Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

viernes, 9 de mayo de 2025

ENTREGAS

“Sociedad literaria. Lujo, prontitud y varatura (sic). ‘Martín el expósito’. Traducción del Doncel.- Edición de la Sociedad Literaria con grabados y litografías. Se ha repartido el tomo 11 y dentro de poco se repartirá el 12. Cada tomo consta de más de 200 págs. Con el 9º se han regalado 16 láminas litografiadas y el retrato de Sué. Se regalará el último tomo y con él el resto de las láminas ofrecidas. Se suscribe en Madrid a 4 rs. tomo, en la Sociedad Literaria; y a 5 rs. en las provincias franco el porte, en casa de D. José Bueno y de D. José María Contrastin”. Este era el anuncio que el 25 de marzo de 1847 aparecía en el Boletín de anuncios de la Revista Jerezana. La “Sociedad Literaria” era una editorial propiedad del famoso por aquellos años autor de novelas por entregas Wenceslao Ayguals de Izco, quien también se autoanunciaba con la publicación de su obra ‘La marquesa de Bella-flor o el niño de la inclusa’. La venta de novelas y de libros en general por suscripción popular fue uno de los métodos comerciales más frecuentes y socorridos durante el siglo XIX, que se complementaba con otros procedimientos como la entrega (lo que ahora llamamos fascículos) o, incluso, la publicación en los faldones de los periódicos o también llamado folletín (“Escrito que se inserta en la parte inferior de las planas de los periódicos, y trata de materias extrañas al objeto principal de la publicación, como artículos de crítica, novelas, etc…”, DRAE) que, una vez terminada, pasaba a comercializarse en volumen. De todo ello tenemos un excelente muestrario en nuestra ciudad si el curioso lector consulta el diario local ‘El Guadalete’, en su época de mayor esplendor que fue la segunda mitad del s. XIX, donde encontrará numerosos ejemplos de lo expuesto. Muchos de los grandes novelistas de esta época, así como sus editores acudieron a estos mecanismos de publicación porque llegaban a un público más numeroso y, en consecuencia, sus beneficios eran mayores. Sobre todo, aquellos autores que tenían la literatura como única fuente de ingresos, algunos de los cuales gozaban de una posición económica muy desahogada a base de suscripciones y entregas. Quizá el más famoso de entre ellos sea Manuel Fernández y González, del que se decía que disponía de cuatro amanuenses a los que les iba dictando al mismo tiempo las cuatro obras que tenía a la venta en el mercado de las entregas. Buena prueba de ello es la nota que incluye Valle-Inclán en la acotación inicial de la escena segunda de ‘Luces de bohemia’. De la librería de Zaratustra señala: “Empapelan los cuatro vidrios de una puerta cuatro cromos espeluznantes de un novelón por entregas”. Hoy, en plena era de la imagen y de la escasa lectura, poco o nada tienen que hacer estos novelones decimonónicos, basta con que el ciudadano se ponga delante del televisor y asista a las distintas entregas de los cuatro espeluznantes cromos de la situación política de nuestro país, con sus nombres y sus apellidos, y con sus láminas o sus rostros de cartón piedra como regalo. Como diría Valle: “¡fantoches!” José López Romero.

viernes, 4 de abril de 2025

EL BUFÓN

Los bufones siempre han estado íntimamente relacionados con las cortes, en las que los reyes y cortesanos al tiempo que se solazaban con diferentes y variados espectáculos, tenían y mantenían a estos personajes encargados de divertirlos con “chocarrerías y gestos” (como así reza la definición del DRAE). Algunos incluso llegaron a ocupar un puesto de privilegio en la privanza del rey, hasta el punto de erigirse en uno de sus más allegados consejeros. Prueba de ello es su presencia en las pinturas de la época. Y aunque casi todos de los que se nos han conservado memoria e imagen adolecen de alguna discapacidad, sobre todo, la enanez (como la famosa Maribárbola inmortalizada por el gran don Diego de Velázquez en ‘Las meninas’), como si por los enanos hubieran mostrado especial predilección los reyes, algunos, excepcionalmente, no presentaban ningún defecto físico. Esto es lo que se cuenta de uno de los más famosos bufones de la Corte de Carlos V: don Francés de Zuñíga o por nombre más conocido Francesillo de Zúñiga, quien se considera el autor de la no menos famosa ‘Crónica burlesca del emperador Carlos V’, aunque en los últimos tiempos Jesús Cáseda Teresa le atribuya esta obra a don Francisco de Zúñiga y Avellaneda, III conde de Miranda y Grande de España, quien conoció al bufón en la Corte y “en la tierra salmantina cuando este último estaba al servicio de su primo el duque de Béjar”. Porque don Francesillo, nacido en esta localidad salmantina y de familia de judíos, entró en contacto con el emperador cuando formaba parte del séquito con que el duque de Béjar fue a presentarle sus respetos al joven Habsburgo en un encuentro que tuvo lugar en Valladolid el 18 de noviembre de 1517, recién llegado el rey a España (datos recogidos de ‘Fortuna y adversidades de don Francés de Zúñiga’ de José A. Sánchez Paso). Su famosa ‘Crónica’ no fue impresa hasta el siglo XIX y se considera una obra maestra de la literatura bufonesca. Como si de un periódico se tratara, don Francés (o don Francisco) les da un repaso, entre chascarrillos y bromas, a cortesanos y villanos, obispos, militares, alcaldes y criados, sin dejar clase social libre de su acerada pluma. El bufón del reino era, como podemos comprobar por don Francesillo, un cargo o título de cierta relevancia y prestigio. Por el contrario, en estos tiempos, el bufón del reino puede serlo cualquiera, aunque alguno con más méritos que otros. José López Romero.

 

sábado, 22 de marzo de 2025

VIDAS DERROTADAS

Diego de Torres Villarroel nace en Salamanca un día de junio de 1694. Hijo de un modesto librero, ya desde su infancia mostró esa personalidad inquieta y turbulenta que le caracterizó a lo largo de toda su vida. Después de distintos vaivenes en busca de mejor suerte, publica en 1718 su primer ‘Almanaque’, un género popular que se había impuesto en buena parte de Europa; un cajón de sastre donde cabía toda clase de información, desde lo científico hasta lo divulgativo y engañoso, con el fin de halagar el gusto de la plebe (efemérides, noticias históricas y toda clase de pronósticos), que le fueron reportando a Torres Villarroel la fama y los medios de fortuna de los que hasta esa fecha había carecido. Los ‘Almanaques’ le abrirán las puertas de la Corte (1720-1726) y, con estas, la consolidación de un prestigio intelectual con la publicación de sus obras mayores “que sirviera de contrapeso docto al progresivo éxito popular del Gran Piscator de Salamanca, nombre con el que firma sus pronósticos” (cervantesvirtual.com/ diego_de_torres_villarroel). De vuelta a Salamanca en 1726, Torres gana por oposición la cátedra de Matemáticas. La celebración multitudinaria (cohetes, campanas, vivas) por tal acontecimiento la narra el propio Torres en el “Trozo cuarto” de su autobiografía (‘Vida’). Pero al mismo tiempo comienza su larga lucha contra el claustro universitario, que no aceptaba de buen grado que uno de los suyos fuera un advenedizo, componedor de pronósticos sin sustento científico. Perseguido, derrotado por los conflictos de intereses, Diego de Torres Villarroel se refugió en sus últimos años en el palacio de Monterrey, como administrador del Duque de Alba, para morir finalmente el 19 de junio de 1770.

 José Marchena, o más conocido como el abate Marchena (aunque nunca perteneció a orden religiosa alguna), nace en Utrera en 1768. Estudió Leyes en Madrid y Salamanca, y pronto orientó su vocación por las lenguas clásicas, por el hebreo, pero también por el inglés, el italiano y el francés, hasta convertirse en un excelente y prestigioso traductor. Perseguido por la Inquisición, se traslada a París y pronto abraza la causa revolucionaria y se une al partido de los girondinos, por lo que sufre pena de cárcel cuando entran en el poder los jacobinos. Su talante revolucionario y liberal fue el motivo de que Menéndez Pelayo lo incluyera en su ‘Biblioteca de los heterodoxos españoles’, en cuyas páginas le dedica toda clase de descalificaciones, entre las que “afrancesado” no es precisamente la más grave. Lo cierto es que el abate Marchena, al contrario de lo que afirmaba M. Pelayo, fue un hombre con fe, en la revolución; con patria, la libertad; y no sin lengua, sino con todas las que pudo aprender en su inquieta y azarosa vida, durante la cual le dio tiempo para traducir al castellano a buena parte de los escritores franceses prohibidos por la Inquisición. A finales de 1820 el abate Marchena vuelve a España, minado por tantas decepciones, para morir el 31 de enero de 1821. Vidas derrotadas, pero no menos ejemplares de la lucha por la libertad y la justicia. José López Romero. 

 

 

viernes, 7 de marzo de 2025

LA DUDA

Le venía de familia. Él tampoco tenía ninguna duda. Él también estaba en el lado correcto de la historia, como sus padres, sus abuelos... Y formaba parte de esa masa cuyos individuos se reconocían unos a otros por tener sintonizada en su aparato de radio la misma emisora, la de siempre, y por leer el mismo periódico, el de siempre, dos medios de comunicación que habían impuesto a base de prebendas y subvenciones un pensamiento, que llamaban “único” porque ninguno podía ser mejor. ¿Y el otro lado?, ¿el de enfrente? ¿el equivocado de la historia? A él le gustaba utilizar el mismo calificativo que tantas veces oía a sus referentes y que recordaba tiempos no muy lejanos, y considerar, como ellos también hacían, que todo lo que afirmaban los otros, los del lado incorrecto, era una burda mentira, patrañas y bulos. Y de aquella cadena y de aquel diario tomaba las recomendaciones literarias, porque nada más adecuado que leer a los escritores y escritoras que reseñaban o, mejor dicho, promocionaba el sistema. Una red de intercomunicaciones, como si fuera uno de esos gráficos con que se representa la IA, a través de la que satisfacía todas sus necesidades ideológicas, literarias y hasta espirituales. Y sobre todo porque nada de lo que oía o de lo que leía le daba motivos para dudar de su veracidad y de su calidad literaria. Y así, tenía a una bien nutrida lista de personalidades culturales a los que seguía como si perteneciera a una cofradía y aquellos fueran sus titulares. Escuchaba con devoción las tertulias literarias de su cadena, la de siempre; apuntaba los libros que recomendaba el suplemento literario del periódico, el de siempre; libros de aquellos escritores y escritoras de cabecera que no tardaba en adquirir. Pero un día se encontró por casualidad con una antigua compañera de universidad. Se tomaron unas cervezas para recordar viejos tiempos y, al hilo de la conversación, ella le fue recomendando algunos autores que no pertenecían al selecto grupo de sus “divinos”, sino a ese lado equivocado y oscuro de la historia. Por curiosidad compró algunos y cuando terminó de leer el primero, sintió cómo la duda le iba subiendo por el estómago hasta llegar al cerebro y le pareció que se asomaba a un abismo en el que no estaba dispuesto a caer… Le venía de familia.  José López Romero.

 

viernes, 21 de febrero de 2025

ENTREVISTA

“-Ahí te ha dado, father”. “¿Y ahora qué, padre”, les oigo decir a mis hijos que, con cara de recochineo, me reprenden como si yo fuera un colegial pillado fumando en los servicios del centro escolar. Y es que cuando a mis hijos les da por hurgar en la herida, no hurgan, hacen perforaciones. Y todo porque me oyeron decirle a su madre que estaba totalmente de acuerdo con las opiniones que Juan Gómez-Jurado había hecho en una entrevista publicada en Internet. Nada más que el titular que la periodista, Almudena de Cabo, había destacado, ya me atrajo la atención: “La literatura de entretenimiento es necesaria, porque es el único camino para acabar leyendo a Borges o García Márquez”. Comparto con el exitoso novelista esta afirmación. Porque antes de llegar a los clásicos, tanto antiguos como modernos, hay que pasar por un proceso de maduración lectora que, en el caso de Gómez-Jurado como en el mío propio, comenzó con los tebeos, con las novelas del oeste que le quitaba a escondidas a mi padre e incluso, recuerdo, con la serie de relatos sobre las peripecias de un pelotón de soldados, procedentes de batallones de castigo del ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial, escritas por Sven Hassel y publicadas todas en la colección Reno de la editorial Plaza y Janés. Y no menos de acuerdo en esta declaración, que es toda una demostración de sinceridad: “Hay novelas muy entretenidas y que no van a pasar a la historia de la literatura, como son las mías, que, sin embargo, están llenas de intención y de ganas de elevar el género, pero dentro del género, sin trascender. Y hay novelas que no venden tanto y que son absolutamente imprescindibles por otros motivos.” Una gran verdad, no solo por lo que afirma de su propia obra, sino por esa otra literatura, la buena, la que hace lectores de verdad, que corre el riesgo de no llegar al gran público lector y, por tanto, no formar parte de la historia del género. Es muy importante ese alarde de sinceridad del escritor, porque no hay mejor lección de vida que el reconocimiento de las propias limitaciones. Gómez-Jurado sabe y es plenamente consciente de que sus novelas poseen unas determinadas virtudes, que las han convertido en éxito, pero difícilmente gozarán de la gloria literaria. Entretener, divertir sin mayores pretensiones ni aspiraciones, es un propósito literario tan respetable y legítimo como el más elevado de ellos. El problema estriba en que mientras él ha conseguido alcanzar su objetivo, otros con mucha más calidad no llegan ni a contar con la protección de una modesta editorial que apueste por ellos. Al margen de los espectáculos que Gómez-Jurado se monta en las presentaciones o firmas de libros, de los que aquí, en Jerez, tuvimos un buen ejemplo, y de la anécdota de la mujer que le pegó con un cojín (otro elemento que forma parte de la puesta en escena), nada que reprocharle a la entrevista, sino todo lo contrario. “Bueno, father, ahora lo que toca es leer las obras completas de este señor en prueba de desagravio”, me dice mi hija. “Eso, eso. Y con los apéndices”, apostilla mi hijo. ¡Y la madre se sonríe! ¡Qué familia! José López Romero.