Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

miércoles, 30 de diciembre de 2009

PREFERIRÍA NO HACERLO


“Preferiría no hacerlo”, ésa es la frase que Bartleby siempre tiene en los labios cuando su jefe le encarga algún trabajo que no es de su agrado, pero que termina por esgrimir ante cualquier nuevo encargo o actividad, le guste o no. Sinceramente, mi primer encuentro con Bartleby no fue a través del relato de Herman Melville, sino por “Bartleby y compañía”, una especie de ensayo, tan interesante como ameno, en el que Enrique Vila-Matas va desgranando diversas anécdotas de escritores que en plena juventud o madurez creadora decidieron jubilar su pluma, poner fin a su carrera literaria, prefirieron no hacerlo más, no escribir ni una palabra más. Por sus páginas pasean los casos más llamativos de Rimbaud, el poeta precoz que a los veinte años ya había escrito toda su obra, o J. D. Salinger, quien después de “El guardián entre el centeno” apenas ha pisado las editoriales; o la anécdota de Juan Rulfo, otro escritor de corto recorrido, quien para justificar su breve producción literaria se excusó en la muerte de su tío Celerino, que le suministraba las historias. Hasta que hace poco logré leer la novela de Melville “Bartleby, el escribiente” en una edición actual (col. Austral), y pude comprender en toda su extensión y crudeza la famosa frase “preferiría no hacerlo”. Las aulas de nuestros colegios e institutos están llenas de nuevos Bartleby, que ante cualquier dificultad, ante cualquier trabajo esgrimen, sin saber su procedencia, la frase “preferiría no hacerlo”, que define como pocas la llamada “cultura del no esfuerzo”. José López Romero.

jueves, 10 de diciembre de 2009

RAZA


Hace unos meses di una conferencia en un pueblo cercano a Jerez. Me habían invitado para la semana cultural que organizaba una noble institución, y yo había decidido que mi intervención versaría sobre el amor udrí en el “Collar de la paloma” y sus influencias neoplatónicas; dicho de otra manera, una plasta de considerables proporciones. Llegado el día, allí estaban mis familiares (los más directos, pobrecillos); algunos amigos (cada vez menos; los voy perdiendo a medida que doy conferencias) y un grupo de personas que llenaban a medias el regio salón que nos acogía. Después de la elogiosa presentación de otro amigo que me llevé para la ocasión (de éstos ya sólo me quedan tres o cuatro), empecé mi disertación; pero cuando llevaba un cuarto de hora más o menos, mi otro yo, ése en el que nos desdoblamos cuando se atiende a una conversación pero realmente se está pensando en otra cosa, empezó a fijarse en el variopinto y heterogéneo público, ¿qué motivo u oscura perversión los habría traído hasta allí? Me dio por pensar. Y empecé a distribuirlos por grupos. Uno lo formaban los miembros de la institución que me invitaba, gente educada y de bien, dispuesta a sufrir en silencio mi disertación; otro, lo compondrían esas personas que van a los actos culturales como el que va a la plaza de abastos sólo para mirar la fruta y el pescado sin pretensión alguna de comprar, porque estaba claro que el título de la conferencia en absoluto, a menos que las mentes calenturientas de algunos pensaran que detrás del amor udrí se escondían escenas de porno sado-masoquista; y un último grupo, quizá el más numeroso, lo formaban personas cuyo rictus facial apenas sufrió modificación en aquella hora larga que duró mi intervención. Sólo algunos, muy pocos, mostraron un cierto nerviosismo, manifestado en leve carraspeo, cuando yo enarbolaba la resma de folios que me quedaba por leer. ¿Quiénes son, me preguntaba, estas gentes que, para sorpresa y hasta admiración de conferenciantes, son capaces de tragarse los más variados actos culturales, a cual más peñazo, sin mover un músculo de su cara? La respuesta no puede ser otra: son replicantes culturales, una raza de humanoides que deambula y vegeta por la cultura local, aunque sin la belleza y plasticidad de los que aparecían en “Blade Runner”. José López Romero.

sábado, 5 de diciembre de 2009

LA ESCUELA DE LA IGNORANCIA


El otro día comentábamos mi compañero y amigo Agustín y yo las deficiencias lectoras de los alumnos actuales, y él ponía un ejemplo muy claro: “si en una relato aparece –me decía- la expresión “un bosque de baobabs”, ¿qué puede ser un baobab? Les pregunto a mis alumnos, y ninguno es capaz de acertar con una respuesta; porque no saben relacionar el contexto: si es un bosque, el baobab no puede ser otra cosa que un árbol”. Y es curioso que leyendo un librito titulado “La escuela de la ignorancia” me encuentro con el siguiente párrafo: “En 1983, el rectorado de Niza realizó una encuesta a cerca de 12.000 alumnos de 1º de Enseñanza Secundaria. El 22,48% no sabía leer y el 71,59% era incapaz de comprender una palabra nueva a partir del contexto”. Han pasado 26 años entre la encuesta de los alumnos de Niza y la anécdota de mi amigo Agustín, y yo no sé cómo andará hoy en día el nivel lector de los franceses, pero sí conozco y me lamento del nivel de nuestros alumnos. Pero en esto de la educación lamentarse sirve de bien poco; es más, a veces para lo único que sirve es para cruzarse de brazos porque la solución es tan compleja –se excusan casi todos- que es inútil ni siquiera intentarlo. Y sin embargo, yo creo que por ser tan evidente y tan descaradamente sencilla, se le tiene miedo a ponerla en práctica. Basta con suprimir los manuales de la enseñaza primaria, y hasta de los dos primeros cursos de la E.S.O., y sustituirlos por un ordenador para que el alumno empiece a adquirir competencia en las nuevas tecnologías, periódicos en las aulas para que desarrollen un conocimiento de la realidad que les rodea y preparen su inteligencia crítica, y libros de lectura. ¿En clase? Lectura y escritura, sobre todo, y una enseñanza basada en ámbitos de conocimientos muy básicos. Tan sencilla la solución que da hasta vértigo. “La escuela de la ignorancia”, escrito por el francés Jean-Claude Michéa, es, más que un librito, una llamada de atención contra una escuela que ha dejado de dar ese servicio social que consistía en transmitir la cultura, formar el espíritu crítico y hacer a los hombres y mujeres libres, para convertirse en estabulación de analfabetos funcionales. El peligro del que nos avisa lo podemos resumir en otro fragmento: “Entendemos por “progreso de la ignorancia” no tanto la desaparición de los conocimientos indispensables… sino el declive de la “inteligencia crítica”; esto es, la aptitud fundamental del hombre para comprender a un tiempo el mundo que le ha tocado vivir y a partir de qué condiciones la rebelión contra ese mundo se convierte en una necesidad moral”. Quizá es eso lo que se pretende, porque la ignorancia es una manera, la más perversa, de esclavitud y dominio. José López Romero.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

CABEZA DE TURCO


Acabo de leer “Cabeza de turco” del alemán Günter Wallraff, un descarnado documento sobre las condiciones de trabajo a que son sometidos los turcos en Alemania, y que el mismo autor sufrió al hacerse pasar por uno de esos inmigrantes que buscan fortuna en uno de los países más ricos de la Unión Europea. Una crónica de infamias que data de 1985 y que, según la contraportada de la edición de Anagrama, “levantó una auténtica conmoción” en aquel país. No era para menos. En un artículo de hace unas semanas comentaba yo cómo la literatura ha sido siempre un buen canal para denunciar las pésimas condiciones (humillantes incluso) en que obreros y campesinos han trabajado durante años, por no decir siglos. A los ejemplos allí aducidos podemos ahora añadir buena parte del Naturalismo decimonónico (“La taberna” de Emilio Zola) y todo el Realismo Social de los años cincuenta (Alfonso Grosso, Luis Romero, López Pacheco, e incluso Caballero Bonald con su “Dos días de setiembre”). Pero lo que relata Wallraff no es literatura, sino la realidad en toda su crudeza, tanta por momentos que uno llega a dudar de la veracidad del relato. Pero es la propia realidad quien nos convence de que lo vivido por un turco en la Alemania de 1985, puede superarse. Sin ir más lejos, basta con asomarse a los periódicos; no hay fin de semana que en sus páginas no nos encontremos con crónicas de verdadera esclavitud, por no hablar de la desesperación de trabajadores (ver Diario de Jerez, domingo, 8 de noviembre) que no ven la salida a una negra crisis que tantos y por tanto tiempo negaron. Y mientras, no paran de sacarse de la manga planes y leyes. La última, la populista de los impuestos a los jugadores extranjeros. Si tienen que pagar, que paguen, por supuesto, ¡faltaría más!. Pero mucho mayor y más grave es el daño que se hace a la democracia y a sus instituciones cada vez que cogen a un político con las manos en la masa. Más de 4.000 millones de euros en diez años por sólo 28 causas abiertas darían para la creación de muchos puestos de trabajo. Por cada político (y me van a permitir también el femenino) o política trincón/a, todos los ciudadanos nos sentimos “cabeza de turco”. José López Romero.

RECOMENDACIONES


La santa bohemia y otros artículos
Ernesto Bark. Renacimiento, 1999.

Precisamente el mismo año en que Unamuno escribió “La tía Tula” (1920), se publicaba por vez primera “Luces de bohemia”, la gran obra de teatro de Valle-Inclán y del siglo XX. En esta obra aparece el anarquista Ernesto Bark bajo la apariencia de Basilio Soulinake, personaje que jura y perjura que Max Estrella sólo sufre un ataque de catalepsia. Ernesto Bark, de origen ruso, fue uno de esos personajes que, al igual que el insigne Alejandro Sawa, representaron esa “santa bohemia” madrileña y canalla de los últimos años del XIX y los primeros del XX. La publicación de sus artículos por Renacimiento hace unos años nos descubre a un escritor comprometido con su tiempo y, sobre todo, con la miseria de los que nada tenían. Páginas tan descanadas como llenas de razón y verdad, en las que descubrimos que la crisis en España más que un estado más o menos pasajero, es una seña de identidad. J.L.R.

domingo, 22 de noviembre de 2009

FEMENINO PLURAL


“Se te acumulan las lecturas, cariño”, me dice al oído mi mujer, que me acechaba como las leonas a su presa en los documentales de la 2, que todo el mundo ve mientras duerme la siesta. Y yo sé por qué me lo dice. Los últimos dos grandes premios literarios han recaído en sendas mujeres, el Nobel para la poeta y novelista alemana Herta Müller, y el Planeta para la periodista Ángeles Caso. Ella, mi mujer, de sobra sabe que me entra urticaria si me atrevo a leer los premios o los premiados cuando ni siquiera han quitado aún los manteles de la gala de entrega; pero no me lo dice por eso, sino porque desde que tengo uso de lectura he desarrollado una cierta prevención contra la literatura escrita por mujeres; prevención (que no rechazo) que ha disminuido por épocas gracias a plumas como la de María de Zayas y Sotomayor con sus deliciosos “Desengaños amorosos” (excelente edición en Cátedra a cargo de Alicia Yllera), novelas amorosas, al modo de las ejemplares cervantinas, o como la de Emilia Pardo Bazán, una de nuestras grandes novelistas decimonónicas, o incluso Carmen Martín Gaite, por no citar a extranjeras (Marguerite Yourcenar, podría ser un excelente ejemplo). Pero que, sin embargo, han aumentado, también por épocas, hasta abandonar casi totalmente la corriente femenina, el trazo grueso de Lucía Echebarría, o Maruja Torres o Rosa Montero y sus feminismos trasnochados. Quizá sea, y esto es una impresión de lector y, como tal, tan discutible como respetable (no se me revolucionen), porque la mujer no ha sabido escribir sobre los hombres, ni sobre ellas mismas, mientras que el alma femenina ha sido siempre objeto de atención y estudio por parte de los hombres. Así, si no leo literatura femenina, sí, en cambio, he leído con verdadero interés, y enorme placer, obras que analizan a la mujer como muy difícilmente haría una escritora. Ejemplos paradigmáticos de lo que digo y que están en el conocimiento de todos son “Madame Bovary” y su paralelo castellano, “La regenta”. Y en este sentido recomendaría “Climas” de André Maurois y “Hablando del asunto” de Julian Barnes con su continuación “Amor etcétera”. Y puestos a poner autores premiados que han ahondado en lo femenino con exquisito bisturí, léase el propio García Márquez o Vargas Llosa, o el mismo Javier Marías, hasta una lista interminable, que quedaría muy reducida si se tratara de escritoras. P.d. No sé si cuando esto se publique tendré que pedir asilo en el sofá del salón; en cualquier caso, la leona sigue al acecho, mientras yo, ajeno, duermo mi siestecita. José López Romero.

ESFUERZO


Leo una entrevista a José Calvo Poyato, para muchos conocido por ser el hermanísimo de aquella ministra de Cultura, Carmen Calvo, célebre más por sus meteduras de pata que por su brillantez (el signo de los gobiernos de ZP); para otros, conocido por haber sido él también parte de la política andaluza, pues llegó a ser portavoz del grupo andalucista en el parlamento andaluz, cuando el PA gozaba de la confianza de muchos votantes, es decir, era un partido y no cadáver; y para otros también conocido por ser un prolífico escritor de novelas históricas y profesor de Historia. Como ven, una vida, a sus 58 años, bien aprovechada. “Mi padre era un agricultor que trabajó mucho por que sus hijos estudiaran. Sí, en casa había una ética del esfuerzo…” dice en la entrevista, que destila la sensatez y la sinceridad propias de una persona con todo ese bagaje vital, profesional e intelectual a sus espaldas. Y de la misma manera que habla de esa “ética del esfuerzo” que él vivió en su casa desde niño, y que ahora lamentamos haber perdido en varias generaciones de nuestros jóvenes, también se lamenta de los zarandeos que sufre la educación en nuestro país (“para empezar el curso, una botellona hasta las siete de la mañana. Padres que abofetean a profesores; tensión; maestros privados de prestigio social… un desastre”). Acaba de publicar en Plaza y Janés una novela sobre Hipatia, la misma heroína de la polémica película de Amenábar, aunque aclara que él ya llevaba su trabajo bastante adelantado cuando se empezó a hablar del film. Reconozco que no he leído nada de la extensísima producción de José Calvo, ni siquiera una de las muchas novelas históricas que ha escrito y publicado, a pesar de que algunas están ambientadas en los siglos XVI y XVII, que son sin duda mis preferidos. Será, como él bien dice, que “la novela histórica no goza del favor de la crítica, pero sí del público. Y me gusta tener público”. Como lector de novelas históricas, nunca como el crítico que no soy, busco en éstas algo más que la ambientación tópica y la trama fácil; por eso de todas las que he leído, me sobran dedos de una mano para numerar las que salvaría. Pero en honor a un hombre tan sensato como sincero; a un hombre que ha aprovechado su vida y sigue creyendo en esa “ética del esfuerzo” que le inculcó su padre, prometo leer alguna de sus novelas. Personas así bien merecen también un esfuerzo por nuestra parte; ese esfuerzo que también me enseñaron mis padres. José López Romero.

miércoles, 28 de octubre de 2009

LITERATURA Y EMPRESA


El método Grönholm es una excelente obra de teatro, después versionada para el cine, en la que los personajes van poniendo al descubierto toda la mezquindad de que es capaz el ser humano cuando de la supervivencia se trata; en este caso, es la selección a la que se someten para ocupar un puesto de trabajo en una empresa. Con las cosas como están, no dudo de que ante esta misma situación más de uno sería capaz hasta de matar, aunque también hemos visto como otros muchos por no perder el subsidio, ni se moverían de sus cómodos, y subvencionados con los impuestos de todos, butacones. En esto de producir está el país tan necesitado que la flagrante y consentida indolencia de éstos quizá sea mucho más perjudicial que la posible violencia de aquéllos. Por otra parte, el uso de la literatura en la publicidad no es una novedad, se pierde en la noche de los tiempos audiovisuales (de esto sabe y mucho mi amigo, antiguo alumno y magnífico profesor Jorge David Fernández, un abrazo). Pero la literatura de nuevo se convierte en noticia en el mundo empresarial con una obra de Juan Carlos Cubeiro, quien a modo de novela utiliza las obras de Shakespeare para diseñar las cualidades de un líder. Que la literatura es rica en toda clase de materiales para uso diverso tampoco es novedad; es más, precisamente la dramaturgia del poeta inglés por la universalidad de sus personajes y por lo que éstos representan, bien pueden resistir y acomodarse a cualquier tratamiento. De la misma manera que los grandes personajes de nuestra literatura, sin necesidad de poner ejemplos que están en la mente de todos. Sin embargo, no me resisto y ya que hemos tocado el mundo laboral, a reseñar aquí cómo la literatura siempre ha dejado constancia de las malas condiciones de trabajo del campesino o del obrero, en contraposición a la avaricia del patrón o empresario. La huelga en obras como La verdad sobre el caso Savolta de E. Mendoza o La tribuna de la Pardo Bazán, o la jerezana La bodega de Blasco Ibáñez era el último y desesperado recurso del obrero o el campesino ante la opresión del patrón. Hoy, por desgracia, los sindicatos prefieren la subvención para ellos, el subsidio para los parados y la subida de impuestos para los trabajadores. ¡Qué lástima de historia a cuya memoria no hacen el más mínimo honor! José López Romero.

RECOMENDACIÓN


El soldado Iván Chonkin
Vladímir Voinóvich. Debolsillo, 2007.
Esta novela, cuyo título completo reza “Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin”, entra de lleno y con todos los honores en esa corriente de la literatura universal de la guerra como motivo de la fina ironía de sus autores; corriente en la que se inscriben con letras de oro el “Simplicius, simplicissimus” de Von Grimmelshausen (S. XVII) y “Las aventuras del valeroso soldado Schwejk” de J. Hasek, novela con la que, como puede apreciarse, guarda la de Voinóvich parecido hasta en el título. Herederas de la más pura tradición picaresca, las tres señaladas tienen en común las vicisitudes por las que pasa el héroe de carne y hueso (en absoluto antihéroe) para salir airoso de una guerra que, tanto para los vivos como para los muertos, no era la suya. Excelente literatura, la que entretiene, divierte y enseña. José López Romero.

sábado, 17 de octubre de 2009

TRADUCCIONES


Confieso que me costó salir de ese estado de entre aturdimiento y sorpresa en que me dejó el comentario que hizo un personaje en una de estas series nuevas, norteamericana en concreto, que echan en la tele. “En todo este tiempo que llevo en la cárcel –decía el individuo, que tenía un largo historial como asesino y cabecilla de una violenta banda callejera- he leído de todo; libros de jardinería; tratados de economía; y poesía española” A continuación, Trillo (tal era el nombre del personaje, no confundir) eleva su mirada al techo de la celda y recita dos versos, para finalmente, concluir con el nombre del autor de aquel breve poema: “Ramón de Campoamor”. Estupefacto me dejó, hasta tal punto que no pude ni quedarme con algún fragmento para comprobar la autoría. Uno espera cuando en series o películas extranjeras se habla de poesía española, que se citen poetas como Lorca o Machado, si se quieren modernos, o Lope de Vega, Garcilaso o incluso Bécquer, si se prefieren clásicos. Pero nunca nos hubiéramos imaginado Campoamor. Cuando salí del aturdimiento, de inmediato caí en la cuenta de la traducción. En Literatura y fantasma, libro que la semana pasada reseñé en esta misma página, Javier Marías, su autor, dedica varios artículos a la traducción, labor a la que se ha empleado con éxito, y hasta como profesor. En ellos, Marías defiende la recreación de los textos, las versiones personales antes que caer en el error de la literalidad. El ejemplo que considera más adecuado para ilustrar su idea de la traducción es la partitura de música, sin traicionar el original, cada vez que una pieza musical se ejecuta, suena distinta; como distintas son las traducciones. Totalmente contrario, pues, a ese viejo refrán “tradutore, traditore”. Ramón de Campoamor pertenece, dentro de la historia de la Literatura, al llamado postromanticismo o realismo, generación que se pierde en la ignorancia del común de los mortales entre los grandes románticos y Gustavo Adolfo Bécquer. Seguramente –pensé- el traductor o los traductores de la serie le han hecho un guiño al espectador y han pensado que Campoamor bien podría intensificar el ya de por sí carácter perverso del personaje. O, y esto es sólo una suposición, en las duchas de la cárcel al recoger el jabón del suelo, se quedó pillado con Campoamor. ¿Quién sabe? José López Romero.

PENITENCIA


A diferencia de mi querido compañero de página, yo, lejos de sufrir de lumbalgia por el peso de las novelas de Stieg Larsson, en cuanto terminé de leer este verano el primer tomo (único de la trilogía que por ahora he leído), me apresuré a ir a la iglesia más cercana a ver si había un confesor-24 horas, que me pudiera absolver del pecado de lesa lectura que acababa de cometer. “Padre. Me acuso de haber leído un best-seller” –musité contrito-. “¿Cuál, hijo mío?” –me respondió entre comprensivo y bondadoso el cura. “Los hombres que no amaban a las mujeres, padre” –le respondí. “Eso no es un best-seller, hijo; con ese título más bien debería ser un clásico. Y si no, a los lamentables hechos de todos los días me remito”. “Pero, padre, es que es un best-seller”. “¡Ah! En ese caso, el pecado es realmente grave. Vete a tu casa y ponte, con los brazos extendidos, en cada mano un tomo de la trilogía, ya verás como se te quitan las ganas de leerlos”. Sin duda me había tocado un cura de la vieja escuela, ¡Vaya mala leche de penitencia! A pesar de voces como la de Donna Leon, experimentada escritora del género policíaco, que en varias ocasiones ha criticado con dureza las novelas de Larsson, e incluso el otro día le leí un artículo a José Mª Vaz de Soto, excelente profesor, que también en su análisis de la trilogía de “Millenium” encontraba errores y tildaba de facilón el estilo de Larsson, demasiado condescendiente con el lector, hay otros escritores, como Vargas Llosa, que a pesar de reconocer en la narrativa del escritor sueco algunos fallos tanto estructurales como estilísticos, augura que son novelas que perdurarán porque son amenas, entretiene a cualquier lector. Y eso es, aquí y en Suecia, sinónimo de éxito. “Pero, padre; es que no le he confesado lo peor. La novela me ha gustado, porque me ha entretenido”. “Pues entonces, con los brazos extendidos y de rodillas”. “Oiga, padre, ¿usted no lee novelas entretenidas? -le pregunté un tanto hostil- “Sí, hijo. Lo que pasa es que yo no me confieso. ¡Con la mala leche que tienen los curas!”. José López Romero.

TALLERES


Con el nuevo curso, propósitos renovados, metas por alcanzar y que nunca alcanzamos (aprender inglés, por ejemplo) y, sobre todo, nuevas expectativas culturales. El proceso es el siguiente: primero intentamos conocer las lecturas que a lo largo de sus vidas han marcado a nuestros escritores favoritos y no tan favoritos, y hacemos un acopio de esos libros para ponernos al día y, lo más importante, partir de las mismas fuentes en que ellos bebieron. Después, leemos con avidez todas las declaraciones que han ido haciendo en los distintos medios de comunicación, para intentar descifrar en ellas alguna de las claves de su creación; no hay escritor que no haya confesado alguna vez ante un periodista sus hábitos de trabajo, sus manías a la hora de ponerse delante de la mesa y ante el papel o la pantalla en blanco, y hasta la marca de los bolígrafos o rotuladores que utiliza (famosas han sido las camas de Aleixandre y de Onetti, tanto como la máquina de escribir de Umbral). Y ya, por último, releemos las obras de aquellos escritores que vamos a convertir en referencia, en modelos o ejemplos si no a imitar, sí al menos tener siempre presentes. Cerrado todo este proceso, ya nos creemos en condiciones de ser nosotros también escritores, de hacer nuestros pinitos literarios y, ¡quién sabe!, hasta de subir a los altares si no de la Literatura (con mayúsculas), con un poco de suerte, a los del “pelotazo”. Alguno habrá que hasta se compre un portátil, a modo de inversión, para empezar su meteórica carrera a los cielos de los escaparates de las librerías y de las listas de los más vendidos. Pero pronto nos damos cuenta de que unir palabras no es tan sencillo y de que perfilar personajes, hacer descripciones, estructurar la trama no se aprende por ciencia infusa y acudimos, entre desesperados y un tanto desesperanzados, a un taller de escritura, de esos que han proliferado en los últimos años en la misma medida en que a cierta parte de la población de este país se le ha metido en la cabeza que eso de escribir se hace de tacón y, si me apuran, hasta de rabona. Es cierto que no todos (generalizar es exagerar) los que acuden a un taller de escritura lo hacen con ese propósito; aunque en el fuero interno de muchos quizá corra ese gusanillo del éxito, ese dulce que a nadie amargaría. No estoy en contra, sino todo lo contrario, de los talleres de escritura, porque cualquier iniciativa que sirva para cubrir las expectativas, inquietudes o aficiones culturales de los ciudadanos, merece todo nuestro aplauso. Sus coordinadores o responsables son, por lo general, escritores con una trayectoria literaria contrastada, y ¡quién mejor para explicar los entresijos de la creación literaria que los que tienen que enfrentarse con ellos a diario! Pero otra cosa, y muy distinta, es la intención con que algunos se acercan a esos talleres; cuando se dan cuenta de la dificultad que todo arte tiene, que no basta con las lecturas favoritas de sus escritores preferidos, ni tan siquiera con releer sus obras una y otra vez, entonces surge el problema: ¿y qué hago con el portátil? La respuesta es tan fácil como ordinaria. La que ustedes están pensando. José López Romero.

miércoles, 7 de octubre de 2009

PENITENCIA


A diferencia de mi querido compañero de página, yo, lejos de sufrir de lumbalgia por el peso de las novelas de Stieg Larsson, en cuanto terminé de leer este verano el primer tomo (único de la trilogía que por ahora he leído), me apresuré a ir a la iglesia más cercana a ver si había un confesor-24 horas, que me pudiera absolver del pecado de lesa lectura que acababa de cometer. “Padre. Me acuso de haber leído un best-seller” –musité contrito-. “¿Cuál, hijo mío?” –me respondió entre comprensivo y bondadoso el cura. “Los hombres que no amaban a las mujeres, padre” –le respondí. “Eso no es un best-seller, hijo; con ese título más bien debería ser un clásico. Y si no, a los lamentables hechos de todos los días me remito”. “Pero, padre, es que es un best-seller”. “¡Ah! En ese caso, el pecado es realmente grave. Vete a tu casa y ponte, con los brazos extendidos, en cada mano un tomo de la trilogía, ya verás como se te quitan las ganas de leerlos”. Sin duda me había tocado un cura de la vieja escuela, ¡Vaya mala leche de penitencia! A pesar de voces como la de Donna Leon, experimentada escritora del género policíaco, que en varias ocasiones ha criticado con dureza las novelas de Larsson, e incluso el otro día le leí un artículo a José Mª Vaz de Soto, excelente profesor, que también en su análisis de la trilogía de “Millenium” encontraba errores y tildaba de facilón el estilo de Larsson, demasiado condescendiente con el lector, hay otros escritores, como Vargas Llosa, que a pesar de reconocer en la narrativa del escritor sueco algunos fallos tanto estructurales como estilísticos, augura que son novelas que perdurarán porque son amenas, entretiene a cualquier lector. Y eso es, aquí y en Suecia, sinónimo de éxito. “Pero, padre; es que no le he confesado lo peor. La novela me ha gustado, porque me ha entretenido”. “Pues entonces, con los brazos extendidos y de rodillas”. “Oiga, padre, ¿usted no lee novelas entretenidas? -le pregunté un tanto hostil- “Sí, hijo. Lo que pasa es que yo no me confieso. ¡Con la mala leche que tienen los curas!”. José López Romero.

sábado, 3 de octubre de 2009

Talleres


Con el nuevo curso, propósitos renovados, metas por alcanzar y que nunca alcanzamos (aprender inglés, por ejemplo) y, sobre todo, nuevas expectativas culturales. El proceso es el siguiente: primero intentamos conocer las lecturas que a lo largo de sus vidas han marcado a nuestros escritores favoritos y no tan favoritos, y hacemos un acopio de esos libros para ponernos al día y, lo más importante, partir de las mismas fuentes en que ellos bebieron. Después, leemos con avidez todas las declaraciones que han ido haciendo en los distintos medios de comunicación, para intentar descifrar en ellas alguna de las claves de su creación; no hay escritor que no haya confesado alguna vez ante un periodista sus hábitos de trabajo, sus manías a la hora de ponerse delante de la mesa y ante el papel o la pantalla en blanco, y hasta la marca de los bolígrafos o rotuladores que utiliza (famosas han sido las camas de Aleixandre y de Onetti, tanto como la máquina de escribir de Umbral). Y ya, por último, releemos las obras de aquellos escritores que vamos a convertir en referencia, en modelos o ejemplos si no a imitar, sí al menos tener siempre presentes. Cerrado todo este proceso, ya nos creemos en condiciones de ser nosotros también escritores, de hacer nuestros pinitos literarios y, ¡quién sabe!, hasta de subir a los altares si no de la Literatura (con mayúsculas), con un poco de suerte, a los del “pelotazo”. Alguno habrá que hasta se compre un portátil, a modo de inversión, para empezar su meteórica carrera a los cielos de los escaparates de las librerías y de las listas de los más vendidos. Pero pronto nos damos cuenta de que unir palabras no es tan sencillo y de que perfilar personajes, hacer descripciones, estructurar la trama no se aprende por ciencia infusa y acudimos, entre desesperados y un tanto desesperanzados, a un taller de escritura, de esos que han proliferado en los últimos años en la misma medida en que a cierta parte de la población de este país se le ha metido en la cabeza que eso de escribir se hace de tacón y, si me apuran, hasta de rabona. Es cierto que no todos (generalizar es exagerar) los que acuden a un taller de escritura lo hacen con ese propósito; aunque en el fuero interno de muchos quizá corra ese gusanillo del éxito, ese dulce que a nadie amargaría. No estoy en contra, sino todo lo contrario, de los talleres de escritura, porque cualquier iniciativa que sirva para cubrir las expectativas, inquietudes o aficiones culturales de los ciudadanos, merece todo nuestro aplauso. Sus coordinadores o responsables son, por lo general, escritores con una trayectoria literaria contrastada, y ¡quién mejor para explicar los entresijos de la creación literaria que los que tienen que enfrentarse con ellos a diario! Pero otra cosa, y muy distinta, es la intención con que algunos se acercan a esos talleres; cuando se dan cuenta de la dificultad que todo arte tiene, que no basta con las lecturas favoritas de sus escritores preferidos, ni tan siquiera con releer sus obras una y otra vez, entonces surge el problema: ¿y qué hago con el portátil? La respuesta es tan fácil como ordinaria. La que ustedes están pensando. José López Romero.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Los bárbaros


A Jacques Le Goff (al que hemos vuelto como avisábamos en artículos precedentes) le debemos varios de los trabajos sobre la Edad Media (entre ellos “Los intelectuales en la Edad Media” o “La civilización del Occidente medieval”) que por rigor e interés merecen parangonarse con los ya clásicos estudios de E.R. Curtius (“Literatura europea y Edad Media latina”) o de Johan Huizinga (“El otoño de la Edad Media”) o de Norman Cohn (“En pos del milenio”) por citar sólo algunos de los más conocidos. Precisamente en “La civilización del Occidente medieval” Le Goff comenta la barbarización que sufrieron los intelectuales de la época para ponerse al nivel de una nueva población, que ya no entendían del refinamiento y de los sistemas de enseñanza impuestos por Quintiliano. San Agustín llega a declarar que es preferible “verse censurado por los gramáticos a no ser comprendido por el pueblo”. Quizá, y haciendo nuestro el lamento del santo de Hipona, la literatura que se enseña en los colegios no es ya la literatura que exige o demanda un pueblo nuevo o barbarizado (entiéndase el término al modo medieval o como ustedes quieran); quizá las canciones de Andy y Lucas sean ahora el canon o el instrumento de enseñanza que se debe utilizar en los centros de enseñanza, y el rap el género lírico por excelencia, o una entrega del Gran Hermano el modelo de representación dramática. “Puesto que los ignorantes y los sencillos no pueden elevarse a la altura de los letrados, que los letrado se dignen descender hasta su ignorancia”. Nunca he escrito tan en serio, nunca mis amigos tomarán mis palabras tan en broma. José López Romero.

jueves, 20 de agosto de 2009


En la novela de Heinrich Böll “Y no dijo ni una palabra”, la protagonista, Käte, le pregunta a su esposo por qué se casó con ella, y él, ante pregunta tan capciosa (y me acuerdo ahora de un magnífico chiste), no tiene por respuesta otra que: ““Por el desayuno. Buscaba alguien con quien desayunar toda la vida…”. Y aunque no está mal para salir airoso de situación tan embarazosa (¿quién me puede negar a estas alturas la infinita capacidad de unión de un café compartido todas las mañanas?), otras posibles respuestas se me vienen ahora a la cabeza, quizá no más emotivas que el desayuno, pero sí más prácticas. “Para leer esos libros que yo no puedo leer” o “para que leas y me des una opinión de libros que yo ya he leído”, le respondería a mi mujer ahora que no me oye (afortunadamente a ella no se le ocurre hacer esas preguntas que sólo encontramos en las novelas). Sinceramente, debo confesar que muchas veces le he dado a mi mujer libros para leer que yo he comprado porque me interesaban a mí, no a ella. Y su opinión me ha condicionado tanto que más de una vez no he podido empezar siquiera su lectura. Pero otras veces, no sé si adrede, sus encendidos elogios me han llevado a la tortura de libros que no le desearía a mi peor enemigo. Y cuando me deja las mañanas de los domingos leyendo en la cama esos tormentos insufribles, y le oigo desde la cocina “cariño, el café”, advierto en su voz cierto tono de venganza que, siguiendo con la sinceridad, me preocupa. ¿Cuál es el último libro que le he dejado?.

domingo, 5 de julio de 2009

El mal de las citas


Como si fuera un nuevo virus, la cita ataca a políticos, intelectuales, pueblo llano y hasta gente de mal vivir. Hace ya un tiempo, cierto político (clase social propensa a la diarrea intelectual) atribuyó el “vivo sin vivir en mí” teresiano a fray Luis de León y, pocos días ha, el atildado Peñafiel, azote de bodas y monarquías, desde las páginas de El Mundo citaba de forma deficiente el famoso madrigal de Gutierre de Cetina “Ojos claros, serenos / si de un dulce mirar sois alabados, /¿por qué, si me miráis, mirais airados?...” cuya autoría adjudicaba, creo recordar, a Garcilaso de la Vega.
En el tiempo en que la imitación ennoblecía, los escritores buscaban en la autoridad de la Biblia y los clásicos greco-latinos el toque de elegancia y didactismo para sus textos, no faltaban para este fin los repertorios de sentencias y hechos famosos (¿para cuándo ediciones de la “Officina” de Ioan Ravisio Textor o del “Sententiarum volumen absolutissimum” de Stephano Bellengardo, que provocarían verdaderas epidemias?). Hoy, los clásicos siguen teniendo ese punto de distinción que nunca han perdido; pero aquel que cita a modernos, y más si son alemanes, caen en la cursilería más espantosa. Yo, por mi parte, me he inoculado una pequeña dosis de este virus y cuento con un repertorio de citas de andar por tertulias y saraos y, en mis estados febriles, suelo inventarme algunas que de inmediato atribuyo al venerable Borges, que viste mucho.
El cine en este aspecto es muy curioso: en las películas inglesas se cita a Shakespeare; en las francesas a Voltaire o Roussseau; Goethe en las alemanas, y en las españolas, siempre tan cutres y casposas, a Chiquito de la Calzada, ¡qué país!

miércoles, 10 de junio de 2009

Mentira


Ya lloramos en estas mismas páginas la muerte de don Fernando Lázaro Carreter (4 de marzo de 2004), por lo que representaba su pérdida para la Filología española, y ya avisábamos en su momento de que con él no sólo perdíamos a un gran filólogo, sino sobre todo a un gran vigilante de nuestro idioma. Su libro “El dardo en la palabra” (Galaxia Gutenberg) y su continuación “El nuevo dardo en la palabra” (edición de bolsillo en Punto de Lectura) fueron, son y seguirán siendo auténticos manuales del buen uso del español; en cada uno de esos “dardos” o artículos puede el lector encontrarse verdaderas lecciones sobre correcciones e incorrecciones lingüísticas, de uso común y actual, sazonadas siempre con el humor y le fina ironía de uno de nuestros grandes maestros. ¡Lástima que nadie haya tomado el relevo de don Fernando y no haya seguido ese camino, siempre difícil, que es enseñarnos a todos la corrección de nuestro idioma! Y digo todo esto porque no hay palabra más utilizada en estos últimos días de campaña electoral que “mentira”, de la que haría Lázaro Carreter, estoy seguro, un artículo excepcional. No hace falta consultar el diccionario para saber su significado, pero los políticos la utilizan como insulto contra su rival en las urnas; unos a otros se tildan de “mentirosos” sin que ninguno coja el camino de los juzgados más cercanos, para denunciar a su ofensor por serio menoscabo de su honor o, al menos, dirigirse a él y endilgarle el correspondiente “guantazo” y anunciarle la próxima visita de sus padrinos para decidir día, hora y lugar del duelo. ¡Qué tiempos aquellos en los que por unos “buenos días” mal dados los hombres llegaban a las armas! Y si no, que se lo pregunten al escudero del “Lazarillo de Tormes”. La mentira está bien, para la literatura; es uno de sus ingredientes imprescindibles y fundamentales, como ya se encargó de estudiar Mario Vargas Llosa en su libro titulado “La verdad de las mentiras”, cuyo prólogo es de lo mejor que yo he leído en los últimos años sobre la naturaleza y características de la narrativa, junto con el prólogo que Somerset Maugham escribe para su ensayo “Diez grandes novelas y sus autores”. Vargas Llosa nos explica en su trabajo: “En efecto, las novelas mienten… En realidad se trata de algo muy sencillo. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros- quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar –tramposamente- ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener”. ¿Nos mienten nuestros políticos con esa misma intención? ¿Nos quieren pintar la realidad de un color pastel cuando todos la vemos gris marengo, por no decir negra? ¿Con sus mentiras nos ofrecen un mundo que está muy lejos de ser el nuestro, ése que sufrimos todos los días? Tengo en esto mis serias dudas. Yo creo que nos mienten porque sólo quieren perpetuarse en el poder y en la silla que los mantienen a él y, en algunos (o muchos) casos, hasta a su familia. Por eso, yo abogo por imponer de nuevo aquel viejo código de honor, por el que toda ofensa debía lavarse con sangre ¿a primera sangre? ¡Por favor! Ya que estamos… José López Romero.

jueves, 4 de junio de 2009

El patio


Si no es por una cosa, es por otra. Lo cierto es que el patio de las letras siempre está revuelto, y por ello los medios de comunicación no paran de publicar noticias que merecen nuestra atención, y algunas hasta nuestra reflexión, que de eso se trata. En dos de las muchas y variadas me voy a ocupar en estas líneas. Aún no se había enfriado el cuerpo yacente de nuestro admirado Benedetti cuando el poeta Antonio Gamoneda, que por mayor mérito tiene el Premio Cervantes concedido en la Moncloa, criticaba la poesía del escritor uruguayo por el uso del “lenguaje de la comunicación coloquial”; dicho de otro modo, a Gamoneda no le gustan los poemas de Benedetti porque los intenta acercar a la gente de a pie. Aunque no comparto en absoluto la opinión del poeta leonés, siempre podemos aducir en su descargo el proverbial y socorrido “cuestión de gustos” o, en este caso, “de estética”; diferencia de criterio que, por simple higiene literaria, no sólo es saludable sino hasta necesaria. Que en los gustos poéticos de Gamoneda no entren los coloquialismos es tan respetable como defender lo contrario; sin embargo, la historia de la literatura le debería haber enseñado a don Antonio, y ahí tiene al don Antonio por excelencia y antonomasia para confirmarlo, que no hay palabras más poéticas en sí mismas que otras, sino el uso que el poeta hace de ellas. La otra noticia es más delicada. Ya sabíamos desde hace bastante tiempo de la radicalización ideológica del dramaturgo Alfonso Sastre, quien siempre se ha negado a condenar el terrorismo de ETA, de ahí que haberse prestado a encabezar la lista de Iniciativa Internacionalista Solidaridad para los Pueblos (IISP) en las elecciones europeas no haya sido una sorpresa excesiva. Podíamos inscribir a Sastre en ese pequeño (por fortuna) grupo de escritores, a quienes nadie les puede negar su calidad literaria (innegable también en los dramas de Sastre), pero cuya catadura personal deja mucho que desear. En su descargo o, mejor dicho, se aprovechan ellos de que estamos en un país libre para decir lo que se les antoja o defender ideas que si no rozan la ilegalidad, están dentro de ella, a pesar de los dictámenes del T.C. Pero Sastre si algo debería haber aprendido de la literatura, de la cultura en general, es que esas ideas, por muy respetables que sean, nunca pueden defenderse con las armas y a costa de las vidas de los demás. Sastre puede ser un excelente dramaturgo, no lo podemos en duda, pero es por desgracia para todos, no sólo para la literatura, una mala persona. José López Romero.

jueves, 28 de mayo de 2009

Revolución


Mi compañero de página, que alardea de visionario, no para de lanzarnos mensajes sobre la revolución que en el mundo del libro se avecina, si no es que ya está aquí. Si no son los e-books un día, son las maquinitas expendedoras de libros como si de condones se tratasen de las que hablaba la semana pasada. ¿Estaremos realmente ante una revolución? Pues en verdad no sería la primera que remueve los cimientos del libro y, como las anteriores, de seguro que abre nuevas perspectivas, y con ellas, algún que otro cambio en las costumbres. Si definitiva fue la de Gutenberg, no menor fue la de Aldo Manucio a principios del siglo XVI y la de la familia Elzevir a principios del siglo XVII que inundaron toda Europa con los primeros libros de bolsillo, ediciones de los clásicos en pequeño tamaño, en letra cursiva o garamond y a módicos precios; fue la mejor forma de democratizar la cultura: ponerla al alcance de cualquier economía, aunque estuviese sumida en profunda crisis; en mí tienen estos impresores un rendido (por no decir “fanático”, que suena a exageración) admirador. Pero ¿qué se cuece en estos tiempos que todos los lectores nos hemos puesto a la expectativa? Si hasta a las páginas de color salmón ya han saltado los dichosos e-books, no nos debe extrañar que algo de verdad puede que lleven las palabras de mi visionario amigo. En otras revistas leo noticias como el magno proyecto de digitalización de la Biblioteca Nacional bajo la dirección del prestigioso filólogo Pablo Jauralde, patrocinado con 10 millones de euros por Telefónica; o los 14 millones de libros que en cinco años quiere Google almacenar en sus depósitos informáticos; o incluso, con cierta visión de futuro, el proyecto de la agente por excelencia de la literatura española, Carmen Balcells, titulado “palabras mayores” que consiste en ofrecer a muy módicos precios lo mejor de García Márquez, Vargas Llosa o Juan Marsé a través de una distribuidora on-line; o la más llamativa: se estima que en el año 2015 (esto es, a la vuelta de la esquina) el libro electrónico represente el 50% del negocio editorial; y no digamos la iniciativa de cambiarle al infante la mochila por un libro electrónico, en el que estén cargados todos los manuales que tanto daño les hacen a sus tiernas espaldas. ¿Revolución? Vayamos despacio. Y para ello nada mejor que acudir a uno de los señores que hoy por hoy saben más de libros y revoluciones culturales: Umberto Eco, quien acaba de sacar un libro que se titula nada más y nada menos que “No esperéis libraros de los libros”, en cuyas 350 páginas despliega el gran semiólogo, novelista y bibliófilo italiano toda una batería de argumentos para defender precisamente el título de su trabajo. ¿Librarme yo de mis libros? Antes me libraría de mi… (no me había dado cuenta de que la tengo a mi espalda leyendo lo que escribo) ordenador. Por mi parte, con una taza aún humeante de café sobre la mesa, me dispongo a leer la novela de Eça de Queiroz El conde Abraños en una deliciosa edición de Renacimiento. Sin duda que a este libro no se le acaba la batería, ¿verdad, cariño? “Eso. Ahora intenta arreglarlo” –le oigo cuando ya se aleja. Hoy, sin postre, seguro. José López Romero.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Cine


Creo que fue mi amigo y compañero Carlos Rigual por aquellos años del Instituto Asta Regia (de gratísimo recuerdo), quien me dijo la siguiente frase que él mismo había oído: “de una mala novela se puede hacer una buena película, y viceversa: de una buena novela se puede hacer una mala película”. Y así es realmente la historia de las relaciones que, como los matrimonios, han mantenido siempre el cine y la literatura: buenos y malos momentos por igual. Desde el amor hasta la pasión, desde el odio hasta el rencor. Para Juan Marsé su matrimonio con el cine tiene más de lo segundo que de lo primero; nunca se ha cansado de decir que sus novelas no han tenido suerte cuando se han pasado a la pantalla; y eso le ha llevado a la conclusión de que “el problema del cine español no es la piratería, sino la falta de talento”; una afirmación realmente dura y que muestra a las claras su decepción. Y quizá haya que darle la razón al flamante Premio Cervantes porque honrosas por escasas son las excepciones que ahora se nos vienen a la cabeza de películas españolas que, tomando como guión alguna obra literaria, merece la pena verse, aun participando en aquél el autor de ésta. En cambio, mucho mejores son las adaptaciones para la televisión que se han hecho de algunas de nuestras emblemáticas novelas del XIX: La Regenta, Fortunata y Jacinta, Cañas y barro, o incluso Los gozos y las sombras de G. Torrente Ballester. Parece que la televisión, por su posibilidad de convertir una novela en serie, es un medio que se acomoda mejor a la literatura; como pasa con el teatro y aquel añorado programa “Estudio 1”, donde buena parte de muchas generaciones pudimos disfrutar y conocer lo mejor del teatro tanto nacional como extranjero de todos los tiempos. En esto del cine, la televisión y la literatura, quizá los ingleses sean un referente en el que deberíamos mirarnos y aprender. Ahí están series como Yo, Claudio y, sobre todo, las versiones que de las obras de Shakespeare ya hiciera (muchas en blanco y negro) sir Laurence Olivier y, más moderno, el magnífico actor y director Kenneth Branagh, que deberían ser modelos para nuestros directores de cine. En este sentido, guardo como oro en paño en cinta de vídeo su película Enrique V, que me hizo comprar el drama de Shakespeare sólo para poder leer y releer el emotivo discurso o arenga que el rey le dirige a su menguado y exhausto ejército inglés antes de la batalla de Agincourt. ¿Falta de talento de nuestro cine? Salvando excepciones, ya digo, incluso cuando han versionado clásicos, el resultado no ha podido ser más horrible, y ahí están El libro de buen amor, La Celestina o La lozana andaluza para no desmentirme. Nada que ver con los ingleses. Y ya que hablamos de cine español, valga un ejemplo de bodrio; el otro día me castigué con una película titulada Fuera de carta, realizada a la mayor gloria de Javier Cámara. Si ése puede ser el modelo de comedia o cine, en general, que se hace en España, no dudo lo más mínimo que esté en crisis. Si en la esfera internacional, nuestros más célebres representantes son actualmente Almodóvar y sus chicas y chicos, cuando no hace mucho eran Buñuel, Saura, Paco Rabal, Fernando Fernán Gómez e incluso Alfredo Landa en su espectacular madurez, no me extraña que se dude del talento de nuestro cine. Ni talento, ni color. José López Romero.

jueves, 7 de mayo de 2009

La familia


El otro día se me acerca un compañero, con el que trato escasamente pero al que le consta mi devoción por la lectura, y me espeta la siguiente confesión realmente compungido: “Pepe, tengo familiares a los que sólo les gusta leer best-sellers; cuantos más ejemplares vende un libro, más miembros de la familia lo leen”, pero de inmediato se justificaba: “menos mal que es familia en tercer grado, y alguno sólo familia política. No podría llevar esta carga si no fuera de esta manera”. Ya me habían avisado de lo “raro” del personaje y hasta de ciertas fobias o manías, algunos hasta aventuraban una más que sospechosa afición a toda clase de escritos sobre asesinatos en serie. Los escrúpulos, en lo tocante a familia y gustos literarios, no paraban aquí. Quienes lo tratan con más intimidad dicen que recibe en su casa a aquellos familiares (sólo en festividades muy señaladas) con un ejemplar del “Quijote” que les pasa a modo de detector de metales o como sahumerio por todo el cuerpo, y cuando los hace pasar al salón, les va recitando versos de Garcilaso a sus espaldas, como si fueran plegarias purificadoras. Nadie sabía cómo llegaba a enterarse, pero tenía consignadas en una libretita, que guardaba con verdadero celo, las lecturas que hacían aquellos inocentes familiares y, en unas páginas especiales tenía anotados los nombres de aquellos que habían leído “La catedral del mar”, “Los pilares de la tierra”, “Un mundo sin fin” y tres o cuatro novelas históricas actuales a las que, decían las malas lengua, les había hecho vudú y había posteriormente quemado junto con una foto de sus autores. Yo, al igual que este compañero, también tengo familiares que son lectores exclusivos de best-sellers, aunque afortunadamente también son en tercer grado pero, y valga la diferencia, no tengo una libreta en la que anoto sus infamias ni los recibo con el “Quijote” o con versos de Garcilaso, aunque tampoco esperan ya de mí que les haga una fiesta cuando vienen a mi casa; mi mujer me obliga a ofrecerles una copa de vino, que por supuesto les pongo del peor que tengo. Sin embargo, cada vez que en las reuniones familiares se toca el tema de la lectura, me empieza a correr un sudor frío por todo el cuerpo, las manos me empiezan a temblar y la cara se me transfigura. Hasta mi mujer más de una vez me ha comentado después de una visita: “¿Qué te ha pasado esta noche? Te temblaban las manos y se te puso una cara de psicópata que daba miedo”. De mañana no pasa que me compre una libretita. José López Romero.

miércoles, 29 de abril de 2009

Héroe


Lo tengo dicho hasta en arameo: por desgracia, la historia de la literatura en las aulas escolares hoy por hoy empieza en Jordi Sierra i Fabra o en Joan Gisbert y otros bultos sospechosos y termina, en el mejor de los casos, en el Marca o en el Superpop. Por eso cuando en los famosos currículos (palabra a la que no logro acostumbrarme, prefiero la tradicional “programa” o, en su defecto, “pograma”) ya desde tiernas edades se insiste en explicar el Poema de Mío Cid, aunque en versiones edulcoradas, me sigo poniendo las manos en la cabeza y vuelvo a mis blasfemias en arameo. En los últimos años en los que me he atrevido a acercar la épica a la boca de aquellos cuyos paladares ya no están hechos a platos tan fuertes, he preferido aligerarlo con un repaso general por la figura del héroe desde el mismísimo Ulises hasta llegar a los personajes de los tebeos. Así, intento dar una visión de un personaje universal, el héroe, a través de la historia; y aunque en más de una ocasión los intentos se queden en fracaso y de ahí la frustración ya consustancial a la labor docente, otras veces parece como si ese repaso abriese o iluminase ciertas mentes y éstas terminan por llegar a la conclusión de que personajes como Zidane, o Raúl, o Messi, o Iniesta, o Madonna, o Britney Spears bien podrían ser ahora nuestros nuevos héroes y heroinas, con lo cual volvemos al punto de partida o de destino: el Marca y el Superpop. ¿Estudios al respecto? Los que queramos y más. La figura de Rui Díaz de Vivar ha sido desde los estudios de Pidal ampliamente tratada, así como la épica en general, tanto nacional como extranjera, por no hablar aquí de los trabajos sobre Homero y todo el elenco de sus héroes (Héctor, Aquiles, Ulises) o el propio Virgilio y su Eneas. Y sobre personajes como Superman ahí tenemos un trabajo magnífico de Umberto Eco en su libro Apocalípticos e integrados, al que en más de una ocasión he citado aquí y que se ha reeditado en edición de bolsillo (¡aprovechen!). Y a pesar de la distancia en el tiempo y los cambios de época, a todos adornan las mismas virtudes aunque en dosis o matices distintos. Ya sean héroes posibles (de carne y hueso, como el Cid), ya sean imposibles (con poderes extraordinarios, como Superman), a todos adornan las mismas virtudes y son a través de ellas cómo componemos la figura universal del personaje: el valor, incluso el arrojo en la batalla, pero también la prudencia y la astucia, la generosidad, la buena estrella (de esto sabe bastante mi amigo Juan Cienfuegos) o la protección de la divinidad, la compostura personal, la belleza física como manifestación externa de la belleza interior, etc. Pero, sobre todo, uno de los rasgos consustanciales a todo héroe, fuente de muchas de las virtudes antes señaladas, es su inteligencia. Por eso, cuando Sarkozy hace unos días le negaba a nuestro presidente esta cualidad, al mismo tiempo que le negaba su calidad de héroe le reconocía el mérito de haber ganado dos elecciones. ¿Elogio o insulto?, se preguntaban algunos periodistas. Sin ser ningún héroe ni haber ganado ni las elecciones a la comunidad de vecinos, yo prefiero pasar por inteligente.¡Qué quiere que les diga!. José López Romero.

jueves, 23 de abril de 2009

Crítica


Creo recordar que fue en uno de aquellos magníficos artículos que publicaba Gabriel García Márquez en un periódico nacional, hace de esto ya sus buenas décadas (por lo que pido de antemano perdón si la memoria me traiciona), donde comentó entre la sorpresa y el lamento la anécdota sucedida en un examen que unos escolares habían hecho sobre su Cien años de soledad; entre las preguntas que el profesor había preparado, una de ellas consistía en que explicasen los sufridos alumnos el significado del gallo que aparecía, a modo de ilustración, en la portada de la edición que habían manejado. El gallo, se puede uno suponer, no era más que el motivo ornamental de la publicación. En esto de las portadas y por poner dos ejemplos sobre el mismo tema, a todos los miembros que componemos el club de lectura de la biblioteca municipal nos sorprendió la escasa, por no decir nula relación que las portadas de los libros Apartamento en Atenas, de Glenwey Wescott, y Un hombre soltero (éste quizá algo más), de Christopher Isherwood, guardan con el contenido de estas dos novelas en la colección Debolsillo. Viene la anécdota de García Márquez a cuento porque el papel de la crítica, por su propia naturaleza, siempre está en entredicho. Famosa es la frase de que detrás de un feroz crítico sólo hay un escritor frustrado. Periódicamente las revistas dedicadas a los asuntos artísticos en general reflexionan sobre la figura del crítico, es decir, de aquellos a los que los escritores desprecian, o dicho de otro modo, de aquellos que odian a los escritores. En la revista Mercurio de este mes, en la entrevista que le hacen a Juan Marsé días antes de que recoja su bien merecido Premio Cervantes, comentaba el catalano-castellano: “sobre mis personajes hay críticos y estudiosos de mi obra que han escrito cosas que han sorprendido al propio autor, que soy yo”. En cierta ocasión, una chica universitaria le hizo ver que su novela Las últimas tardes con Teresa era un ajuste de cuentas que Marsé hacía con la burguesía; a lo que el escritor le respondió que realmente la había escrito “porque siempre soñé con irme a la cama con una chica rubia y con los ojos verdes y los muslos que tú tienes, y como no pude conseguirlo, me inventé a Teresa.” Dice Marsé que la chica cogió su carpeta y salió despavorida. Por eso siguen escribiendo, y no por otra razón, Juan Marsé y tanto otros. José López Romero.

jueves, 16 de abril de 2009

Recuerdos


De los muchos recuerdos que uno conserva de la infancia y primeros años de la adolescencia, cuatro son en mi caso los que con más intensidad se han grabado en mi memoria: la caja de lápices de colores marca Alpino, la primera pluma estilográfica, la primera máquina de escribir y la enciclopedia que antes de nacer ya mi padre había comprado. Tener aquella caja de lápices en perfecto estado de revista, es decir, en su orden correspondiente y con sus puntas bien afiladas, dispuestos a colorear cualquier dibujo, era realmente una verdadera satisfacción. Comenzaba el antiguo y siempre llorado Primero de Bachillerato (yo soy de aquel Bachillerato de seis años, del que ahora tanto nos acordamos) y el profesor de Lengua exigió como material obligatorio una pluma estilográfica, una vez pasada aquella etapa de la caligrafía a plumilla y tintero, también tan añorada. Mis padres me compraron una Parker, la más barata que encontraron, conocedores como eran de lo delicado del objeto y el poco cuidado que un estudiante suele tener por los utensilios de su trabajo. Mi, o mejor, “nuestra” primera máquina de escribir ya fue una necesidad para que tanto mi hermano como yo pudiéramos hacer los trabajos de clase y presentarlos con la decencia que ya aquellos tiempos requerían; yo creo que si no todos, buena parte de nuestra generación aprendió a escribir a máquina con dos dedos (técnica rudimentaria que hemos trasladado al teclado del ordenador) en aquellas Olivetti verdes (todavía alguna queda entre los armarios de mi casa), a las que en unos años o se le iba una tecla o se agolpaban si uno era más rápido de lo que la pobre podía admitir. El ruido de una máquina de escribir sigue siendo uno de esos recuerdos imborrables que lamentablemente nos llevaremos con nosotros cuando a Dios le dé la gana. Pero mucho de lo que yo escribí por aquellos siempre “maravillosos años”, a pesar de la modestia familiar, con aquella estilográfica y después en la máquina de escribir, lo saqué de una enciclopedia que acompañó a la vida de la familia durante mucho tiempo. La componían unos doce tomos de pastas duras de color burdeos, había sido publicada por la editorial Labor, y era una enciclopedia temática. Después se fueron comprando una Espasa abreviada ya organizada alfabéticamente y alguna otra, que utilizábamos ocasionalmente a modo de diccionario para aclarar significados o para ampliar alguna materia. Pero aquella de Labor era para nosotros el perfecto modelo de lo que podría llamarse el “saber enciclopédico”, desde las Matemáticas, la Física, la Literatura, la Historia, y hasta las reglas de un deporte o las medidas de una cancha de baloncesto o de una mesa de ping-pong; y todo profusamente ilustrado con fotos, dibujos o imágenes que reproducían la materia explicada. ¿Internet? Al lado de este teclado desde el que escribo, al que por cierto le falla ya alguna tecla, tengo algunos lápices de colores que ahora me sirven para subrayar, varias plumas (una Parker, por supuesto) y en el salón sigo teniendo una enciclopedia, por si se va la luz. José López Romero.

jueves, 2 de abril de 2009

Elegía


El sábado, 21 de marzo, se publicaba en la sección “Cartas al Director” de este periódico el “hasta luego” con que un padre despedía a su hijo fallecido en accidente de tráfico. Después de leer la carta, y sin haberme repuesto aún de la honda impresión que me produjo, no pude por menos que acordarme de toda la corriente elegíaca que jalona la historia de nuestra literatura. Desde las famosas “Coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique hasta llegar a la “Elegía a Ramón Sijé” de Miguel Hernández, o el “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejía” de Lorca, por citar las más conocidas, la literatura elegíaca se ha ido ampliando en cantidad y calidad a lo largo de los siglos. No les podemos negar a ninguna de ellas el sentimiento de dolor que en su día las alumbró, porque la muerte de un padre o de un amigo produce los mismos efectos: el desamparo de los que aquí quedamos y el vacío que deja en todos la persona querida. Pero las tres piezas literarias señaladas no dejan de ser eso: literatura. En el caso de Manrique, ya el propio Pedro Salinas se encargó de estudiar con rigor toda la influencia de la tradición, los tópicos a los que acudió Manrique para componer su obra; más sentidas e intensas nos parecen por su proximidad las de Hernández y Lorca. Pero hay otra elegía que quizá se acerque más al dolor de ese padre que se despide de su hijo: el último acto de “La Celestina” ocupado exclusivamente por el llanto de Pleberio ante el cuerpo sin vida de su amada hija Melibea. A pesar de que la influencia de Petrarca es poderosa en la composición de Rojas, Pleberio lamenta un suceso tan inexplicable como antinatural: que un hijo muera antes que su padre, en la flor de la edad, cuando tiene toda la vida por delante. El final de su llanto no puede ser más conmovedor: “¿por qué me dejaste triste y solo in hac lachrimarum valle?” La carta publicada el pasado día 21 en este periódico no es literatura; más lejos de la intención de su autor convertir su despedida en una pieza estética, no busquemos en ella, por tanto, ni influencias de otros escritores ni tópicos que pone a nuestra disposición la tradición; porque el “hasta luego” de ese padre a su hijo no es una expresión más del dolor, es realmente el dolor mismo, ese dolor tan inconmensurable como desconsolado que ningún padre querría sentir nunca. José López Romero.

miércoles, 25 de marzo de 2009

De locos / locas o loc@s


Estos políticos en su infinita sabiduría y siempre pensando en las preocupaciones más urgentes de la ciudadanía, están redactando (nos avisan, que no es de traidor) una ley “de igualdad de trato”. ¿Crisis?, ¿paro?, ¿terrorismo?, ¿bolsa? ¡bah! ¡pecata minuta con respecto a los grandes debates de la humanidad!. Seguramente el pueblo amorfo y cambembo recibirá la nueva ley, parida (huy, perdón) abortada libremente por la ministra del ramo con satisfacción y hasta con alguna fiestecilla subvencionada. No tengo ni idea del contenido de estas nuevas normas de convivencia que, según los precedentes, tan eficazmente solucionan los problemas de desigualdad de género. Quizá en un arranque de fanatismo (no escaso en estos temas), se le ocurra a algún cerebro del flamante ministerio (que tampoco, dados los antecedentes, parece que escasea), por cambiar los títulos hasta de las obras literarias. Por poner algún ejemplo, una magnífica novela de Vázquez Montalbán, ya no podría llamarse “Los alegres muchachos de Atzavara”, porque el protagonismo lo comparten por igual heterosexuales, homosexuales y hasta mediopensionistas, por lo que o le ponemos al título las arrobitas (otro invento grabado con letras de oro en la historia de la humanidad), o lo tendríamos que titular “Los /las alegres muchachos / muchachas de Atzavara”. O incluso Don Quijote tendría que compartir cartel con Dulcinea. En esto ya se adelantó Fernando de Rojas al titular su obra “Tragicomedia de Calisto y Melibea y de la puta vieja Celestina”, para no herir la sensibilidad de ninguna de sus criaturas. Pero si no tengo ni idea del contenido de la ley, sí puedo vislumbrar la redacción. Tenemos un inestimable precedente: la “RESOLUCIÓN de 26 de septiembre de 2007, de la Dirección General de Participación y Solidaridad en la Educación, por la que se acuerda dar publicidad a los protocolos de actuación que deben seguir los centros educativos ante supuestos de acoso escolar, agresión hacia el Profesorado o el Personal de Administración y Servicios, o maltrato infantil” (BOJA, 14 de noviembre de 2007). En esta Resolución se leen fragmentos como el que sigue: “Si el agresor o agresora fuera un alumno o alumna del centro, el director o directora del centro procederá a comunicar los hechos a sus familias”. Pero aquí no queda la cosa. Mucho peor es cuando el redactor tiene que hacer concordar un adjetivo con dos sustantivos, aquí es cuando el cacao es de impresión: “- Medidas que garanticen la inmediata seguridad del alumno o alumna acosada, así como medidas de apoyo y ayuda. - Medidas cautelares dirigidas al alumno o alumna acosador.” En el primer caso, la acosada es sólo la alumna; pero en el segundo, el acosador es sólo el alumno. O la contradicción de mantener en toda la redacción “alumno / alumna”, “director / directora”, “inspector / inspectora”, y muchos más, pero en cambio no se mantiene para “letrados” y otros sustantivos. Y así toda la Resolución que el lector curioso puede consultar como monumento a la idiotez gramatical. Lo dicho: “de locos / locas”, o incluso de “loc@s. ¿Cómo se escribirá con la nueva ley “gilipollez”? José López Romero.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Verdades


“Yo tengo ya más de cincuenta años, y si usted me pregunta cuáles son las reglas inmutables del matrimonio, sólo se me ocurre una: un hombre nunca deja a su mujer por una mujer mayor que ella. Aparte de eso, todo lo demás es posible”. “¡Que no lo digo yo! –intenté excusarme ante mi mujer, que ya miraba de reojo a mi hija con intenciones aviesas de formar frente común contra el varón que se atrevía a expresarse, más bien leer, libremente-… ¡Que lo dice un personaje, precisamente mujer, de la novela Hablando del asunto de Julian Barnes.” No sé si me creyeron, porque todos los datos apuntaban a este servidor, víctima una vez más de sospechas infundadas. ¿Hay realmente reglas inmutables? La que expone esta señora, tiene por mi conocimiento, que no experiencia, pocas y raritas excepciones, acudiendo al dicho popular de “si hay que cambiar, que sea para mejor”. En cuestiones matrimoniales ¿qué quieren ustedes que les diga que ya no sepan? La historia es rica en toda suerte de situaciones, y la literatura ha abordado el asunto con tanta profusión que me atrevería a incluirlo en el pequeño y selecto número de temas recurrentes y universales. Si Hablando del asunto es una novela en verdad muy recomendable en el tema que tratamos no sólo por su modernidad, sino sobre todo por el fino sentido del humor que se despliega a lo largo de todo el libro, casi toda la gran novela decimonónica, bien leída, no tiene otro asunto central que no sea el matrimonio, desde Madame Bovary pasando por La regenta hasta llegar a Fortunata y Jacinta, historias de mujeres insatisfechas. En este sentido ejemplar es también la novela Climas, escrita con elegante estilo por el francés André Mauriac; un interesante análisis del matrimonio visto a través sobre todo de dos mujeres. Y ya que hemos citado a la Bovary, Somerset Maugham se permite el siguiente comentario sobre Louise Colet: ““Flaubert se convirtió de nuevo en su amante. Uno se pregunta por qué. Louise era ya cuarentona, y rubia, y las rubias no se conservan bien, y en aquellos tiempos las mujeres que tenían alguna pretensión de decencia no se maquillaban”, -de nuevo siento en el cogote el aliento de mi mujer, a la que noto con ganas de censurar el artículo, y eso que ella no es ni rubia ni se maquilla… por lo menos-. Y aunque sobre el matrimonio, como sobre cualquier tipo de relación humana toda verdad debe ponerse en cuarentena, sobre la vida en general, sobre el ser humano, y hasta sobre el mundo todas las afirmaciones que podamos calificar de inmutables los propios aludidos ya se encargan de derribarlas. Si aquí nos dedicáramos a hacer un encendido elogio de la humanidad, cosa que por otra parte no se nos pasa por la cabeza, rápidamente algún lector acudiría a las palabras de ese excepcional conocedor de la mente humana, el gran Sigmund Freud, quien decía: “En el fondo de mi corazón estoy irremediablemente convencido de que mis queridos prójimos, con unas pocas excepciones, son unos seres despreciables”. “Estaría pensando en los hombres” –le oigo a mi mujer-. Y es que yo tengo la culpa: como a Felipe II. José López Romero.

jueves, 5 de marzo de 2009

Leer bien


La semana pasada mi compañero de página titulaba su columna “Leer lento” y establecía la comparación, tan obligada como interesante, con el movimiento ya bastante extendido por nuestro continente del “Slow food”, a modo de oposición al “fast food”. Y hasta se preguntaba mi amigo Ramón, más que compañero, si no estaríamos en los comienzos de un “slow read”, que si no lo ha inventado nadie, desde ahora y aquí mismo, y con su permiso, lo patentamos por si algo cae. Es curioso que entre lectores también suelen aparecer en las conversaciones ciertos temas recurrentes, y la forma y cantidad de las lecturas es, sin duda, uno de ellos. No hace mucho mi lector cómplice, Paco (un saludo), me comentaba que cada vez lee menos libros porque necesita de más tiempo para saborearlos, disfrutar de la lectura, y a modo de contra-ejemplo me ponía el caso de un común conocido, que contaba las páginas leídas por minuto, es decir, ya no seguidor sino un fanático (si seguimos con la comparación de mi amigo Ramón) del “fast read” (y si nadie tampoco lo ha patentado, sirva este artículo de cédula de creación). Pues, si les soy sincero, yo no soy partidario ni del “slow read” y mucho menos, por supuesto, del “fast read”. Y así como cada uno tiene su metabolismo, por el cual admite o tolera mejor o peor los alimentos, y depende también de qué alimentos, todo lector (y en esto sigo la clásica frase “conócete a ti mismo”) tiene su capacidad lectora más o menos adaptada a sus condiciones. Habrá quien lea con más rapidez y los habrá con mayor lentitud; pero en lo que todos podemos estar de acuerdo es que hay unas condiciones mínimas para que la lectura de cualquier libro se asiente en nuestro organismo y nos haga ese efecto benéfico que todos esperamos. Habrá libros de más difícil digestión que exigirá un proceso de lectura más lento, y libros más livianos que podemos comer (perdón, “leer”) a cualquier hora. Y no menor importancia tiene en este proceso el silencio, la concentración, la disposición a la lectura y, para algunos, hasta el formato. Lo que está claro es que uno no puede leer mirando el reloj y yo me atrevería a decir que ni a comer, porque ambas actividades tienen tanto de sustento como de placer. José López Romero.

martes, 24 de febrero de 2009

Desacuerdo


No estoy de acuerdo (¡empezamos bien!) con esa ya antigua teoría de que para ser un buen escritor uno ha tenido que haber sido infeliz en su infancia o padecer de alguna incapacidad física. Los ejemplos aducidos tampoco me convencen: Byron, por su pie deforme; Dickens, por el complejo por haber trabajado de chico en una fábrica de betún, etc. El instinto creativo, dicen quienes defienden tamaño despropósito, se agudiza en la desgracia. Y no estoy de acuerdo, porque yo podría argumentar en contra que buena parte de la narrativa hispanoamericana, tanto la de aquí como la de allí, no podría haberse escrito. La nómina de nuestros más insignes escritores está llena de “niños de papá”, burgueses acomodados, por no decir incluso de alta posición social. ¿Discapacitados? No recuerdo; ¿infelices? No me constan. Y tampoco estoy de acuerdo (hoy se me han levantado las yemas de los dedos un poco contestatarias) con la afirmación que la semana pasada hacía la novelista Siri Hustvedt, esposa de Paul Auster, en el “Magazine” de este periódico, según la cual “nadie escribe un libro si está en paz consigo mismo”. Bien podría ser una variante de la primera teoría ya expuesta y derribada, aunque llevada un poco más allá, ya no es necesario el sufrimiento infantil, sino la angustia vital, estar atormentado, el inconformismo radical contra todo, todos y contra sí mismo. Si bien es cierto que muchos escritores, sobre todo a partir del siglo XIX, decidieron que no había literatura sin autodestrucción, actitud que muchos llevaron hasta las últimas consecuencias, pongamos como ejemplo al mismísimo Edgar Allan Poe (del que este año, por cierto, se cumple el bicentenario de su nacimiento); autoaniquilación que sigue en plena vigencia, aunque con casos más esporádicos; también reconocerán conmigo, por el contrario, que la literatura, como todo proceso creador, necesita de un estado de sosiego espiritual e intelectual que en poco o en nada se compadece con los febriles efectos del alcohol o de las drogas, como en otro tiempo se tenía por moda. Pero sigue la Sra. Hustvedt: “en el momento en que se convierte en un arma ideológica, la literatura deja de ser buena, salvo excepciones”, tampoco de acuerdo. La literatura buena o mala no depende, en mi opinión, de su intencionalidad o su utilización, sino de su calidad, como todo arte. ¿O es acaso una excepción todo el teatro clásico español con Lope y Calderón a la cabeza, que se utilizó como arma ideológica a favor de la monarquía absoluta? Como tampoco estoy de acuerdo con el calificativo que suele utilizar a modo de elogio nuestro paisano Caballero Bonald del “escritor desobediente”; ¿desobediente a qué? ¿al poder, cuando se echan en brazos de algún gran grupo de medios de comunicación? ¿al sistema, cuando no tienen el menor escrúpulo en presentarse a premios en cuyos jurados están sus amigos, o en poner la mano y la sed para asistir a actos corporativos? ¿Y tú con qué estás de acuerdo, cariño? –oigo por detrás que me dice mi mujer entre irónica y amenazante. “¿Yo? Contigo siempre, amor”. Y me dio un beso que me supo a terrón de azúcar. José López Romero.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Rico


¿Quiere usted hacerse rico con poco esfuerzo? “¡Joé! – que diría el amigo de Rguez. Carrión (por cierto, ¡enhorabuena!)- ¡Vaya preguntita con la que tenemos encima!”. Pues yo le voy a dar la receta mágica sin caer en la burda solución de los juegos de azar. ¡Escriba un libro de nutrición, dietética, alimentación o como c. se le denomine al género! ¿Difícil? ¡Por favor! ¡Qué poca confianza en sus posibilidades! Atento al procedimiento: se busca usted una fruta o una hortaliza y cante usted las excelencias dietéticas y nutritivas de la susodicha; añada algunas recetas y formas de comérsela, adóbelas con cierta dificultad: a las tres de la mañana, porque el cuerpo está en proceso de reactivación; o acompáñela con otros productos cuya ingesta puede resultar cuando menos extraña: con tres dientes de ajo o con un caldito de berenjenas; abra en su libro un capítulo sobre la mala alimentación, exponga usted las tres obviedades sobre las carnes rojas y el chicharrón ibérico, las grasas trans y el colesterol, que asusta mucho, y ya tiene usted su best-seller, y hasta con un poquito de suerte se termina por convertir en lo que ahora se da en llamar “el nuevo gurú de la alimentación sana”. ¿Difícil? ¡se subestima! ¿Que por qué no lo hago yo? Tiene sentido su pregunta, pero los que somos pobres de cuarta generación (y porque nuestra vista genealógica no alcanza a más), nos movemos mucho más sueltos en las estrecheces de los momentos de crisis y, la verdad, no sabríamos maniobrar en la opulencia; de acuerdo con la modestia, por no decir miseria, de los bienes de fortuna que a mi apellido han ido legando generaciones y generaciones de antepasados, yo me aplico la frase que le oí a Don Rafael Sánchez Saus, conocedor como nadie de los linajes jerezanos: “Cuando tu familia empezaba a ser algo, la mía ya llevaba muchos siglos que no era nada”. Pero si a pesar de lo fácil que se lo he puesto, usted no confía en el método para salir del umbral de la pobreza en que lo va a dejar esta malhadada crisis, pero tiene tragaderas y el estómago más que agradecido, le propongo otro plan: hágase de un partido político. ¿Que de cuál? De cualquiera porque, apostillemos a Darío Fo: “Aquí no paga nadie, pero todos mangan”. José López Romero.

miércoles, 11 de febrero de 2009

arte nuevo


Esta tan ajetreada humanidad ha vivido ya tanto, la historia es tan infinitamente larga, que a cada momento, por minuto diría, podríamos estar celebrando algún acontecimiento. El más que admirado, venerado Stefan Zweig redujo a catorce los “Momentos estelares de la Humanidad” (libro del que no nos cansaremos de cantar sus excelencias), pero estimo que se quedó corto, muy corto. Y con la Literatura no digamos. No hay día en que no debamos ponernos el traje de las celebraciones o de las necrológicas; que si la conmemoración de un nacimiento, que si un óbito, que si una primera edición, que si el primer flatito de…, o la virginidad de… Pero como yo soy bastante despistado para las fechas, unas se me terminan por pasar o me entero a veces por los periódicos, otras soy el último en enterarme (¿dónde habré oído yo esta frase? Toco madera). Y es que uno no puede estar todos los días de gala o entonando el “no somos nadie”; por eso, la mayoría se me olvida y a pocas, muy pocas les dedico mi atención. Y estamos precisamente en una de estas celebraciones que yo no dejaría escapar sin prestarle al menos un poquito de tiempo y esfuerzo. Me refiero al cuarto centenario de la primera edición de “El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo”, opúsculo que Lope de Vega escribió a modo de poética de su nueva concepción de hacer teatro. La verdad es que me enteré por los periódicos de este nuevo “centenariazo”, que bien merece un hueco en nuestra ya de por sí dispersa atención. La Literatura como todo arte siempre ha tenido un prurito muy acusado por someterse a reglas, de ahí la cantidad de “poéticas” que a lo largo de su historia se han escrito y publicado, desde la más importante de Aristóteles, pasando por la cantidad inabarcable de “Retóricas” que se fueron publicando durante todo el siglo XVI, por no decir la famosa de Luzán en la primera mitad del XVIII, hasta llegar a nuestros días en que no hay escritor que, de una forma u otra y a título particular, no haya reflexionado sobre su “arte nuevo, distinto o personal de hacer literatura”. Pero “El arte nuevo” de Lope bien merece el reconocimiento a una pequeña obra (apenas 380 versos) en la que el Fénix expuso todos los resortes de una nueva manera de hacer teatro que revolucionó los corrales de comedias de su época y que marcaría un antes y un después en la historia de nuestra dramaturgia. Hasta el mismísimo Cervantes tuvo que echarse a un lado, para dejar pasar aquel vendaval que sin duda fue aquella reforma que proponía Lope. La reducción a tres actos, la mezcla de lo cómico y lo trágico (en el sentido clásico de ambos términos), la tipificación de los personajes, la variedad temática, la diversidad estrófica, la ruptura de las tres unidades clásicas y, sobre todo, la complicidad con el espectador son rasgos que expone Lope y que han perdurado a lo largo de los siglos. Como ven, no podríamos pasar por alto una celebración como ésta, que requiere, sin duda, traje oscuro y corbata, si no esmoquin y pajarita. José López Romero.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Cuatrocientos


Es fama que cuando se extendió por Europa la lectura de “Las desventuras del joven Werther”, de la misma manera una epidemia de suicidios invadió el viejo continente; más lejos de la intención del gran J. W. Goethe que su novela provocara tal devastación en la juventud europea. Los amores del apuesto Werther hacia la hermosa Carlota, tan desesperados como imposibles, le llevan a ese callejón sin salida que es su propia autodestrucción. Les confieso que yo leí a una edad muy sensible a estos asuntos del corazón esta novelita de Goethe, en la colección de RTVE-Salvat, cuyos ejemplares por aquellos prehistóricos años costaban 25 pesetas, ni que decir tiene que aún conservo (lo tengo ahora entre mis manos) el nº 15. Y aquí sigo; lo que quiere decir que, a pesar de los deletéreos efectos que produjo ese libro, a mí, aunque aún recuerdo la honda impresión que me provocó, ni siquiera se me pasó por la cabeza el suicidio, prefería ahogar mis penas de amor con bocadillos de tortilla (estaba en una edad muy mala). ¿Se preguntarán los autores el efecto que pueden producir sus libros en los lectores? La inmensa mayoría juran y perjuran que no escriben para un determinado tipo de lector, pero seguro estoy de que una de las mayores satisfacciones que se le puede dar a un escritor es que le diga alguien que su libro le dio ánimos para seguir viviendo, o que encontró un enorme consuelo después de una desgracia. Sin ir más lejos, una de las últimas confesiones de Mario Conde ha girado sobre este aspecto: en la cárcel –dice- se leyó unos cuatrocientos libros; entre tantos, seguro que muchos le reconfortarían, muchos otros le harían la vida más llevadera, privado de libertad, y que otros, esperemos, le hayan hecho mejor persona. Sin embargo, hay políticos que o aprenden demasiado de sus lecturas o no han leído nunca un libro que los haya puesto o devuelto a la realidad. Hace unas semanas el Consejero de Trabajo de nuestra imparable Junta se dejaba caer diciendo que aún mantenía el objetivo de pleno empleo para el 2013, lo mismo estaba bajo los efectos de esas novelas de ciencia ficción que recrean un mundo tan lejano como imposible; y el exsecretario general de CCOO, y hoy reconvertido en flamante diputado del PSOE, Antonio Gutiérrez, en este mismo periódico comentaba que “los mecanismos de la codicia cada vez son más sofisticados”, seguro que una de sus lecturas preferidas son los diálogos de tendencia cínica de Luciano de Samosata. A más de uno habría que darles el tiempo suficiente como para que puedan leerse cuatrocientos libros. José López Romero.