Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

martes, 30 de marzo de 2010

DIVINAS PALABRAS

En alguna que otra ocasión me he referido al poder que la palabra escrita ha ejercido desde siempre en el hombre, un poder de fascinación tal que le ha producido sentimientos encontrados: amor pero al mismo tiempo odio, atracción pero recelo, admiración pero también rechazo. En este sentido, valga una anécdota que le leí a Umberto Eco, un gran bibliófilo por otra parte, y que él recoge de John Wilkins. Comenta éste último lo extraño debió resultar este Arte de la Escritura a los americanos recién descubier¬tos, que se sorprendían al ver hombres que conversaban con libros, y a duras penas podían hacerse a la idea de que un papel pudiera hablar... Hay una graciosa historia a propósito de esto, concerniente a un es¬clavo indio; el cual, habiendo sido enviado por su amo con una ces¬ta de higos y una carta, se comió durante el camino parte de su carga, llevando el resto a la persona a la que iba dirigido; quien, al leer la carta, y no encontrar la cantidad de higos de que se hablaba, acusó al esclavo de habérselos comido, diciéndole lo que la carta alegaba contra él. Pero el indio (a pesar de esta prueba) negó cándidamente el hecho, maldiciendo la carta, por ser un testigo fal¬so y mentiroso. De nuevo, volvió su amo a enviarlo con la misma carga, y con una carta que expresaba el número preciso de higos que ha¬bían de ser entregados, devoró otra vez gran parte de ellos por el camino; pero antes de tocarlos, (para pre¬venir toda posible acusación) cogió la carta, y la escondió debajo de una gran piedra, tranquilizándose al pensar que si no lo veía co¬miéndose los higos, nunca podría referir nada de él; pero al ser aho¬ra acusado con mayor fuerza que antes, confesó su error, admiran¬do la divinidad del papel. Por otra parte, uno de los más antiguos tópicos enraizado en las mentalidad humana es la veracidad que por su propia naturaleza tiene la letra impresa; nadie en su sano juicio se puede tomar el trabajo y el esfuerzo de escribir mentiras, pensaban los antiguos. Sin embargo, la palabra hablada también ejerce ese poder de fascinación en la gente, incluso más fuerte por su carácter inmediato y directo.¿Por qué (en la estremecedora “Divinas palabras” de Valle-Inclán) la ira popular contra María Gaila por haber dejado abandonado hasta la muerte, comido por los cerdos, al pobre Laureañino, el idiota hidrocéfalo, se paraliza cuando Pedro Gailo, el marido cornudo, acude en su ayuda con la frase bíblica “qui sine peccato est vestrum, primus in illam lapidem mittat”? ¿Quién no ha oído a personas que deciden su voto por lo bien que habla un determinado candidato, aunque el contenido de sus discursos quede muy lejos de su entendimiento? Y es que una buena palabra serena ánimos, amansa fieras y, sobre todo, domina voluntades. José López Romero.

miércoles, 17 de marzo de 2010

LAZARILLO

Sobre las 6’50 de la mañana del pasado viernes y en pleno fragor del aseo personal estaba yo, cuando de repente la radio me dio la noticia por tantos siglos esperada: don Diego Hurtado de Mendoza era el autor de ‘El Lazarrillo de Tormes’. Tal fue mi sorpresa que por poco me hago un costurón en la mejilla izquierda con la cuchilla de afeitar. Las pruebas que presentaba la paleógrafa Mercedes Agulló no daban lugar a la duda; todo lo contrario, certificaban irrefutablemente una teoría que ya a principios del siglo XVII se había aventurado a defender el belga Valerio Andrés Taxandro en su ‘Catálogus clarorum Hispaniae scriptorum’, y que tuvo durante cierto tiempo general aceptación hasta el punto de que muchas ediciones se publicaron con el nombre del famoso militar y diplomático español, amigo personal del emperador Carlos V (magnífica la novela ‘el embajador’ del admirado Antonio Prieto, que recrea la vida de don Diego). La fama de escritor procaz era otra de las razones que sus defensores esgrimían para su candidatura a la autoría de una de las obras más importantes de la literatura europea (tomo estos datos de la ‘Historia de la literatura española’ de J.L. Alborg). Una vez recuperado de la conmoción o sorpresa y con la cara embadurnada en loción balsámica, tomé verdadera conciencia de lo que esa confirmación significaba: se descifraba uno de los grandes enigmas de la literatura española, y de inmediato mi primer recuerdo fue para el eminente Francisco Rico, ¡tantas horas y tantos desvelos dedicados a Lázaro, a sus fortunas y adversidades, y ahora se le adelantan por la mano, o mejor dicho, por la letra, y otra (no menos eminente en su terreno) le pisa el autor! Pero no hay que preocuparse, otros no menos grandes y complejos misterios quedan aún por resolver en esta nuestra literatura, llena por otra parte de laberintos: el autor del primer acto de ‘la Celestina’; ¿quién se esconde realmente detrás de ese espurio Alonso Fernández de Avellaneda?; ¿fue Tirso de Molina el autor de ‘El burlador de Sevilla?, son problemas que siguen dando trabajo a la investigación. Con el primer café me acerqué a los medios de comunicación para comprobar el impacto de la noticia, desolación: apenas alguna breve reseña o comentario y sólo una revista cultural daba cuenta con detalle del hallazgo de Mercedes Agulló y su base documental. Por la noche, pensé, seguro que las televisiones dedicarán algún espacio. Cuando hacía el consabido zapping, me encontré con Julián Muñoz. Y en mi infinita confianza en el género humano, y no digamos en las cadenas de t.v., no pude por menos que pensar: ¡qué gran homenaje a don Diego y su ‘Lazarillo’, no han podido elegir mejor pícaro o, por decirlo más exactamente, mayor truhán, porque el pícaro al fin y al cabo tiene su encanto. Don Diego estará ahora disfrutando en la gloria!; la otra gloria, la que se le hurtó por tanto tiempo, Mercedes Agulló se la ha merecidamente devuelto. José López Romero.

miércoles, 10 de marzo de 2010

FÚTBOL

Juan Manuel Lillo es un entrenador de fútbol (ahora en el Almería) que consiguió su prestigio en aquel Salamanca de la década de los noventa y que después ha ido dando tumbos de un equipo a otro, aunque siempre precedido de esa aureola de entrenador que prefiere el buen juego al resultadismo. Para mi amigo Juan Luis no deja de ser un bluf. El otro día le leía una entrevista en la que se lamentaba de que por ser un gran lector tenía también fama entre la profesión o el mundo del fútbol de intelectual dicho en un tono peyorativo. “Insultan con piropos”, decía. Y es cierto que durante mucho tiempo, y hasta hoy en día se sigue viendo al futbolista como una persona inculta, dotada sólo para el deporte, pero no para los libros. Digamos que no sólo el fútbol, el deporte en general, y si se practica a nivel de élite, exige dedicación plena, tan plena que es de todo punto imposible compaginarlo con ninguna otra actividad, y menos aún si ésta es de carácter intelectual. Sin embargo, en las largas concentraciones o para distraerse conocemos la afición de muchos deportistas a las videoconsolas. Por eso también, que de algunos futbolistas sepamos que se hicieron sus carreras universitarias mientras estaban al más alto nivel competitivo (recuerdo ahora a vuelapluma a Butragueño, Alfaro, Miguel Pardeza, éste último ha hecho incluso su tesis doctoral sobre el periodista González Ruano), no deja de ser una excepción entre los muchos que alimentan el tópico de futbolista inculto, aunque, como todo tópico, expuesto a revisión, porque otros son los tiempos, otras las exigencias tanto personales como sociales. Lo peor de todo esto no es el tópico en sí sino, de lo que se lamentaba el propio Lillo, que los mismos deportistas menosprecien la lectura. Incluso la capacidad oratoria de Valdano que muchos de los llamados intelectuales para sí la querrían, ha sido también objeto de crítica; “Valdanágoras” le llama un famoso por polémico periodista. Afortunadamente para el fútbol, en particular, y para el deporte en general, los dos entrenadores de los equipos más importantes, R. Madrid y Barcelona, son dos caballeros que seguro tienen en la consideración que se merece a la lectura, y saben distinguir entre el trabajo y la pasión que despierta el deporte al que se dedican (Pellegrini es ingeniero civil por la Universidad Católica de Chile). Si viéramos a más deportistas con libros en las manos, muchas campañas de animación a la lectura sobrarían; y Lillo es en este aspecto, a pesar de mi amigo Juan Luis, un admirable ejemplo a seguir. José López Romero.

jueves, 4 de marzo de 2010

CÓMODO Y PLACENTERO

Llevo ya unas semanas luchando a brazo partido con una edición de las obras completas del Padre Luis Coloma, que no sé aún cuál es la mejor postura, ni dónde ni cómo colocar el volumen para que su lectura sea más que un sufrimiento, lo que debe ser toda lectura: un placer (aunque alguno habrá, más llevado de prejuicios que de conocimiento, que dude de la elección). A la cama no me las he podido llevar, con el consiguiente disgusto (hablo de las ‘obras completas’ de Coloma, no se me confundan); y cuando en la mesa de trabajo le aplico el flexo, el papel biblia en que está encuadernada la edición brilla, deslumbra y hace imposible su lectura. En definitiva, un suplicio jesuítico (esperemos que sea A.M.D.G.). Ya en otras ocasiones hemos comentado aquí el problema que se le presenta al lector ante textos voluminosos o poco manejables, que se resisten a la comodidad exigida por todo lector. Por eso, entre otras muchas cosas (precio incluido), soy yo tan partidario de ediciones de bolsillo; libros que pueden sostenerse con una sola mano, que admiten toda clase de posturas y sitios variados. Y si la comodidad es fundamental, como podemos observar cuando un libro se nos resiste a ella, no menos importante es no ya el texto en sí (cuestión de gustos), sino el mismo proceso de lectura. Y digo esto porque en pocos días y por canales distintos me he encontrado con la misma anécdota: personas que prefieren empezar el libro por el final. En un caso, la protagonista de la película leía la última página para ver si el libro le iba a interesar; en el segundo, una buena amiga me comentaba que prefería leer el final para así, liberada (me justificaba) de su curiosidad y sin las prisas propias por llegar al desenlace, podía disfrutar más de la lectura de todo el libro. Y la verdad es que no le faltaba razón. A veces y sobre todo con algunos géneros, la imperiosa necesidad de llegar al término de la historia, nos impide recrearnos en la intriga, paladear otros detalles que la urgencia de seguro no nos permitiría. Esto mismo me pasó, sin ir más lejos, el otro día. Leía yo el relato ‘El gran cambiazo’ de Roald Dahl (Anagrama), un enredo de intercambio de parejas tramado por los esposos sin el conocimiento de las cónyuges, y era tal la curiosidad por saber si el “cambiazo” llegaba a buen término que a punto estuve de hacer mudanza en mis costumbres y pasarme al final, para así disfrutar más de la trama. Sin embargo, supe contenerme y, como en otras actividades igualmente placenteras, no me salté ni uno solo de los preliminares. Por cierto, ¿de qué estábamos hablando? ¡Ah!, de la lectura. Pues lo mismo digo. José López Romero.