“Algunos años ha que volví yo a mi antigua ociosidad, y, pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía; y así, las arrinconé en un cofre y las consagré y condené al perpetuo silencio.”. Así se lamentaba con más resignación que amargura don Miguel de Cervantes en su prólogo a las ‘Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados’ que publicara en 1615 (en M. de Cervantes, ‘Comedias y tragedias’, Madrid, RAE, Espasa, 2015). Más de una veintena o treinta contaba el propio D. Miguel que había escrito en la década de 1580 y que habían logrado la aceptación general del público (“que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas”). Pero es en el mismo prólogo a las ‘Ocho comedias…’ donde termina reconociendo la irrupción como si de un terremoto para los corrales de finales del siglo XVI se tratara del gran Lope de Vega: “y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzose con la monarquía cómica; avasalló y puso debajo de su juridición a todos los farsantes; llenó el mundo de comedias proprias, felices y bien razonadas, y tantas, que pasan de diez mil pliegos los que tiene escritos, y todas (que es una de las mayores cosas que puede decirse) las ha visto representar, o oído decir, por lo menos, que se han representado.” Con todo, nunca Cervantes despreció o tuvo en menos sus propias obras en comparación con las ajenas, e incluso se arrogó ciertas innovaciones (“me atreví a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían; mostré, o, por mejor decir, fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con general y gustoso aplauso de los oyentes.”), ni abjuró de un arte de hacer comedias y tragedias con buen gusto y honesto propósito, que alegraran, admirasen y suspendieran a los espectadores. Y, por el contrario, se lamentaba del éxito de “las comedias actuales: llenas de disparates y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera.”. Cuatro siglos más tarde leemos. “Si un editor tiene un libro entre las manos que sabe que es venenoso, pero se trata de un veneno que el público demanda, lo editará. Si a un escritor se le ofrece redactar quinientas páginas repletas de clichés y fórmulas oxidadas con que envenenar a sus lectores, y si ese ofrecimiento comporta una suma nada despreciable de dinero, lo escribirá” (Carlos Segovia, “Morirás envenenado”, en AA.VV. ‘Nueva carta sobre el comercio de libros’, Playa de Ákaba, 2014). Hoy como ayer “lo serio es vender productos, hacer caja a base de nombres, rostros, textos de fácil digestión y rápida evacuación. Para qué empeñarse en hacer las cosas bien cuando lo malo vende más y mejor”. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 22 de abril de 2022
viernes, 8 de abril de 2022
DECIDIDAMENTE NO
No. Decididamente no. Ella era una escritora de éxito. Y no pocos sacrificios y penalidades le había costado llegar hasta allí. Pero lo que cada vez le provocaba más pereza era la exposición pública. Eso de estar siempre atenta al lacito que debía ponerse en la solapa; eso de firmar manifiestos que le ponían por delante, sin leer siquiera; y eso de asistir a las manifestaciones en contra de lo que fuera o a favor de ya no sabía qué causa, pero siempre en primera línea para que la viesen bien y poder rentabilizar su presencia, cada vez le resultaba más molesto y hasta ingrato. ¡Y ahora la maldita guerra! Y para colmo a un loco, a un descontrolado se le había ocurrido preguntar públicamente qué estaban haciendo los intelectuales, los artistas los escritores de este país por los millones de víctimas, por los refugiados, por las familias que lo han perdido todo, por los miles de niños sin hogar; que no bastaba firmar documentitos y manifiestos, con ponerse un lacito en la chaqueta con los colores de Ucrania, que eso de asistir a las manifestaciones tras de una pancarta ya no era suficiente, que había que dar un paso al frente y ayudar económicamente, acoger a esas familias… sobre todo ellos, que disfrutaban de una posición desahogada, que vivían mimados por el nuevo régimen que pagaba escrupulosamente los servicios prestados con premios y galardones. Y ella se removía en su sofá de cuero leyendo en el periódico la soflama de aquel energúmeno que reclamaba tamaño sacrificio, porque todos debíamos arrimar el hombro –decía-, y que ahora era el tiempo de la solidaridad, de la generosidad, palabras con las que tanto se les había llenado la boca. No. Ella no estaba dispuesta a ese sacrificio, a complicarse la vida metiendo en su casa a una familia, por muy refugiada que fuera. En todo caso, se indignaba, que las acojan esas políticas, las de la diplomacia de precisión, así les darían un sentido a sus vidas, se decía con sarcasmo mientras su mirada se perdía en un hermoso atardecer frente al mar. José López Romero.
viernes, 25 de marzo de 2022
INVASIÓN
En septiembre de 1540 una armada turca, al mando de Acenagaga, uno de los hombres de confianza de Barbarroja, el gran almirante y corsario otomano invadía o, mejor dicho, hacía una incursión en las costas españolas, en concreto en Gibraltar, plaza de ubicación estratégica, entrada al continente africano y vigía de los movimientos de las continuas armadas que se preparaban sobre todo en Argel y que no tenían otro objetivo que hostigar las costas cristianas del mediterráneo. Del saco que sufrió la plaza, en pérdida de vidas, prisioneros para ser vendidos como esclavos y todos los bienes que pudieron robar los turcos, nos da cumplida cuenta el escritor Pedro Barrantes Maldonado en su ‘Diálogo entre Pedro Barrantes Maldonado y un caballero extranjero’ (editorial Renacimiento, Espuela de Plata, 2009). Un Barrantes que unía a su actividad de escritor la de soldado (según el modelo del caballero renacentista: las armas y las letras) y que intervino en la campaña de defensa y socorro de Gibraltar en aquellas jornadas, ya que por aquel año residía en Sanlúcar de Barrameda, al servicio del Duque de Medina Sidonia, a quien acompañó en tal empresa. Por carta del propio Duque conocemos que “Por la hora que me vino el aviso de lo de Gibraltar, me partí con toda la gente de pie y de caballo de esta mi tierra para allá, lo mismo hizo la ciudad de Jerez. Llegado a Medina eran salidos cien lanzas y quinientos peones a socorrer aquella ciudad y que de Jimena, que está cinco leguas de ella, había ido toda la gente de caballo y de pie con muchos bastimentos y con otras provisiones”. Y la misma ayuda prestó la ciudad de Sevilla, que días después del saco, envió una carta al emperador Carlos con la súplica de que atendiera la necesidad de fortificar la plaza “y proveerla de armas y de gente que convenga para su guarda y defensa”. La incursión, como era habitual en la época, apenas duró una jornada, el tiempo necesario para hacerse con un suculento botín en seres humanos y bienes materiales. Pero en este caso, la jugada no les salió a los turcos tan a su gusto como se felicitaban satisfechos después del saqueo y ya en alta mar, pues a su encuentro salió don Bernardino de Mendoza, general de la armada de España, y en combate naval “venció, mató y cautivó la mayor parte dellos, y les tomó diez navíos y libertó setecientos y cincuenta cristianos”, como nos cuenta Barrantes en la segunda parte de su libro. Esta crónica que ahora leemos por una parte como pieza de valor literario, pues es un excelente ejemplo y modelo de uno de los géneros renacentistas por excelencia como es el diálogo, y por otra, como una página más de nuestra historia, de un tiempo ya lejano y cerrado, se vuelve trágicamente a abrir, alcanza terrible vigencia y actualidad porque siempre, sea el tiempo que sea, hay un monstruo que en su delirio de locura decide una y otra vez repetir hechos históricos que creíamos que solo pertenecían ya a la literatura. José López Romero.
domingo, 13 de marzo de 2022
LA FAMILIA
“Estoy ahora leyendo con mi hija ‘El buscón’ de Quevedo”, me dijo el otro día un compañero en las siempre sufridas labores de la docencia, aunque no de la literaria. Y pensé que aquella lectura al alimón entre padre e hija no era mal método para iniciar a los jóvenes en el gusto por los clásicos, tan olvidados en estos tiempos. Y el comentario sobre el manejo de ediciones de obras, como esta de don Francisco, que requieren de un buen aparato de notas aclaratorias al texto, por la cantidad de giros, de modismos propios de la época, trajo de la mano el lamento, por frecuente ya tópico, de ese destierro que padecen nuestro clásicos en aras de al menos conseguir lectores con productos de entretenimiento, muchos de ellos de dudosa calidad. Todo sea por hacer lectores, aunque a costa de lo más sagrado. ¡Animación a la lectura! es el grito desesperado que se oye en las aulas, en las bibliotecas públicas... La lectura como el medio para desarrollar las capacidades lingüísticas, las escritas y las orales, en franco y casi irreversible retroceso entre nuestros jóvenes. Eran sin duda otros tiempos en los que el alumnado disfrutaba de un buen análisis de ‘La Celestina’, por poner un ejemplo que me trae, nostálgico, recuerdos conmovedores. ¡Qué podemos esperar de estos tiempos de ahora, en los que nuestros menores se pasan más de 730 horas al año colgados de Internet, es decir, más de un mes de cada año de sus vidas! Tiempo que hurtan a otras actividades, sean deportivas o lectoras, tan sanas ambas. Consintamos pero negociemos. Acojamos a Internet como uno más de la familia y sentemos incluso a la mesa a los móviles, pero a cambio dediquemos un mueble, al menos una estantería de nuestras casas a los libros, y reservemos un anaquel para los clásicos. Quizá un día los leamos con nuestros hijos. Porque como la educación, el hábito de leer debe adquirirse y traerse de casa. José López Romero.
domingo, 27 de febrero de 2022
DOS PÁGINAS DE LA MISMA HISTORIA
“¡Ah, viejo de la barca! ¿No oyes?
Espera, no te partas, respóndeme a lo que quiero preguntarte”. “¿Quién será
este presuntuoso arrogante que con tanta furia camina y con tanta priesa me
llama?... Estraño debe ser este. Sin pies ni manos camina, la cabeça hendida…
degollado y con dos estocadas por los pechos… Camina, si quieres, que me haces
perder el tiempo… entra y dime quién eres”. “¿Acaso no conoces a don Pedro Luis
Farnesio, hijo natural de Alejandro Farnesio, que fuera Papa bajo el título de
Paulo III, y que por obra y gracia de mi ilustre padre soy duque de Castro, de
Parma y Piacenza, marqués de Novara, capitán general y confalonier de la
Iglesia?”. “¡Ya, ya! Pues cómo tu padre con toda su dignidad no te avisó y protegió
de la desastrada muerte que por tu aspecto has tenido y de este último viaje en
esta barca y con esta canalla a la que ahora, con todos tus títulos,
perteneces? Toma asiento y cállate” (‘Diálogo entre Caronte y el ánima de Pier
Luigi Farnesio’ S. XVI). Con un gesto de desprecio y no sin altanería, el
Farnesio se dispuso a cumplir con su postrer destino. Mientras, su cabeza no
paraba de rumiar su triste suerte, de lamentar cuantas acciones o traiciones le
habían llevado hasta allí y en aquellas condiciones. Sin duda el emperador
estaba detrás de todo aquello. Sí. Aunque no era para menos –ahora lo
reconocía-. Su padre que lo había llenado de títulos, honores y riquezas
también le había encomendado quehaceres e intrigas que él sabía no le iban a
llevar a buen fin. Y aunque por los años 1527-1528 había ayudado a Carlos V en
las guerras contra los franceses en la Italia meridional, e incluso años más
tarde había participado activamente en las negociaciones de paz entre Francisco
I, el rey francés, y el emperador español, este no le había perdonado a Paulo
III su sospechosa neutralidad y, por consiguiente, su falta de apoyo a la
política imperial, sus intrigas con Francisco I y, lo que era más grave, ¡había
llegado a entablar conversaciones con el Turco! Que al llegar a oídos de Carlos
V lo había tomado como una traición a toda la Cristiandad que debía tener su
cumplida respuesta y sus consecuencias. Y el castigo a tanto despropósito y
tantas ambigüedades le había tocado a él. El 10 de septiembre de 1547, era asesinado
en la fortaleza de Piacenza el duque Pier Luigi Farnesio a manos de Ferrante
Gonzaga y de un grupo de nobles plasentinos, bajo cuyas manos manchadas de
sangre se puede adivinar la sombra alargada y todopoderosa del emperador Carlos
V que, con la muerte del bastardo, castigaba el nepotismo, la ambición sin
límites y las intrigas de su padre Alejandro Farnesio, el papa Paulo III. “La
cabeça hendida, degollado y con dos estocadas por los pechos”. Casi cuatro
siglos más tarde, el 28 de abril de 1945, Benito Mussolini, el Duce, era
sumariamente ejecutado. Su cuerpo y el de Claretta Petacci, su amante, fueron
trasladados a Milán y “abandonados en la plaza de
Loreto, para que una muchedumbre enfurecida
los insultase y maltratase físicamente. Después fueron colgados boca abajo de
una viga de metal sobre una gasolinera en la plaza. Los cadáveres fueron
azotados, disparados y golpeados con martillos”.
Seguramente Caronte ya no se extrañaría del aspecto de sus nuevos pasajeros.
José López Romero.
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