas a su madre y a él, además de ejercer la violencia psicológica en la que es un verdadero maestro. Varias son las escenas con que el narrador ilustra este vil y despreciable comportamiento de su padre, al que para completar su perfil nos lo presenta como un nazi en ideología y en la práctica (antisemita, racista, etc.). La novela o relato autobiográfico con estos mimbres podría haberse convertido en una narración de una dureza insoportable para cualquier lector; sin embargo, el autor lo va suavizando al relatarnos que la familia (los tres miembros: padre, madre e hijo) también disfrutaban de momentos de felicidad, que también nos describe. De esta manera, el monstruo que es su padre, se va destiñendo, va perdiendo su categoría de maltratador y nazi para, a través de un proceso de ridiculización, frivolizarlo hasta convertirlo en un payaso digno más de lástima que de repulsión. Así, acaba por resultar ridículo el olfato que tiene para detectar a los judíos; sus vaivenes ideológicos (llega a votar a la izquierda), cómo llora en brazos de su propia mujer el abandono de una de sus amantes (lo que le parece conmovedor al narrador); su obsesión por distinguir su apellido Bruckner del Brückner (con diéresis) judío, o las deudas y sablazos que les pega a amigos y familiares al final de su vida, o la suciedad o desaseo en que cae antes de ser internado en un hospital donde, jugadas del destino, lo cuidan enfermeras negras y árabes.
¿Y la madre? Aguanta hasta llegar a cierto masoquismo los malos tratos de su esposo, del que nunca ha querido separarse a pesar de los consejos de su hijo y familiares y de que no tenía dependencia económica de aquel. El único motivo de su negativa es sus firmes convicciones religiosas, como miembro de una familia católica en la que no están bien vistas las separaciones matrimoniales. La madre queda en el relato de su hijo en un segundo plano, una mujer sumisa, plegada a la voluntad de su marido, aunque se cruzaban insultos en sus continuas peleas; una mujer que nunca supo hacerse con las riendas de su vida, porque siempre se sintió dependiente de alguien, su marido que la maltrataba, o de algo, su fe católica, que le impedía separarse de aquel. El narrador, su hijo, se compadece de ella pero le reprocha su debilidad.
Y ahora viene el narrador, el “buen hijo”. ¿Es un buen hijo el que prefiere “poner entre paréntesis” a su familia antes que enfrentarse a sus problemas? ¿Es un buen hijo el que prefiere cerrar la puerta y largarse cuando el padre le ha pegado una paliza a su madre? ¿El que pide que lo internen en un centro educativo para alejarse de un padre violento y una madre débil, a la que nunca ha defendido, sino solo compadecido? El narrador confiesa que nunca ha querido a su padre, pero que si en algún momento le hubiera reconocido su maldad, hubiesen llorado juntos y lo hubiera perdonado. El padre termina en el relato por aparecer, así nos lo muestra el narrador, como un pobre hombre, un mal marido y un padre regular, pero un buen abuelo que tuvo durante toda su vida el problema de sus convicciones nazis acompañadas de esa agresividad y violencia que ejercía en el ámbito familiar.
         En la parte más personal, Bruckner quiere presentarse a los lectores como un hombre hecho a sí mismo a pesar de las condiciones de su familia. Supo desvincularse de sus padres y encontró en los libros y en algunos de sus profesores, tanto en el instituto como en la universidad, a los padres sustitutos o adoptivos que le dieron el calor emocional que no tuvo en su casa. Sin embargo, ninguno de estos sale bien parado en el libro: el admirado profesor de Filosofía se le viene abajo cuando visita su casa y conoce a su mujer; el prestigioso Roland Barthes, quien le dirigió la tesis, se rebaja a llamar a una editorial para que no publicaran un libro del narrador antes que uno suyo, y termina por representárnoslo como un homosexual que no se sobrepone a la muerte de su madre (el narrador se arrepiente de no haberlo reconfortado en aquellos momentos, ¿y a su madre, cuándo la reconfortó o defendió cuando su padre le pegaba?) Y a todo esto, cuidar a su padre al final de la vida de este no hay que entenderla como una obra de caridad, sino como una carga de la que está harto hasta el punto de sugerirle a su progenitor que se haga un “Stefan Zweig”. Y por último, el envanecimiento del narrador por el éxito fulgurante de todos sus libros, de cómo supo elegir la libertad que le daba la escritura antes que el trabajo docente, que le daba seguridad pero le coartaba la creatividad (¡Cuántos grandes escritores han compaginado sus labores creativas con sus labores docentes!). En realidad y aunque no sea, por supuesto, la intención del autor, resulta menos ridículo su padre, un ser repulsivo en tantos aspectos, que el propio autor, tan presuntuoso y ególatra que logra sin proponérselo por cansar al lector.
         Cuando terminas de leer esta novela la pregunta es obligada: ¿un buen hijo?   

Gracias a todos los miembros del Club de Lectura de la Biblioteca Central de Jerez. Sin la sesión que celebramos el sábado, 17 de enero de 2020, esta opinión nunca se hubiera redactado.