El otro día un buen amigo me regaló un libro. Lo abrí con la ilusión de un niño y leí el título: ‘Discurso sobre el hijo-de-puta’ (ed. Pepitas de calabaza, Logroño, 2014). Miré a mi amigo intentando descubrir las intenciones de aquel regalo, pero no observé en su rostro el más mínimo atisbo de maldad; muy al contrario, al notar mi recelo me dijo: “como te gustó tanto ‘Las leyes fundamentales de la estupidez humana’ de Carlo M. Cipolla, supuse que este discurso te interesaría. Es más -siguió con su convencimiento- si alguien escribiese ‘La fauna del Congreso de los Diputados’, no dudes de que te lo regalaría y así tendrías el triángulo equilátero”. Me convenció. Y me dispuse a leer el discurso escrito por el autor portugués Alberto Pimenta (Oporto, 1937), un autor polifacético, heterodoxo y experimental que, a la manera de Cipolla y sus estúpidos, señala nada más comenzar el discurso que hijos-de-puta hay por todos lados, aunque esa es una afirmación evidente a poco que echemos un vistazo a nuestro alrededor o simplemente nos pongamos a ver los informativos de la tele. Si hacemos nuestra la premisa de ambos escritores de que en todo grupo humano (¿?) hay un número de estúpidos y otro de hijos-de-puta, e incluso alguno que reúne ambas condiciones, ya podríamos empezar a repartir los roles que a cada uno le corresponden. En su interesante discurso Pimenta distribuye al hijo-de-puta en dos grupos: los especialistas en hacer, es decir, los que ejercen activamente, y los especialistas en no dejar hacer, es decir, los que ejercen molestando al prójimo y poniendo toda clase de obstáculos. O dicho de la manera literal en que lo describe el autor portugués: “El hijo-de-puta integral, el que lo es por disposición y por ocupación, el que puede realizar sin limitaciones su vocación de hijo-de-puta, ya sabemos que ni quiere vivir ni dejar vivir” (p. 75). Otro de los rasgos definidores de este espécimen es el ansia por trepar: “El hijo-de-puta no quiere salir del puesto que ocupa (a no ser para ocupar un puesto relativamente con mayor plusvalía), ni quiere que los demás salgan del puesto que ocupan (a no ser para ocupar un puesto relativamente con menor plusvalía) (pp. 52-53). Otras dos características de este cada vez más numeroso grupo es la envidia y el ansia de poder y dominio: “El hijo-de-puta vive preocupado, roído por la envidia; el deseo del hijo-de-puta es que nadie llegue a estar nunca en medio de lo nuevo, de lo bello, de lo agradable, porque eso da satisfacción a quien allí está… El hijo-de-puta acepta que los demás hagan, pero solo lo que él quiere que se haga.” (pp. 82-83). Y así, página a página Pimenta va desgranando y desvelando la idiosincrasia del hijo-de-puta, por la que cada lector identificará a alguien cercano a él o, lo que sería más grave, a él mismo; o, sobre todo, a algunos que aparecen todos los días en los informativos. Aunque estos últimos si además son estúpidos, ni se darán cuenta de que también son hijos-de-puta. Nota final: tengo entendido que Puigdemont ha publicado un libro con sus discursos. No era un triángulo, sino un cuadrado. José López Romero.
Julio Cortázar
viernes, 3 de mayo de 2024
viernes, 19 de abril de 2024
IDEAS
El otro día en pleno ritual del café mañanero, que no en el fragor de las copas de amontillado, a un pequeño grupo de compañeros, que también de amigos, nos dio por recordar aquellas desesperadas iniciativas que algunos ayuntamientos pusieron en marcha con el fin de mantener activa la vida cultural y social de las ciudades del interior, entre las que Jerez no fue una excepción, ante la desbandada de su población a las localidades de costa. Nos acordábamos de toda clase de actos: ciclos de cine, conferencias, lecturas poéticas, paseos por el casco histórico de la ciudad, que incluso en nuestros días se siguen haciendo… Actividades que contaban con las buenas intenciones y disposición de los responsables de dinamizar una ciudad que en los meses de verano más que languidecer, se sumía en una profunda hibernación veraniega. Alguno recordaba haber asistido a una conferencia en la que estuvo presente el mismísimo don José Mª Pemán, y otro a una lectura poética del no menos mismísimo don Rafael Alberti (pongo uno y otro ejemplo para compensar y no levantar suspicacias). En estos últimos años celebrar la Feria del Libro en junio (aunque también pospuesta a octubre) o La Noche Azul y Blanca en octubre no deja de ser un modo de cierre de un curso y apertura del siguiente, con ese intervalo estival irremediablemente perdido para cualquier actividad humana (entiéndase cultural). Y al calor de los recuerdos, el grupito se fue calentando y lo que empezó como una lluvia de ideas para recuperar la vida veraniega, pronto derivó en un auténtico tsunami. Alguien se acordó de aquella procesión magna que convocó por las calles de nuestra ciudad a más de treinta pasos un Sábado Santo. ¿Y por qué no podía celebrarse una Magna en julio, con la lógica reducción del itinerario por los calores, aunque bien podrían procesionar de madrugada? Y ya que estábamos en pleno fragor de propuestas ¿por qué no hacer una magna zambomba con helados de pestiño y granizadas de polvorón? O mejor, un zambombódromo, como en los carnavales de Río de Janeiro, por el estadio Chapín. Alguien, que sin duda, le había echado algo al café, gritó: “yo ya lo estoy viendo”. ¡Todo un visionario! José López Romero.
viernes, 5 de abril de 2024
HISTORIA Y LITERATURA
Nadie puede negar que la Literatura y la Historia siempre han estado estrechamente unidas. Dos disciplinas que no se entienden la una sin la otra. Hasta el punto de que en muchas ocasiones al leer una novela aprendes más historia que en cualquier manual al uso. En unas aprendemos una página de un acontecimiento histórico, el caso, por ejemplo, de ‘La verdad sobre el caso Savolta’, en la que Eduardo Mendoza recrea las complejas relaciones de patrones y obreros en la Barcelona de principios del siglo XX; otras, nos enseñan todo un capítulo, centrado en un personaje, como ‘El hijo de César’ del magnífico escritor John Williams (el autor de la excepcional ‘Stoner’), que recrea la figura de Augusto y especialmente la relación de este con su hija Julia, o ‘La fiesta del chivo’, de Vargas Llosa, para conocer los entresijos de un personaje infame: el tirano Rafael Leónidas Trujillo; en otras, en cambio, nos adentramos tan profundamente en toda una época que terminamos por rendirnos al saber y dominio del escritor. Son los casos, por poner dos ejemplos célebres, de ‘Bomarzo’, obra en la que Manuel Mujica Láinez recrea como muy pocos han conseguido todo el Renacimiento italiano a través de la figura de Pier Francesco Orsini, y de ‘Sinuhé el egipcio’, de Mika Waltari, por cuya narración podemos conocer la época de los faraones. Pero aquí quiero destacar dos novelas que en los últimos tiempos han caído en mis manos y que son perfectos ejemplos también de esa unión indisoluble entre ficción e historia, en la que las fronteras de una y otra terminan por difuminarse. Ambas tienen como referente histórico a otro personaje infame: el tirano Augusto Pinochet. La primera, incluso por orden cronológico de los acontecimientos que narran, es la obra de Pedro Lemebel titulada ‘Tengo miedo torero’, y la segunda, ‘Los días del arcoíris’ de Antonio Skármeta (reseñada también en esta página). La lectura de la dos nos da una visión muy acabada de lo que fueron los últimos años de aquella terrible dictadura impuesta “a sangre y muertos”. La novela de Lemebel nos narra los preparativos del fallido atentado que sufrió Pinochet en 1986, con un protagonista al fondo: “la loca del frente”, un gay ya maduro que acoge en su casa, sin saber a qué se dedican, a los miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez que están preparando el atentado. Una novela que mezcla el sentimiento con la rabia, las emociones con los rencores en una narración conmovedora. Mientras que en ‘Los días del arcoíris’ Skármeta nos ubica en los días previos a la celebración del famoso plebiscito que el propio Pinochet, en un alarde de confianza, convocó en 1988 para permanecer por ocho años más en el poder. El humor, pero también la cruda y terrible realidad de los que apresaba o mataba la policía política, se mezcla en esta narración que nos hace reír al tiempo que emocionarnos con su protagonista, el joven Nico, perdidamente enamorado de Patricia Bettini. Dos novelas para aprender, para reflexionar, para emocionarnos. Dos novelas imprescindibles. José López Romero.
lunes, 18 de marzo de 2024
EL INSPECTOR CASTILLA Y EL ROBO EN LA BIBLIOTECA (Y III)
Los días fueron pasando sin avances en la investigación sobre el supuesto robo en la Biblioteca, por lo que el comisario Eliseo Soriano empezó a presionar a Castilla para que se cerrara aquel caso a la vez que le iba encomendando nuevas tareas. Pero aquella habitación de la Biblioteca Municipal donde se custodiaban libros requisados se convirtió en una pequeña obsesión para el inspector. El último traslado de libros requisados se había realizado el día anterior al supuesto robo (¿¡otra casualidad!?). Pero de aquellos movimientos había siempre constancia documental. En el caso del último se había repasado minuciosamente el documento original de los libros requisados en una biblioteca privada de la calle Larga, documento que quedó en poder del propietario; y una copia del mismo fue archivada en el Negociado Municipal responsable de las requisas. El cotejo confirmó que los libros requisados permanecían en el depósito de la Biblioteca. Fue esta información la que llevó al comisario Soriano a cerrar el caso y rebajarlo a intento de robo con daños menores en propiedad municipal, esto último por la manipulación forzada de la cerradura de la puerta principal de la Biblioteca. A partir de ese momento se desentendió de aquello no sin soltar aquella frase lapidaria a Castilla: “Hay asuntos más importantes ahí afuera, inspector, para que sigamos perdiendo el tiempo en este”, para terminar con su ya acostumbrado cierre: “¡carpetazo!”. Pero en la cabeza de Castilla había aparecido ese martillo que solía machacarlo cuando notaba que algo se le escapaba. Fue días después, y aunque el incidente de la Biblioteca iba pasando a un lugar secundario en el quehacer diario de Castilla, cuando le dio por revisar de nuevo los documentos. En el informe figuraba que el original y la copia, en los que se consignaban los libros requisados, eran iguales; sin embargo, los dos documentos procedían del que se había escrito a mano en el momento de la requisa. Y en este, para sorpresa del propio inspector, que tenía sobre su mesa los tres documentos, estaba burdamente tachado un libro que se correspondía con el número 43 de los requisados. Al tacharse, el mecanógrafo lo había suprimido de los dos documentos oficiales. La tachadura era tan tosca y descuidada que Castilla pudo leer sin mucha dificultad Antoine Latour, Études sur L’Espagne, París, 1855. Pero lo más sorprendente es que el libro en cuestión, a pesar de no constar en la documentación oficial, estaba en los fondos requisados de la Biblioteca. ¿Cómo era posible eso? ¿Y cómo era posible que el propietario de aquellos libros no se hubiera dado cuenta de que se habían llevado aquel ejemplar valioso y, sin embargo, no figuraba en la lista de requisados que le habían entregado? Manuel Esteve fue el encargado de aclararle a Castilla estas dudas. No era la primera vez que “se distraía algún libro” entre tanta documentación, y el dueño, en los tiempos que corrían, daba por buena la requisa de unos, a cambio de que dejaran pasar por alto la ideología de otros...
Pocas horas después en el
despacho del comisario Eliseo Soriano, Castilla le explicaba a su superior, que
hojeaba el informe que le acababa de entregar, los pormenores del caso que
creía resuelto. “Pues sí, comisario -insistía Castilla-, aquella luz fundida en
el depósito de libros requisados y a la que no dimos importancia en la primera
inspección tras el incidente, es la clave.” Soriano escuchaba con curiosidad
las argumentaciones de su subordinado. “Usted ya conoce la rumorología que hay
sobre algunos asesores de ese negociado de requisas de libros prohibidos, sobre
los que comentan que sus bibliotecas crecen al mismo tiempo que menguan las de
los demás. Pues bien, aquel libro de 1855 que se requisó el día previo al
incidente de la biblioteca parecería confirmar ese rumor popular. Alguien
relacionado sin duda con ese Negociado Municipal tenía en el punto de mira
aquella biblioteca privada que ese día inspeccionaron. El mismo propietario de
aquella me indicó en la visita que le realizamos, que en la inspección de
requisa de su biblioteca parecían saber lo que buscaban, y aunque se llevaron
algunos folletos y libros de escaso interés todo le pareció un ardid para
hurgar en su biblioteca familiar en busca de libros de cierto valor, y de la
que sustrajeron aquel de Latour.” “Bueno, Castilla -interrumpió el comisario-.
Aquí lo que tenemos es una disparidad de criterios sobre si ese libro tan
valioso en particular debía ser requisado o no, cosa que no nos compete, pues
el libro se depositó en la Biblioteca y allí sigue custodiado, ¿no es así? “Sí,
comisario. Pero ahora queda claro que alguien de ese negociado de requisas
estaba muy interesado en el libro en cuestión, sin duda por su valor, y según
Manuel Esteve, el Director, no es descabellado sospechar que el trabajito de
“requisar lo requisado” o, mejor dicho, de “robar lo robado”, se lo encargara a
algún ladronzuelo de poca monta, bajo pago de una cantidad irrisoria respecto
al valor del libro. El individuo sólo tenía que forzar la puerta de entrada al
edificio, pues ya estaría bien aleccionado de los pasos a seguir dentro de
este. Pero no contaba con la dichosa bombilla fundida. El escaso tiempo de que
disponía y seguramente los nervios de no poder localizar el libro, terminaron
por hacerle fracasar en su intento de robo. Tal sería el disgusto que hasta
dejó la puerta de entrada entreabierta.”
“Mis felicitaciones, inspector. Sin embargo, como usted ya habrá
intuido, poco podremos hacer una vez resuelto este asunto. El libro objeto de
deseo está donde debe estar: en el depósito de requisas. Por lo que no merece
la pena echarle el guante al nervioso ladrón, que no consiguió lo que se
proponía. Y, por último, ir por ahí haciendo preguntas molestas, ya me
entiende, a los miembros del negociado de requisas, sólo nos traería más
problemas y complicaciones. Por lo tanto, querido inspector, ¡carpetazo!”.
Castilla se levantó del sillón y antes de franquear la puerta del despacho, se
volvió al comisario: “No, comisario. El libro no está donde debe estar, a menos
que procedamos a devolverlo a su legítimo propietario; pero, como usted dijo
antes, lamentablemente esto ya no nos compete”. (Nota: Latour, Antoine, Études
sur L’Espagne, aún se conserva en la colección patrimonial de la Biblioteca
Municipal de Jerez de la Frontera). Ramón Clavijo/ José López.
viernes, 8 de marzo de 2024
EL INSPECTOR CASTILLA Y EL ROBO EN LA BIBLIOTECA. PARTE II
El inspector Castilla no tardó mucho en llegar a la sede de la Biblioteca Municipal, pese a que la distancia entre la plaza de Silos y la de Revueltas y Montel, donde se ubicaba la institución, era respetable. Estaba ansioso por iniciar las pesquisas de aquel caso que le devolvía de alguna manera a la única actividad que le motivaba, que le mantenía vivo: resolver asuntos criminales, como se deducía del pomposo nombre de su Brigada, la de Investigación Criminal (BIC), y que el abrupto traslado que había sufrido desde Tetuán a la Península puso en peligro de no volver a ejercer. Castilla tras saludar al uniformado de la policía local que se mantenía vigilante en la entrada del histórico edificio, una de las joyas del Renacimiento jerezano, y tras pasar entre numerosas piezas arqueológicas que estaban depositadas en la zona previa a la puerta de entrada, fue saludado allí mismo por Carmen, una funcionaria de la Biblioteca que disculpó la ausencia del Director, don Manuel Esteve Guerrero. “Bien empezamos”, se dijo para sí el inspector, ante la ausencia del máximo responsable de la institución. Y siguió escuchando impasible las explicaciones de aquella funcionaria que seguía justificando a su jefe: “…Casualmente hoy, señor inspector, don Manuel con otras autoridades inauguran la primera campaña de excavaciones en Mesas de Asta, y a estas horas ya estará allí, por lo que es imposible contactar con él hasta que regrese ya de tarde…” Resignado ante los acontecimientos tan poco favorables, y mientras animaba a la señora a que lo guiara por las dependencias y le mostrara los lugares en los que, a simple vista, sospechara que faltaba algo o simplemente diera la impresión de que el lugar mostraba un aspecto que no era el no habitual, Castilla ya había registrado en su memoria esa “casualidad” de la que le acababan de dar cuenta: no todos los días coinciden dos acontecimientos, que si no extraordinarios sin duda no suelen ser habituales, en este caso el aparente robo en una biblioteca y que este coincida temporalmente con una ceremonia de inauguración de unas excavaciones en un poblado a unos kilómetros de la ciudad, en las que además –¿otra casualidad?, se decía para sí con ironía el inspector- el Director de la Biblioteca iba a ser el encargado de dirigir las mismas. “Debo cerciorarme de la posible relación de estos dos hechos”. Mientras meditaba sobre estos asuntos, Carmen guió al policía al despacho del Director y luego a las distintas salas de la biblioteca pero, según la funcionaria, todo parecía aparentemente tan normal como un día cualquiera, y si no fuera por haberse encontrado ella misma la puerta de entrada al establecimiento abierta con signos de haberse forzado la cerradura, nada hubiera hecho sospechar que allí podían haber entrado uno o varios extraños la última noche. Tras haberse cerciorado que no se dejaba ningún detalle por comprobar y una vez indicó a la diligente funcionaria que comunicara al Director que debía pasarse por comisaría cuanto antes, Castilla se dispuso a despedirse cuando reparó en aquel pasillo que conducía a una puerta que se dibujaba al fondo del mismo. “¿Adónde conduce esa puerta, señora?”, preguntó intrigado.
Dos
días después de que Castilla se hiciera cargo de aquel extraño intento de robo
en la Biblioteca Municipal, todos los datos que había reunido hasta el momento
parecían condenar el caso a la irrelevancia, ante la frustración del inspector.
Su reunión con el Director de la Biblioteca, Manuel Esteve, no había aportado
nada, salvo convencerse de que aquel hombre estaba obsesionado con esa nueva
responsabilidad que se había echado sobre los hombros: la recién iniciada
campaña de excavaciones en las Mesas de Asta. Por lo que una vez este se
cercioró de que tras los primeros cotejos en la sede de la Biblioteca no
parecía faltar nada, y dada la orden de cambiar la cerradura del acceso al
edificio, se desentendió del asunto. Sólo una cosa no terminaba de encajarle a
Castilla, que se resistía a creer que todo aquello hubiera sido consecuencia de
un despiste del ordenanza encargado de cerrar las dependencias bibliotecarias,
en sus declaraciones este juraba y perjuraba que como todas las noches había
revisado las instalaciones antes del cierre y que había comprobado que no
quedaba nadie en el edificio. Castilla no dudaba de la versión del funcionario
que además se reforzaba con la evidencia de que la cerradura de la puerta de
entrada había sido claramente manipulada. Todo parecía indicar que aquella
habitación en la que reparó al final de su visita a la Biblioteca cuarenta y
ocho horas antes, también había sido visitada la noche del incidente, puesto
que la puerta de acceso, aunque cerrada, no tenía como era costumbre echado el
cierre. Sin embargo, cuando accedió a aquella estancia, una especie de depósito
donde se almacenaban en estanterías metálicas libros pero también revistas y
folletos de muy distinta índole, todo parecía a primera vista en orden y sin
ningún signo de que se hubiera estado revolviendo o buscando algo en aquel
lugar. ¿Otro despiste? se preguntó el inspector. Según le había informado
Manuel Esteve días antes, aquel depósito aunque estaba dentro del recinto
bibliotecario lo gestionaba un negociado del Ayuntamiento que desde el inicio
de la Guerra Civil estaba encargado de incautar todas aquellas publicaciones
por su temática o por la ideología de sus autores, contrarias al Régimen.
“Entonces, don Manuel, y corríjame si me equivoco -rememoraba el inspector su
conversación con el Director de la Biblioteca días atrás- son los responsables
de ese negociado los que deciden cuándo y qué depositar en ese lugar, para lo
cual tendrán llave del mismo ¿no?” “Pues
sí, inspector, y aunque le resulte extraño, ese lugar me es ajeno en cuanto a
su funcionamiento. Por supuesto tienen llave para acceder a él, aunque no de
acceso a la Biblioteca”. Castilla volvió a insistir. “Le rogaría que me
informase sobre el procedimiento que sigue dicho negociado, cuando se produce una
incautación de material y deben depositar el material en la biblioteca”.
Castilla recordó entonces la impaciencia de Esteve por terminar aquella
conversación, que era evidente le incomodaba, quizás porque su cabeza estaba en
las excavaciones de las Mesas de Asta y aquello le distraía, o quizás porque
aquella estancia que no dependía de él en la Biblioteca cuya razón de ser eran
las incautaciones a instituciones y particulares, y Castilla bien sabia cuán
arbitrarias podían ser estas, era un asunto demasiado feo para un profesional
como Esteve. Ramón Clavijo/José López.
EL INSPECTOR CASTILLA Y EL ROBO EN LA BIBLIOTECA. PARTE I
Aunque hasta ahora los sucesos contenidos en la novela ‘Asta Regia’ (Editorial Canto y Cuento, 2021) se consideran el primer caso del inspector Castilla en el Jerez de los años cuarenta del pasado siglo, la aparición de unos archivadores conteniendo documentación de muy distinto tipo en la reforma de una vieja finca de la calle Porvera, desmienten dicho dato. Entre esa documentación, en una carpeta de un azul desvaído con el título manuscrito a pluma de “Robo en la Biblioteca. 1942”, se detalla en poco más de dos folios unos hechos que sucedieron hace ahora ochenta años y que podríamos considerar como el primer caso en el que interviene el inspector Castilla, recién trasladado a Jerez desde la Comisaria de fronteras de Tetuán en el antiguo Protectorado español de Marruecos. Lo cierto es que el contratista de aquella reforma más arriba mencionada, viejo conocido y seguidor de las aventuras del inspector, al toparse con aquella colección de papeles, en los que el policía parecía tener algo que ver, decidió ponerse en contacto con los que firman este escrito, una vez que los nuevos propietarios de la finca le comunicaron su desinterés por los documentos. Tras estos necesarios preliminares, pasamos ahora a reconstruir los hechos que quedan reflejados en esos dos folios de la carpeta titulada “Robo en la biblioteca. 1942”, aunque el motivo de que Castilla ocultara aparentemente estos documentos, desgajados de ese otro manuscrito mal encuadernado, conteniendo otros casos del policía, y que la fortuna hizo que los descubriéramos en una vieja librería de lance, es algo que ignoramos (curiosamente, hace solo unas semanas la misma Biblioteca sufría un extraño intento de robo, aunque separado por décadas del que aquí relatamos)… “Las tinieblas nocturnas habían dejado paso a una densa niebla que caía sobre la ciudad aquel 16 de febrero de 1942. Apenas eran las 10, cuando colgó el teléfono tras despachar con su jefe, el comisario Elíseo Soriano. Por el ventanuco del despacho apenas se divisaba la fachada de las Bodegas Maestro Sierra que daban a la plaza de Peones, tal era el espesor todavía de aquella cortina blanca, pero realmente su atención no estaba centrada en aquel fenómeno meteorológico, sino en resolver cuanto antes el suceso del que acababa de darle cuenta el comisario: un intento de robo en la Biblioteca Municipal, que aquella misma mañana había aparecido con la puerta de entrada que daba a la plaza Revueltas y Montel forzada, y con signos evidentes de haber sido “visitada” sin permiso por uno o varios desconocidos. Aunque Castilla llevaba apenas unos días incorporado a la comisaria tras su traslado forzoso desde Tetuán, no era un novato. Además, aún no tenía asignado ningún caso y ocupaba aquellos primeros días en Jerez en asuntos meramente burocráticos. Sí, se dijo el comisario Soriano cuando colgó el teléfono, Castilla era su hombre…” (continuará). Ramón Clavijo/ José López.
viernes, 23 de febrero de 2024
OSAKA
“El surrealista momento de Naomi Osaka en pleno partido en Australia: saca un libro… ¡y se pone a leer!”, leo en la página web de un periódico digital. Es decir, para el autor de la noticia leer en los descansos entre juego y juego es “surrealista”. Menos mal que la cuenta de X del Grand Slam australiano se ha apresurado a afirmar que “nunca es mal momento para un buen libro” (como se recoge también en la página del periódico). Y más razón que un santo tiene la declaración oficial. Es más, si proliferara este tipo de actos, sobre todo protagonizados por deportistas de élite, otros y muy distintos serían los índices de lectura no solo en España, sino en todo el mundo. Ya he confesado en múltiples ocasiones que, modestamente, y sin pretender compararme con el gesto de la gran tenista japonesa, siempre he llevado y llevo conmigo un libro que leo en las consultas de los médicos a las que acudo (cada vez con más frecuencia), o cuando en otro tiempo esperaba a mis hijos que salieran del colegio o ante cualquier circunstancia que me obliga a esperas indefinidas. Y en cierta ocasión recuerdo que glosé, en esta misma página, la fotografía de El Fari, en bañador, junto a una piscina, con un libro en la mano (la imagen puede buscarse con facilidad en Google), pero no me consta que ante la publicación de mi artículo cerraran antes de su hora las librerías de este país por haber agotado las existencias. Pero no en menos ocasiones he insistido en que si la rivalidad entre Messi y CR7 se hubiera trasladado también a sus respectivas bibliotecas (¡en la confianza de que las tengan!), y los medios de comunicación hubieran pregonado a los cuatro vientos los gustos lectores de ambos astros (¡en la confianza de que los tengan!), cualquier campaña de animación a la lectura se vería sobrepasada ante el fervor lector de sus seguidores. El gesto de Naomi Osaka bien pudiera o debería ser el primero de toda una serie de tenistas y deportistas famosos que ante las cámaras ocupan sus momentos de descanso con la lectura. Yo lo veo, en mi infinita confianza. José López Romero.
viernes, 9 de febrero de 2024
PARALELAS ASIMÉTRICAS
El 21 de agosto de 1622 moría asesinado en Madrid, a la puerta de su palacio, sito en la mismísima calle Mayor, don Juan de Tassis y Peralta, el conde de Villamediana, correo mayor del reino, poeta culterano y satírico, de vida licenciosa y de amoríos escandalosos, a los que no eran ajenos la propia reina doña Isabel. Una personalidad tan impetuosa como turbulenta, empecinada en granjearse enemistades que terminaron por llevarle a la muerte, en la que parece ser intervino el propio rey Felipe IV. Fama fue, aunque consta como leyenda, que el 8 de abril de 1622 al estrenarse su comedia ‘La gloria de Niquea’ en Aranjuez ante la presencia de la reina, el mismo marqués quemó el teatro para poder salvar a doña Isabel entre sus brazos. Aunque también se vio envuelto en un caso, que provocó mucho ruido en la Corte, de un célebre proceso por sodomía, por el que condenaron a la hoguera a cinco mozos cuando ya el conde criaba malvas. Quizá fueran los celos del rey, o los enemigos de toda laya que el conde se había ganado en amores y juegos, o quizá fuera por evitar el escándalo del pecado nefando, lo cierto es que el conde, uno de los grandes poetas del Barroco español, autor de sonetos, sátiras y de la ‘Fábula de Faetón’ (ver la edición de sus poesías de Juan Manuel Rozas en Clásicos Castalia), moría de varias puñaladas el domingo 21 de agosto de 1622. Tenía 40 años.
En la madrugada del 5 de mayo de 1976
desaparecía para nunca ser encontrado el escritor argentino Haroldo Conti, uno
de los grandes narradores hispanoamericanos de finales del siglo XX. Tenía 50
años. Regresaba del cine con su compañera María Scavac, cuando un “grupo de tareas”
del batallón 601 de Inteligencia del Ejército, en la última dictadura
cívico-militar presidida por Jorge Rafael Videla, los sorprendió en su casa de
la calle Fitz Roy, los golpearon, les robaron y se lo llevaron. Haroldo Conti,
cuyas novelas ya habían sido calificadas por la censura como “marxistas”, era
consciente de los tiempos oscuros que se avecinaban y, sin embargo, “se negó a
exiliarse y continuó su militancia política y su denuncia contra la represión”.
Después del secuestro se supo que estuvo en Campo de Mayo y, finalmente, en la
cárcel de Villa Devoto, donde lo encuentran en muy mal estado. En una carta que
reproduce la página web titulada “Se cumplen 45 años de la desaparición de Haroldo
Conti”, de la que extraigo estos datos, el escritor le confiesa a su hija
Alejandra: “Gracias por enseñarme a amar a todas las pequeñas cosas de este
mundo. Gracias por ser hermosa y dulce y acaso parecida a este loco vagabundo
que no merece pero que todos los días se maravilla de ser tu padre. Recuérdame
siempre con ternura, que es lo que ha olvidado el mundo”. Un hombre que escribe
esto, nunca muere. José López Romero.