Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 23 de junio de 2012

ORÍGENES


El fallecimiento de Carlos Fuentes el pasado 15 de mayo, viene a añadirse a la ya larga lista de pérdidas de aquella inigualable generación o promoción de narradores latinoamericanos que alguien dio en calificar de “boom”. Es la ley de la vida más inexorable cuanto más años se cumplen, porque si Ernesto Sábato contaba con casi un siglo de existencia cuando murió el pasado año, Carlos Fuentes se nos ha ido con 83 a sus espaldas. Por no citar a García Márquez que un día de éstos nos da un disgusto con sus 85, o su amigo Álvaro Mutis que camina veloz hacia los 90. Con 88 años murió el paraguayo Augusto Roa Bastos, y casi con la misma edad el gran Borges y el uruguayo Benedetti. Ante tales cifras prematuras se nos antojan las muertes de Alejo Carpentier, José Donoso o Julio Cortázar que se quedaron en septuagenarios, por no citar al mexicano Juan Rulfo, que se quedó en los 69. Nos dejamos para el final a Mario Vargas Llosa, quien a sus 76 años exhibe una exultante vitalidad, en plena madurez literaria. Pero no quería detenerme en la edad de estos grandes clásicos ya de la literatura contemporánea, sino en otro punto en común que la mayoría de ellos, no todos, tienen, al margen de la editorial Seix Barral y de la agente Carmen Balcells, que fueron sin duda fundamentales para darlos a conocer en Europa. Me refiero a sus orígenes, a las familias en cuyo seno se criaron y mamaron la cultura que después convirtieron en ese poso en el que hunden sus raíces literarias. Las frecuentes estancias en distintos países, especialmente europeos, de muchos de ellos (algunos nacieron incluso en Europa: Cortázar en el municipio de Ixelles (Bruselas), o Carpentier en Lausana, Suiza), como consecuencia de las profesiones de sus padres, dedicados a la diplomacia (casos de Álvaro Mutis, Cortázar o el mismo Fuentes), o a actividades liberales (médicos, como el padre de José Donoso, arquitecto como el de Carpentier), sin duda marcaron, propiciaron o facilitaron enormemente el acceso a una cultura que después, sin perder sus ascendencias, reflejaron en sus novelas. Literatura latinoamericana, sin duda, pero… José López Romero.

sábado, 16 de junio de 2012

HISPANISMO


Como la semana pasada se celebró el Corpus Christi, ya saben: “hay tres jueves en el año que lucen más que el sol…”, festividad tradicionalmente tan relacionada con los autos sacramentales, me viene a la memoria que hace ya unos cuantos años, más de los que mis neuronas son capaces de recordar, que un pequeño e intrépido grupo de profesores  nos inscribimos en un curso, impartido en la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla, con el elevado (como nuestros espíritus) fin de “reciclarnos” en ese interesantísimo género tratral. Eran otros tiempos, sin duda, otras nuestras inquietudes y otras muy distintas, aunque siempre añoradas, nuestras edades. La lección inaugural corrió a cargo de uno de los grandes especialistas en la materia: John E. Varey, gran hispanista inglés ya fallecido. Versaba su intervención sobre el auto sacramental “La cena del rey Baltasar”, del que desplegó durante más de una hora argumento, claves, símbolos, todo un estudio pormenorizado de aquella pieza escrita por Pedro Calderón de la Barca. Una hora larga de insufrible exposición porque a lo tedioso del tema, el profesor Varey añadía un nivel de castellano sorprendentemente bajo para las exigencias del acto. Así, el más atento espectador perdía por momentos el hilo de aquella cena, y pasada la media hora ya nadie sabía por qué plato iba el rey. Hay que suponer, y así la prolífica labor investigadora que sobre la literatura española fue desarrollando el profesor Varey a lo largo de su vida profesional lo certifica, que ese nivel de castellano subiría muchos enteros en la lectura y en la escritura; si no, es de todo punto imposible conocer con la profundidad del especialista, como lo era Varey, a un autor como Calderón. Y todo esto viene a cuento porque revisando la literatura medieval a través del primer suplemento que la “Historia de la Literatura” publicó hace ya unos años (1991) la editorial Crítica al cuidado de Francisco Rico, en las introducciones a los temas que no son más un balance actualizado de las últimas investigaciones realizadas, me ha sorprendido la abundante presencia de investigadores anglosajones, que en número superan con amplitud apabullante al de castellanos (sean españoles o latinoamericanos), en todos los géneros, obras y épocas, lo cual es más sorprendente aún al tratarse de una literatura que no está al alcance de cualquiera: la medieval, con la dificultad añadida del idioma en que está escrita. Sin ir más lejos, el coordinador del volumen es Alan Deyermond, también de origen británico, lo que prueba el inveterado interés del mundo anglosajón por la cultura española, del que también tenemos insignes ejemplos en la historiografía. En un estudio sobre las universidades española, un periódico destacaba en un excelente lugar a la Facultad de Filología de Sevilla. Pero está claro que ni siquiera en esta disciplina, en la que siempre hemos tenido una magnífica tradición de investigadores, estamos entre las doscientas mejores universidades del mundo, ni de nuestra propia literatura.  ¿El cursillo? A la vuelta nos cayeron chuzos de punta, seguramente sería la indigestión de la cena del rey Baltasar. José López Romero. 

viernes, 8 de junio de 2012

LOLITA


Gustav Klimt

“Cuando ya tenga mis años y esté en edad de casarme, quisiera encontrar un marido como usted”, me comentó un compañero que le dijo una alumna hace unos años, en una de esas cenas de despedida de promoción de Bachillerato. La adolescente, vestida para la ocasión, es decir, con todos sus encantos expuestos y elevados a la máxima potencia, le recordó de inmediato –me confesaba mi compañero- a esa “Lolita” que acuñó Nabokov, aunque reconvertida en titulada en bachiller, que no deja de ser un grado y unos años más de diferencia con aquella otra caprichosa y cruel de la literatura. No había maldad en aquella frase, sino todo lo contrario, admiración, y como halago la entendió mi compañero; aunque pensada con más calma, pronto se dio cuenta de que la muchacha cuando pasara más tiempo del que él querría, buscaría un marido para que le calentara los pies en las frías noches de invierno e incluso le leyera en la cama mientras ella esperaba que le llegara el primer sueño. Sin embargo, no desdeñemos el porcentaje de elogio que la frasecita contenía, porque en ella implícito se encuentra el efecto Pigmalión que tan exquisitamente supo llevar al teatro George Bernard Shaw, es decir, el prestigio de la cultura, del conocimiento, e incluso del magisterio en todos los aspectos educativos que aquel compañero ejerció sobre la adolescente, aspectos que habitualmente no se tienen en cuenta cuando de valorar la enseñanza se trata, y sólo se recuerdan con los años, los mismos que iban a pasar para que aquella Lolita encontrase un marido, lo cual no deja de ser un pírrico consuelo habida cuenta de la escena que les relato. “Entonces, lo de amantes ni se contempla” –le respondió con cierta retranca mi compañero para ver por dónde salía la señorita-. Ésta, le echó una mirada de complicidad al compañero de curso que tenía al lado y le dijo al profesor: “Profe, lo que usted nos ha repetido tantas veces en clase: cada uno sirve para lo que sirve”. Touché, querida. José López Romero. 

sábado, 2 de junio de 2012

SUBRAYAR


Jonathan Wolstenholme

Tuve yo en mis ya lejanos (¡muy lejanos!) años de estudiante universitario a un profesor de crítica literaria, poeta por aquellos tiempos en ciernes y hoy consagrado, que afirmaba, seguramente por su propia experiencia, que el poeta está en permanente búsqueda de un verso feliz, ése sobre el que hace gravitar todo el poema o, incluso, el que puede salvarlo del olvido; pero para esto último, más que feliz, habría que calificarlo de divino. Es posible. Concedámosle a la teoría de aquel profesor al menos el beneficio de lo plausible, porque en esto de la poesía cualquier afirmación puede convertirse en dogma; ese dogma que, a partir de cierto momento como lector, he seguido y rastreado en buena parte de los libros que he leído en busca de ese verso o de una frase, siquiera una, que me iluminara la novela o el poema que estaba leyendo. Y así, me he convertido en subrayador de fragmentos en los que (me atrevo a decirlo) adivino la inspiración celestial que alienta al creador, o quiero destacar por alguna experiencia personal o porque los considero simplemente interesantes. En un principio hacía el subrayado de forma inconstante y apresurada (aún me acuerdo de aquel inicial “Narciso y Godmundo” de Hermann Hesse), pero con el tiempo he perfeccionado la mecánica y no falta en mi mesa la regla y el lápiz de color (rojo o azul), instrumentos callados pero sabedores de la importancia que les he concedido en mis lecturas. Y así, cuando reviso o releo alguna obra, siempre encuentro la huella que dejé en aquella primera lectura, huella a veces inexplicable pasados los años, aunque en la mayoría reconozco el pálpito que me hizo destacarla sobre el resto de las páginas. Permítanme que, a modo de ejemplo, ponga la última obra que estoy leyendo (aún no acabada), se trata de “Balas de plata”, interesante novela del mexicano Élmer Mendoza. En una de sus páginas he subrayado la frase siguiente: “Como dice Rudy, reflexionó, la comida para que sea buena debe hacer un poquito de daño”; una frase que seguramente responde a mis vivencias personales, más cuando uno ya está amarrado al duro banco del omeoprazol. Y, en la misma página, he subrayado: “los asesinos carecen de algo que él tiene a mares (se refiere a un sospechoso): aptitud para la tristeza”. Una frase que, en mi opinión, salva toda una novela, al margen de la  indudable calidad del relato de Élmer Mendoza. Sin embargo, hay novelas y autores que por mucho que he intentado subrayar pasajes, frases o pequeños fragmentos, me ha sido del todo imposible, porque tendría que gastar cajas y cajas de lápices: “El amor en los tiempos del cólera” o el relato “El rastro de tu sangre en la nieve” del gran García Márquez, por ejemplo, y últimamente “Los girasoles ciegos” de Alberto Méndez. De los muchos, muchísimos pasajes que he ido subrayando de esta excelente novela, me quedo con el siguiente: “Él y yo sabemos qué largo es el tiempo sin un beso y ahora, probablemente, no nos quede suficiente para resarcirnos. El miedo, el frío, el hambre, la rabia, la soledad desalojan la ternura”. El dedo de Dios. José López Romero.