Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

viernes, 24 de diciembre de 2021

DEDICATORIAS PARALELAS

“A Pilarita Azlor Aragón y Guillamas y a Isabelita Silva y Azlor Aragón. En las largas y solitarias horas de esta mi última enfermedad me imaginaba algunos días que veníais las dos, como tantas otras veces, y apoyadas en mis rodillas me pedíais que os contara un cuento; y para realizar en parte esta dulce ilusión os escribí entonces esta historia de ‘Pelusa’. Creo que esto será lo último que escriba; y no porque piense colgar mi pluma como el bueno de Cervantes, sino porque la enfermedad me la arrebató ya de las manos, y la muerte se encargará pronto de tirarla a la basura, que es el lugar más adecuado…” Firmaba la dedicatoria “Luis Coloma, S. J. Madrid, 2 de noviembre de 1912 (P. Luis Coloma, ‘Cuentos para niños’. Ed. Peripecias). Dos años y medio aproximadamente tardaron sus vaticinios en cumplirse, pues el 10 de junio de 1915 el Padre L. Coloma daba su alma al descanso eterno, cuando ya contaba sesenta y cuatro años, quizá ni él mismo pensara llegar a tanta vida después de que a los veintiuno se pegara accidentalmente un tiro en el pecho, por el que estuvo al borde de la muerte. En su celda del convento de los jesuitas de Madrid, aquejado de cientos de achaques, esa “mala salud de hierro” que lo acompañó durante toda su vida, Coloma cerraba con aquella dedicatoria uno de sus cuentos infantiles, ‘Pelusa’, que fue escribiendo a lo largo de toda su vida y a los que tanto quería. A 2 de noviembre, con ese frío que anuncia la inminencia del invierno, consciente y resignado a dar por acabado el oficio que tanto tiempo le ocupó y en el que tanto amor volcó, la escritura, Coloma seguramente recordaría también a aquel “Carlitos X, ilustre general y revoltoso chicuelo” a quien dedicó su cuento ‘Periquillo sin miedo’ porque “una noche en que habías enredado más que de ordinario, te cogí por la manita sin decir palabra, y te llevé al famoso torreón moruno, terror de los revolucionarios del Colegio. Por el camino me dijiste que habías pensado ser un general muy valiente y que, por lo tanto, a nada temías”. Pero sobre todo, recordaría sin duda su cuento más emotivo, ‘Ratón Pérez’, para el rey Alfonso XIII, entonces príncipe, y publicado por vez primera en 1894. En la edición de 1911 Coloma se lo dedica a “Su Alteza Real el Serenísimo Señor Príncipe de Asturias, Don Alfonso de Borbón y Battenberg” con estas palabras: “Hace cerca de veinte años que escribí estas páginas para S. M. el Rey D. Alfonso XIII, vuestro augusto padre. Permitidme, señor, que, al reimprimirlas hoy, las dedique a V.A. deseoso de que arraiguen en vuestra alma, tan honda y fructuosamente como arraigó en vuestro padre, la sencilla y sublime idea de la verdadera fraternidad humana…”. En 1616, Cervantes ponía el punto final a su novela ‘Los trabajos de Persiles y Sigismunda’, que ofrecía a Don Pedro Fernández de Castro, séptimo conde de Lemos. En ella decía el más grande de los ingenios españoles. “Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo esta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia; que podría ser fuese tanto el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos, y por lo menos sepa Vuesa Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle que quiso pasar aun más allá de la muerte, mostrando su intención”. Cervantes daba su alma al eterno el 23 (22) de abril de 1616, cuando contaba sesenta y siete años de edad. José López Romero.

  

miércoles, 22 de diciembre de 2021

lunes, 13 de diciembre de 2021

SIGNOS

 

“¿Qué diferencia notas, father?” Habíamos coincidido mi hija y yo en la librería de cabecera y la preguntita hizo que girara a mi alrededor y al poco me di cuenta de que ¡toda una estantería estaba vacía! Solo colgaba el nombre de la sección “Astrología”. Ante la curiosidad, más que la sorpresa, el librero se adelantó a la pregunta: “Sí. Hemos tenido que retirar todos los libros y especialmente los relativos al zodíaco por obsoletos. Ha aparecido un nuevo signo y ya esos libros están anticuados”. No daba crédito. Pero mi hija, siempre ella, me guardaba (esta vez sí) la gran sorpresa. “Father, ¿y a que no sabes cómo se llama ese nuevo signo y qué fechas del calendario ocupa? Cáete: se llama “ofiuco” y lo más grande: ¡tú perteneces a ese signo!” Uno, aunque nunca ha sido llamado por las divinidades astrales por los caminos de la fe horoscopaliana, tiene su corazoncito y sus años a la espalda para que ahora le digan que en vez de sagitario eres un ofiuco indeterminado. La verdad es que, a pesar de mantener la compostura, no  me hizo la menor gracia la novedad. ¿Eso quería decir que durante toda mi vida había tenido una personalidad que no me correspondía? ¿Que respondía a unos rasgos emocionales, intelectuales e incluso a una eventual fortuna que no eran los míos? ¿Sería ahora compatible con mi mujer? ¿podría haberme tocado el euromillón si hubiera sabido antes que era ofiuco? Demasiadas preguntas se me agolpaban en la cabeza, demasiadas inquietudes. Tenía la sensación de haber vivido una vida impostada, un engaño, una vida que no me correspondía. Y lo que es más grave ¿cómo es un ofiuco? ¡Al menos para intentar dar el perfil y hasta la cara! Y llevar mi nueva identidad con la dignidad requerida y con orgullo para que puedan decirme “¡Pero qué ofiuco estás hecho!” José López Romero.

viernes, 26 de noviembre de 2021

APLAUSOS

 

Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez, y hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contemporáneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal.”, así comienza el libro titulado ‘Historia de la estupidez humana’ de Paul Tabori, y si a esta cita le añadimos la afirmación de que “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio.”, que podemos leer en ‘Las leyes fundamentales de la estupidez humana’ de Carlo M. Cipolla; y abundando en el asunto traemos aquí la idea de que la estupidez es otro de los factores que nos diferencian de las máquinas por su imprevisibilidad, que leemos en ‘Lo imprevisible’, libro muy recomendable, como los anteriores, de Marta García Aller, ya tendríamos, en tres notas, una buena definición de la estupidez humana. El catorce de octubre pasado, en sesión plenaria del Congreso de los Diputados, al bajar de la tribuna Alberto Rodríguez, que había sido condenado unos días antes por el Tribunal Supremo por patear en una manifestación a un policía, compañeros y compañeras de su partido y de la coalición, entre ellas la vicepresidenta del gobierno, le dedicaron un aplauso. Es decir, los representantes del pueblo, los supuestos garantes de la democracia y el cumplimiento de las leyes aplauden a un individuo que le pegó patadas a un policía. Una versión moderna de aquel viejo tópico del “mundo al revés”, el de los estúpidos. Un día antes, el eterno Alfonso Guerra lamentaba que algunos asistentes al desfile de la Hispanidad hubieran abucheado a Pedro Sánchez y aplaudido a una cabra. Pues si me dieran a elegir entre la cabra y Alberto Rodríguez… José López Romero. 

viernes, 29 de octubre de 2021

LO IMPREVISIBLE

‘Lo imprevisible’ es el título de un libro escrito por la periodista especializada en temas tecnológicos Marta García Aller y publicado el pasado año por Planeta. Un ensayo que tiene como denominador común la relación del ser humano con las nuevas tecnologías y, en consecuencia, con el llamado big data o almacenamiento de datos de todo tipo y asunto que vamos acumulando a diario y de los que apenas tenemos ni conciencia ni control sobre ellos. Así visto ese dichoso big data, al lector un tanto sensible y un poco avisado en estos temas si, por un lado, no le coge de sorpresa mucha de la información que García Aller va analizando a lo largo de su trabajo; por otro lado, no resiste la tentación a medida que va leyendo de mirar a un lado y a otro, e incluso, si me apuran, a echar un vistazo por debajo de la cama, no vaya a ser que una cámara se nos haya colado por algún intersticio de la pared y nos estén convirtiendo en un pequeño pero muy visitado vídeo de TikTok. A poco que estemos documentados, no nos extrañan los avances en medicina, en relaciones personales, o en meteorología debidos en gran medida a las máquinas, por poner asuntos que trata con humor y un tono divulgativo admirables, lo que hace del libro una lectura amena y muy aleccionadora. Pero los datos van mucho más allá del simple conocimiento superficial del que solo se informa a través de algunos medios de comunicación. La ¿peregrina? idea de que el cambio climático se combatiría mejor con una humanidad más bajita, o el “furor” desatado por la novedad de los robots como juguetes sexuales, o que sepan las empresas de relaciones personales cuándo los clientes son menos exigentes en establecer o aceptar encuentros, o los algoritmos que pueden predecir y, por ello, prevenir los incendios en Seattle o los delitos en Nueva York, son trabajos que nos facilitan en la actualidad las máquinas, estos últimos citados a través de estudios realizados (¡asómbrense!) por una empresa española fundada y dirigida por una ingeniera española (¡Qué lejos queda ya aquella mítica y enorme Deep blue creada por IBM para intentar ganar al campeón del mundo de ajedrez Boris Kásparov allá por 1996!). Pero si de entre tanto dato y análisis tuviéramos que quedarnos con alguno, por mi parte me quedaría con tres. Uno, el control e información de los Estados y las empresas sobre los ciudadanos y usuarios o clientes a través de las cámaras de reconocimiento facial y de nuestros gustos y hábitos (cada “me gusta” es una fuente de información que nos identifica y clasifica, de ahí que debamos mirar a un lado y a otro antes de apretar el ratoncito); el segundo, que el humor es la única arma que tendremos los humanos si alguna vez las máquinas deciden pensar por su cuenta. Y el tercero, el llamado “crédito social” que inventaron los chinos (en esto del control son unos adelantados, menos en el virus), por el que un ciudadano ejemplar puede gozar de exenciones fiscales y descuentos de todo tipo. Pero, claro, en una sociedad en que los valores éticos e intelectuales están bajo mínimos, y la estupidez se cotiza por todo lo alto, ¿a quién calificaríamos como “ciudadano ejemplar”? Y no me obliguen a decir nombres. José López Romero.