Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 28 de mayo de 2016

MAURICIO WIESENTHAL

Aunque ya pertenece a esos lugares comunes de la literatura y, por ello mismo, en permanente estado de cuarentena de que los poetas, la mayoría, son los peores lectores o declamadores de sus propios versos, no podemos decir lo mismo (pero tampoco debemos generalizarlo) de la capacidad de la mayoría de los escritores para la conversación amena, la conferencia interesante, para, en definitiva, la dialéctica cuerpo a cuerpo con sus lectores o curiosos de su obra. En nuestro recuerdo perduran aquellos programas dirigidos por Joaquín Soler Serrano titulados “A fondo”, que pueden aún recuperarse en Internet, programas por los que pasaron los mejores escritores del siglo XX, y a los que añadiríamos “Biblioteca Nacional”, dirigido por Fernando Sánchez Dragó, por el que conocí a figuras internacionales ya consagradas como Umberto Eco, o el actual “Página 2” que mantiene la misma calidad que los citados. Pues bien, de todos ellos lo que más me sigue sorprendiendo es el poder de encantamiento que casi todos (lo dicho: no podemos generalizar) los escritores entrevistados tienen a través de la palabra, ya no escrita, sino enunciada oralmente, un dominio de la dicción que a uno le lleva a atribuirles la frase que podría perfectamente enunciarse también a la inversa: “hablan como escriben”. El poder de seducción de la palabra hablada en  ocasiones supera incluso a la escrita, y seguramente más de una obra  habremos leído por haber visto o escuchado a su autor en los medios de comunicación. Todo esto viene a cuento porque el otro día tuve la suerte y el privilegio de conocer y escuchar a Mauricio Wiesenthal. Conocía de referencia sus obras, especialmente las dedicadas a sus viajes por las reseñas que mi compañero Ramón, especialista en estos temas, les ha dedicado en esta página; sabía además de su devoción (compartida) por el gran Stefan Zweig, y tenía mucho interés en leer su reciente biografía sobre Rainer María Rilke, publicada por la prestigiosa Acantilado. Sobre este libro, me comentaba Manolo Ramos, el heroico librero, junto a Mauricio Gil Cano, de aquella maravillosa aventura que fue “La llave de cristal”, que en la presentación del libro en Sevilla al escuchar a Wiesenthal cerraba los ojos y es como si estuviese leyéndolo. Doy fe por aquella breve pero inolvidable conversación que mantuve con Mauricio Wiesenthal de que es un hombre de aquellos que nacieron para el esplendor de la cultura renacentista; en torno a la figura siempre presente e iluminadora de Stefan Zweig, fue hilvanando un monólogo con varias anécdotas, como su viaje invitación a la feria del libro de Bogotá con todo lujo de datos (memoria prodigiosa), que encandiló a sus oyentes. Y desde este encuentro estoy deseando habérmelas con esa biografía de Rilke, o con su “El esnobismo de las golondrinas” para volver a escuchar la palabra encantadora, seductora de Mauricio Wiesenthal. José López Romero.


sábado, 21 de mayo de 2016

ADELANTADOS

“Que a todo hombre viviente, / en cualquiera lugar que haya nacido, / sea iroqués o patagón gigante, / fiero hotentote o noruego frío, / o cercano o distante / le miro siempre como hermano mío.” Cuando uno lee estos versos de José Cadalso (“Sobre no escribir sátiras”), el gran ilustrado que ejerció tan poderosa como benefactora influencia sobre poetas como Meléndez Valdés o el mismo Jovellanos, no puede por menos que pensar en la rabiosa actualidad de su mensaje, a pesar de los más de dos siglos de distancia y, lo que es más grave, lo poco o lo “casi nada” que ha evolucionado o, lo que es peor, cuánto ha retrocedido este mundo de nuestros pecados cuando seguimos planteándonos si todos los que vivimos en él debemos considerarnos hermanos, al margen de geografías distantes o cercanas, de religiones o de razas. No otra respuesta que los versos de Cadalso piden de nosotros la grave situación de los refugiados que huyen de sus países en guerra, o la cantidad de inmigrantes que intentan llegar a nuestras costas en esos ataúdes humanos a los que llaman pateras. Y de la misma manera, si leemos la oda “El fanatismo” de Meléndez Valdés, comprobamos en sus versos el lamento del poeta por la irracional y sangrienta manera de entender las religiones, sean antiguas o modernas: “Y, ¡ay!, en nombre de Dios gimió la tierra / en odio infando, en execrable guerra”. No otra imagen que la que Meléndez recoge en estos versos nos están dejando los continuos atentados que en nombre de un Dios hecho para el odio y la destrucción asolan países y el nuestro, por desgracia, no ha sido una excepción. Y de nuevo la pregunta es obligada: ¿es que no hemos evolucionado nada? ¿es que lejos de mejorar, realmente hemos empeorado? Cadalso murió en 1782 en el asedio a Gibraltar, y Meléndez Valdés murió en su exilio de Montpellier, una víctima más de la invasión napoleónica. Hoy las obras de Cadalso y de Meléndez Valdés siguen siendo un ejemplo de lo poco que ha aprendido el ser humano. José López Romero.

sábado, 14 de mayo de 2016

MITOS (14)

“Un hombre de buen gusto no vive ya a mi edad”, confesaba Imre Kertész en una reciente entrevista publicada en una revista cultural, pocos días antes de su reciente fallecimiento, sucedido el pasado 31 de marzo. Esta frase del escritor húngaro, premio Nobel de Literatura del año 2002, me recordó en cuanto la leí que en parecidos términos se pronunciaba un Miguel Delibes “puesto ya el pie en el estribo”, a sus casi noventa años que no llegaría a cumplir. A sus ochenta y seis años, Kértesz consideraba ya por simple cuestión de elegancia y caballerosidad no molestar más a la humanidad con su presencia, y para eso acababa de publicar en Acantilado “La última posada” o, lo que es lo mismo, sus diarios que abarcan la primera década del siglo actual. Y cuando alguien a esa edad ya piensa dar por cerrada su vida, sus familiares, incluso él mismo, se consuelan ante la plenitud de una existencia vivida hasta el final: ha crecido, ha formado una familia, ha visto crecer a sus hijos, y en estos casos (el de Kertész, el de Delibes) han sido testigos privilegiados de su tiempo, que han sabido con maestría literaria plasmar en sus obras, convertidas así en crónicas, a veces descarnadas de unos acontecimientos que también les tocó sufrir. Porque esa vida plena también se ha cobrado su buena parte de desgracias: ambos escritores fueron víctimas cuando aún eran unos niños de los estragos de la guerra, y en el caso de Kertész hasta la deportación en los campos de exterminio nazi. Testigos de un tiempo no siempre amable para ser vivido, pero también protagonistas de otros momentos que inscriben a ambos autores con letras de oro en la historia de la literatura. Quizá un hombre de buen gusto no quiera ya vivir a los años que cargaba a sus espaldas Imre Kertész, pero sus lectores le agradeceremos de seguro su obra, su compromiso humano, el ejemplo en definitiva que nos ha ido dando a lo largo de toda su vida, el mismo ejemplo que admiramos en Delibes. Porque a un escritor, como a cualquier profesional, no se mide solo por la calidad de su obra, sino también por la trascendencia de esta en sus contemporáneos y en las generaciones futuras, y en esto tanto Kertész como Delibes alcanzan una altura impresionante. Pero a los sesenta y ocho años no debemos aún consentir a la muerte que se lleve a uno de los más grandes, no debe darse por acabado el tiempo, no es de buen gusto que te llegue la hora tan temprano. Fue a esa edad hace unos meses que nos dejó Johan Cruyff, sin duda un Nobel del fútbol, protagonista de excepción de una época de este deporte, cuya influencia como jugador y como entrenador aún perdura, y que también ha plasmado en libros (unos cinco he contado en la red). Y los que somos amantes del balompié y vimos jugar y sufrimos, por nuestros colores, a Cruyff no dejamos de reconocer que es una figura excepcional del deporte, como Kertész, como Delibes para la literatura. José López Romero.