No estoy de acuerdo (¡empezamos bien!) con esa ya antigua teoría de que para ser un buen escritor uno ha tenido que haber sido infeliz en su infancia o padecer de alguna incapacidad física. Los ejemplos aducidos tampoco me convencen: Byron, por su pie deforme; Dickens, por el complejo por haber trabajado de chico en una fábrica de betún, etc. El instinto creativo, dicen quienes defienden tamaño despropósito, se agudiza en la desgracia. Y no estoy de acuerdo, porque yo podría argumentar en contra que buena parte de la narrativa hispanoamericana, tanto la de aquí como la de allí, no podría haberse escrito. La nómina de nuestros más insignes escritores está llena de “niños de papá”, burgueses acomodados, por no decir incluso de alta posición social. ¿Discapacitados? No recuerdo; ¿infelices? No me constan. Y tampoco estoy de acuerdo (hoy se me han levantado las yemas de los dedos un poco contestatarias) con la afirmación que la semana pasada hacía la novelista Siri Hustvedt, esposa de Paul Auster, en el “Magazine” de este periódico, según la cual “nadie escribe un libro si está en paz consigo mismo”. Bien podría ser una variante de la primera teoría ya expuesta y derribada, aunque llevada un poco más allá, ya no es necesario el sufrimiento infantil, sino la angustia vital, estar atormentado, el inconformismo radical contra todo, todos y contra sí mismo. Si bien es cierto que muchos escritores, sobre todo a partir del siglo XIX, decidieron que no había literatura sin autodestrucción, actitud que muchos llevaron hasta las últimas consecuencias, pongamos como ejemplo al mismísimo Edgar Allan Poe (del que este año, por cierto, se cumple el bicentenario de su nacimiento); autoaniquilación que sigue en plena vigencia, aunque con casos más esporádicos; también reconocerán conmigo, por el contrario, que la literatura, como todo proceso creador, necesita de un estado de sosiego espiritual e intelectual que en poco o en nada se compadece con los febriles efectos del alcohol o de las drogas, como en otro tiempo se tenía por moda. Pero sigue la Sra. Hustvedt: “en el momento en que se convierte en un arma ideológica, la literatura deja de ser buena, salvo excepciones”, tampoco de acuerdo. La literatura buena o mala no depende, en mi opinión, de su intencionalidad o su utilización, sino de su calidad, como todo arte. ¿O es acaso una excepción todo el teatro clásico español con Lope y Calderón a la cabeza, que se utilizó como arma ideológica a favor de la monarquía absoluta? Como tampoco estoy de acuerdo con el calificativo que suele utilizar a modo de elogio nuestro paisano Caballero Bonald del “escritor desobediente”; ¿desobediente a qué? ¿al poder, cuando se echan en brazos de algún gran grupo de medios de comunicación? ¿al sistema, cuando no tienen el menor escrúpulo en presentarse a premios en cuyos jurados están sus amigos, o en poner la mano y la sed para asistir a actos corporativos? ¿Y tú con qué estás de acuerdo, cariño? –oigo por detrás que me dice mi mujer entre irónica y amenazante. “¿Yo? Contigo siempre, amor”. Y me dio un beso que me supo a terrón de azúcar. José López Romero.
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