Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

miércoles, 28 de enero de 2009

Juego


Ante esos momentos de soberano aburrimiento que a veces la vida y sus circunstancias no nos permiten evitar (sufrido acompañante de las ¡rebajas!), quién más quién menos activa ese pequeño dispositivo que alivia o mitiga la pérdida de algo tan precioso como el tiempo. Por mi parte, si no tengo un libro a mano o cualquier cosa susceptible de ser leída (prospecto de medicamento, pasquín, hoja volandera, o incluso reverso de un paquete de patatas fritas en el que se nos da una información nutricional que ríanse ustedes de manuales al uso), por mi parte, ya digo, me dedico a un juego que a poco que disponga de tiempo le doy forma y hasta lo patento. El jueguecito se basa fundamentalmente en desarrollar la capacidad de observación. Busco un lugar discreto que a modo de atalaya me sirva para mirar con atención a las personas sin ser descubierto y, ahora viene lo bueno, intento deducir por sus caras, por sus gestos, por lo que compran, si son lectores o, por el contrario, no han leído en su arrastrada (eufemismo) vida ni un solo libro. Pero a veces también juego con los rostros que aparecen en las fotos de los periódicos o de las revistas. El fin de semana me preguntaba qué ejemplar de la Sonrisa Vertical tendría en la mesita de noche Soraya Sáez de Santamaría, y la semana pasada al ver la cara de la ministra de Fomento, se me vino a la cabeza si no tendría de libro de cabecera las obras completas de los hermanos Álvarez Quintero (lo mismo son hasta familia) o, dado su talante chulesco y su gestión en el ministerio, los sainetes de Arniches. El otro día visité, por esas mismas circunstancias antes señaladas, un área comercial y, desde mi situación de privilegio previamente elegida, mis ojos empezaron a observar, ¡comenzó el juego!. Unos tenían cara de lectores exclusivos de prensa deportiva; otros y otras, desde hacía tiempo habían abandonado hasta las revistas del corazón, para hacerse fieles radicales del Gran Hermano; pocos, quizá los que menos bolsas llevaban, tenían cara de lectores habituales o, al menos, de algún best-seller o premio Planeta. Y sólo dos o tres personas, entre una enorme muchedumbre que pasó por mi campo visual, cruzaron conmigo una especie de mirada de complicidad (¿estarían jugando al mismo juego?). Pero lo que no pude dejar de observar fue una pareja joven, de aspecto paquidérmico, que hablaba a gritos y, lo más llamativo es que paseaban ambos tan cogiditos que el elemento masculino tenía su mano izquierda metida, literalmente, en el trasero, más que generoso, desparramado de la parienta. ¿Lectores?, la pregunta ofende a mi capacidad de observación. Más bien, maleducados; porque en este país de tantos pecados, uno de los más extendidos, por desgracia, es la mala educación, la falta de decoro, la grosería y la ordinariez gratuitas, por no citar también la picardía y la picaresca. Y mientras no solucionemos esto, seguiremos siendo un país en permanente crisis, no económica (ancestral e inveterada), sino de los más esenciales valores morales. Pero como ciudadano, no como lector sin remedio, me preocupa menos lo que pueda o deje de leer aquella pareja, que el daño que pueden hacer aquellos dos bultos sospechosos con sus votos. José López Romero.

jueves, 22 de enero de 2009

El oficio de escritor


- “¿Qué haces?”. –“Aquí, esperando”. – “¿A quién?”. –“¿Pues a quién va a ser? ¡a la inspiración!”. –“¿Y cuánto llevas?”. – “Unas cinco de oloroso”. – “¡No, hombre! Me refería al tiempo”. –“¡Ah! Una horilla mal contada”. – Y no te ha venido, a pesar del vino”. – “No. “Parece que hoy las musas han pasao de mí”, como diría Serrat”. –“Pero tú del oloroso no pasas ni de puntillas”. –“¡Hombre! Es que si la inspiración no viene, al menos eso que me llevo”. Este diálogo lo mantenía no hace mucho, acodado en la barra de un bar, con ese amigo que de los pregones pasó a la novela histórica y ahora, por lo que adiviné después, según se le iba convirtiendo la lengua en un desmadejado estropajo, había desembarcado en el género negro y estaba en pleno proceso creador. Y precisamente por estos mismos días de este recién estrenado 2009 que muchos ya están deseando que pase, me he topado en varios periódicos con noticias referentes al oficio de escritor. En este mismo diario se daba cuenta del inminente fallo del Premio Nadal y cómo la periodista y novelista Eva Díaz Pérez iba a rendirle un homenaje al premiado del año pasado, Francisco Casavella, muerto de un infarto a los 45 años. Eva Díaz glosaba brevemente la figura del fallecido haciendo alusión a su fino sentido del humor y a su nula vanidad, “algo infrecuente en el mundillo literario”, decía la finalista del 2008 con su novela “El club de la memoria”. Pero por los mismos días, otro fallecimiento venía a insistir en el mismo asunto. El también periodista Pedro G. Cuartango al hacer la necrológica de Donald Westlake, escritor de novela negra, lo elogiaba en los siguientes términos: “me atrae de Westlake su falta de pretensiones, su disposición a considerar la literatura como un oficio; era un gran creador, pero parecía un artesano”. Y finalmente, en una entrevista que le hacen a Félix J. Palma (al que mi compañero de página también dedica parte de su artículo y escritor con un recorrido tan dilatado como exitoso en el género del relato), reconoce que “el cuento paga las facturas a los que no nos protegemos las espaldas como funcionarios. No escribo para guardar en un cajón, no me puedo permitir ese lujo”. Quizá haya por ahí algún ingenuo, como mi amigo, que todavía conserve esa imagen romántica del escritor que espera a la inspiración para dar rienda suelta al arte; esa imagen del creador enfebrecido que poseído por fuerzas, sin duda divinas, va rellenando cuartillas al dictado de esa inspiración, hasta conseguir esa obra que le conceda la gloria de la inmortalidad. Las tres intervenciones antes señaladas nos vienen a ofrecer un perfil del oficio de escritor más próximo al del currante con mono azul, que a ese estereotipo romántico. No es la primera vez que al entrevistar a un escritor, éste no describa su jornada laboral en los mismos términos que la describiría cualquiera que ahora tenga el privilegio de gozar de un puesto de trabajo en esta sociedad, para desgracia de todos, de parados. Porque la literatura es desde hace ya un tiempo un verdadero oficio, una profesión de la que los que se dedican a ella pretenden comer, beber, mantener una familia y pagar, con las mismas dificultades que tiene todo hijo de vecino, impuestos e hipoteca. José López Romero.

martes, 20 de enero de 2009

Ateos




Los que ya llevamos nuestro buen puñado de años dedicados a esto de la literatura con mejor o peor fortuna o, como dirían los taurinos, “con suerte diversa”, en más de una ocasión nos hemos topado con esos aficionados a la creación poética aunque la vida los haya llevado por caminos profesionales muy distintos: unos, fontaneros; otros, en el ramo de la alimentación; algún que otro de los nobles y sufridos cuerpos de la seguridad del Estado; pero todos con un denominador común: cuando buscan (vanamente, por cierto) alguna coartada al crimen de lesa literatura que han perpetrado, todos acuden a la figura de Miguel Hernández, el poeta-pastor. “¿No fue Miguel Hernández cabrero, por qué no puedo ser yo también poeta?” es la excusa literal a la que se acogen, al tiempo que ponen en nuestras manos una resma de cuartillas o folios a modo de cuerpo del delito. Son como una especie de secta, aunque no organizada, cuyos poemas hacen dudar al más santo de la existencia de la divinidad, porque no puede haber Dios que haya podido consentir tal desaguisado. Confieso que yo, en momentos de los que no quiero ni acordarme, sucumbí a los cantos de sirena de la poesía; pero mis crímenes los tengo guardados bajo cuatro llaves, candado incluido, por temor a que si los tiro en un contenedor algún enemigo los rescate de la basura y pierda el poco prestigio que me queda en el barrio; darlos al fuego fue en vano, porque ni ardían. Pero yo no busqué en Miguel Hernández mi coartada, porque al que se dio en llamar el poeta-pastor está muy por encima, a muchos años luz, de cualquier comparación. Si por un tiempo tuvo que cuidar del rebaño de cabras de su padre, no menor fue su dedicación a la poesía bajo la influencia protectora de los hermanos Ramón y Gabriel Sijé, pseudónimos de José y Justino Marín Gutiérrez. Su primer libro de versos, Perito en lunas, es un monumento a la influencia de Góngora, y al eximio poeta cordobés no se lo mete uno entre pecho y espalda si no se tiene una predisposición especial para la literatura, para la poesía. Y Miguel Hernández sin duda es uno de esos escritores en los que con mayor claridad se aprecia haber sido tocado por el dedo de Dios. Por eso no entiendo que en diversas ciudades, entre ellas Barcelona, algunos autobuses luzcan mensajes ateos, cuando para demostrar la existencia de Dios basta con leer la Elegía a Ramón Sijé. José López Romero.

domingo, 11 de enero de 2009

Medicina




“El otro día -me contaba un amigo- tuve que ir al médico; ya sabes, esas consultas de revisión tan necesarias cuando ya tenemos unos cuantos años, y después de preguntarme por mi nombre y mi edad, y antes de interesarse por mi salud o por los motivos que me habían llevado a su consulta, va y me suelta la siguiente pregunta (él muy enfrascado anotando en su portátil): “¿qué ha leído usted últimamente y qué está leyendo ahora?” ¿Qué te parece?” A mí, la verdad, la pregunta no me habría sorprendido lo más mínimo; es más, la considero tan obvia que yo no sé cómo los médicos no suelen hacerla con más frecuencia o la incorporan definitivamente al cuestionario protocolario de cada paciente. Y digo que no me sorprendió porque yo acostumbro a elegir mis médicos por las lecturas que hacen; lo primero que hago, antes de que sean ellos los que me lo hagan a mí, es preguntarles por lo que han leído y están leyendo, así ya puedo tener una idea de la fiabilidad de sus diagnósticos; como seguramente, aquel doctor que atendió a mi amigo tendrá ya un buen indicio de sus dolencias o enfermedad a través de sus lecturas, sin necesidad de acudir a las exploraciones pertinentes. Si acabas de leer un buen ejemplar de literatura erótica, no creo que te haga falta médico alguno; pero si estás leyendo el “Ulises”, pongo por caso, lo mismo necesitas con urgencia un especialista en aparato digestivo para aliviar el estreñimiento que, de seguro, vas a terminar padeciendo; o, por el contrario, si te has atrevido, con eso de que le han concedido el premio nacional, a recuperar los títulos clásicos de la producción de Juan Goytisolo (“Señas de identidad”, “Reivindicación del conde don Julián” o “Juan sin tierra”), habrás tenido que imponerte una estricta dieta blanda por el riesgo de deshidratación debido a las continuas visitas al W.C. Efectos éstos, tan contradictorios, pero tan frecuentes por desgracia en la literatura que nos rodea. Digo más: yo tengo (y perdonen el sesgo escatológico que está tomando este artículo) bien dispuestos en una pequeña biblioteca muy cerca del servicio unos cuantos libros, cuyos títulos ya se han paseado por está página, para ayudar con su lectura a la siempre necesaria y saludable evacuación. Y confieso, además, que a mí me gusta de vez en cuando lo que se ha dado en llamar “terapia de choque”, y me aplico en cuanto noto los primeros síntomas un buen remedio libresco a modo de cataplasma: que me empieza la jaqueca, me cojo un Carlos Fuentes y me pego una sesión de tres horas seguidas hasta sin respirar. Tengo que reconocer que pocas veces hace el efecto deseado y debo acudir al infalible ibuprofeno de 600 en dosis de caballo. Pero si ya en un acto de desprecio por la propia vida, te atreves no ya a leer sino sólo a poner sobre la mesilla de noche “La muerte de Virgilio” de Herman Broch o “El péndulo de Foucault” o la “Isla del día de antes” (¿o era de “después”?, no quiero ni acordarme) de Umberto Eco, entonces tu enfermedad, amigo, no es del cuerpo, sino del alma, y ésa (parafraseando al buen Pedro Crespo) sólo la cura Dios. José López Romero.