Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

miércoles, 28 de octubre de 2009

LITERATURA Y EMPRESA


El método Grönholm es una excelente obra de teatro, después versionada para el cine, en la que los personajes van poniendo al descubierto toda la mezquindad de que es capaz el ser humano cuando de la supervivencia se trata; en este caso, es la selección a la que se someten para ocupar un puesto de trabajo en una empresa. Con las cosas como están, no dudo de que ante esta misma situación más de uno sería capaz hasta de matar, aunque también hemos visto como otros muchos por no perder el subsidio, ni se moverían de sus cómodos, y subvencionados con los impuestos de todos, butacones. En esto de producir está el país tan necesitado que la flagrante y consentida indolencia de éstos quizá sea mucho más perjudicial que la posible violencia de aquéllos. Por otra parte, el uso de la literatura en la publicidad no es una novedad, se pierde en la noche de los tiempos audiovisuales (de esto sabe y mucho mi amigo, antiguo alumno y magnífico profesor Jorge David Fernández, un abrazo). Pero la literatura de nuevo se convierte en noticia en el mundo empresarial con una obra de Juan Carlos Cubeiro, quien a modo de novela utiliza las obras de Shakespeare para diseñar las cualidades de un líder. Que la literatura es rica en toda clase de materiales para uso diverso tampoco es novedad; es más, precisamente la dramaturgia del poeta inglés por la universalidad de sus personajes y por lo que éstos representan, bien pueden resistir y acomodarse a cualquier tratamiento. De la misma manera que los grandes personajes de nuestra literatura, sin necesidad de poner ejemplos que están en la mente de todos. Sin embargo, no me resisto y ya que hemos tocado el mundo laboral, a reseñar aquí cómo la literatura siempre ha dejado constancia de las malas condiciones de trabajo del campesino o del obrero, en contraposición a la avaricia del patrón o empresario. La huelga en obras como La verdad sobre el caso Savolta de E. Mendoza o La tribuna de la Pardo Bazán, o la jerezana La bodega de Blasco Ibáñez era el último y desesperado recurso del obrero o el campesino ante la opresión del patrón. Hoy, por desgracia, los sindicatos prefieren la subvención para ellos, el subsidio para los parados y la subida de impuestos para los trabajadores. ¡Qué lástima de historia a cuya memoria no hacen el más mínimo honor! José López Romero.

RECOMENDACIÓN


El soldado Iván Chonkin
Vladímir Voinóvich. Debolsillo, 2007.
Esta novela, cuyo título completo reza “Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin”, entra de lleno y con todos los honores en esa corriente de la literatura universal de la guerra como motivo de la fina ironía de sus autores; corriente en la que se inscriben con letras de oro el “Simplicius, simplicissimus” de Von Grimmelshausen (S. XVII) y “Las aventuras del valeroso soldado Schwejk” de J. Hasek, novela con la que, como puede apreciarse, guarda la de Voinóvich parecido hasta en el título. Herederas de la más pura tradición picaresca, las tres señaladas tienen en común las vicisitudes por las que pasa el héroe de carne y hueso (en absoluto antihéroe) para salir airoso de una guerra que, tanto para los vivos como para los muertos, no era la suya. Excelente literatura, la que entretiene, divierte y enseña. José López Romero.

sábado, 17 de octubre de 2009

TRADUCCIONES


Confieso que me costó salir de ese estado de entre aturdimiento y sorpresa en que me dejó el comentario que hizo un personaje en una de estas series nuevas, norteamericana en concreto, que echan en la tele. “En todo este tiempo que llevo en la cárcel –decía el individuo, que tenía un largo historial como asesino y cabecilla de una violenta banda callejera- he leído de todo; libros de jardinería; tratados de economía; y poesía española” A continuación, Trillo (tal era el nombre del personaje, no confundir) eleva su mirada al techo de la celda y recita dos versos, para finalmente, concluir con el nombre del autor de aquel breve poema: “Ramón de Campoamor”. Estupefacto me dejó, hasta tal punto que no pude ni quedarme con algún fragmento para comprobar la autoría. Uno espera cuando en series o películas extranjeras se habla de poesía española, que se citen poetas como Lorca o Machado, si se quieren modernos, o Lope de Vega, Garcilaso o incluso Bécquer, si se prefieren clásicos. Pero nunca nos hubiéramos imaginado Campoamor. Cuando salí del aturdimiento, de inmediato caí en la cuenta de la traducción. En Literatura y fantasma, libro que la semana pasada reseñé en esta misma página, Javier Marías, su autor, dedica varios artículos a la traducción, labor a la que se ha empleado con éxito, y hasta como profesor. En ellos, Marías defiende la recreación de los textos, las versiones personales antes que caer en el error de la literalidad. El ejemplo que considera más adecuado para ilustrar su idea de la traducción es la partitura de música, sin traicionar el original, cada vez que una pieza musical se ejecuta, suena distinta; como distintas son las traducciones. Totalmente contrario, pues, a ese viejo refrán “tradutore, traditore”. Ramón de Campoamor pertenece, dentro de la historia de la Literatura, al llamado postromanticismo o realismo, generación que se pierde en la ignorancia del común de los mortales entre los grandes románticos y Gustavo Adolfo Bécquer. Seguramente –pensé- el traductor o los traductores de la serie le han hecho un guiño al espectador y han pensado que Campoamor bien podría intensificar el ya de por sí carácter perverso del personaje. O, y esto es sólo una suposición, en las duchas de la cárcel al recoger el jabón del suelo, se quedó pillado con Campoamor. ¿Quién sabe? José López Romero.

PENITENCIA


A diferencia de mi querido compañero de página, yo, lejos de sufrir de lumbalgia por el peso de las novelas de Stieg Larsson, en cuanto terminé de leer este verano el primer tomo (único de la trilogía que por ahora he leído), me apresuré a ir a la iglesia más cercana a ver si había un confesor-24 horas, que me pudiera absolver del pecado de lesa lectura que acababa de cometer. “Padre. Me acuso de haber leído un best-seller” –musité contrito-. “¿Cuál, hijo mío?” –me respondió entre comprensivo y bondadoso el cura. “Los hombres que no amaban a las mujeres, padre” –le respondí. “Eso no es un best-seller, hijo; con ese título más bien debería ser un clásico. Y si no, a los lamentables hechos de todos los días me remito”. “Pero, padre, es que es un best-seller”. “¡Ah! En ese caso, el pecado es realmente grave. Vete a tu casa y ponte, con los brazos extendidos, en cada mano un tomo de la trilogía, ya verás como se te quitan las ganas de leerlos”. Sin duda me había tocado un cura de la vieja escuela, ¡Vaya mala leche de penitencia! A pesar de voces como la de Donna Leon, experimentada escritora del género policíaco, que en varias ocasiones ha criticado con dureza las novelas de Larsson, e incluso el otro día le leí un artículo a José Mª Vaz de Soto, excelente profesor, que también en su análisis de la trilogía de “Millenium” encontraba errores y tildaba de facilón el estilo de Larsson, demasiado condescendiente con el lector, hay otros escritores, como Vargas Llosa, que a pesar de reconocer en la narrativa del escritor sueco algunos fallos tanto estructurales como estilísticos, augura que son novelas que perdurarán porque son amenas, entretiene a cualquier lector. Y eso es, aquí y en Suecia, sinónimo de éxito. “Pero, padre; es que no le he confesado lo peor. La novela me ha gustado, porque me ha entretenido”. “Pues entonces, con los brazos extendidos y de rodillas”. “Oiga, padre, ¿usted no lee novelas entretenidas? -le pregunté un tanto hostil- “Sí, hijo. Lo que pasa es que yo no me confieso. ¡Con la mala leche que tienen los curas!”. José López Romero.

TALLERES


Con el nuevo curso, propósitos renovados, metas por alcanzar y que nunca alcanzamos (aprender inglés, por ejemplo) y, sobre todo, nuevas expectativas culturales. El proceso es el siguiente: primero intentamos conocer las lecturas que a lo largo de sus vidas han marcado a nuestros escritores favoritos y no tan favoritos, y hacemos un acopio de esos libros para ponernos al día y, lo más importante, partir de las mismas fuentes en que ellos bebieron. Después, leemos con avidez todas las declaraciones que han ido haciendo en los distintos medios de comunicación, para intentar descifrar en ellas alguna de las claves de su creación; no hay escritor que no haya confesado alguna vez ante un periodista sus hábitos de trabajo, sus manías a la hora de ponerse delante de la mesa y ante el papel o la pantalla en blanco, y hasta la marca de los bolígrafos o rotuladores que utiliza (famosas han sido las camas de Aleixandre y de Onetti, tanto como la máquina de escribir de Umbral). Y ya, por último, releemos las obras de aquellos escritores que vamos a convertir en referencia, en modelos o ejemplos si no a imitar, sí al menos tener siempre presentes. Cerrado todo este proceso, ya nos creemos en condiciones de ser nosotros también escritores, de hacer nuestros pinitos literarios y, ¡quién sabe!, hasta de subir a los altares si no de la Literatura (con mayúsculas), con un poco de suerte, a los del “pelotazo”. Alguno habrá que hasta se compre un portátil, a modo de inversión, para empezar su meteórica carrera a los cielos de los escaparates de las librerías y de las listas de los más vendidos. Pero pronto nos damos cuenta de que unir palabras no es tan sencillo y de que perfilar personajes, hacer descripciones, estructurar la trama no se aprende por ciencia infusa y acudimos, entre desesperados y un tanto desesperanzados, a un taller de escritura, de esos que han proliferado en los últimos años en la misma medida en que a cierta parte de la población de este país se le ha metido en la cabeza que eso de escribir se hace de tacón y, si me apuran, hasta de rabona. Es cierto que no todos (generalizar es exagerar) los que acuden a un taller de escritura lo hacen con ese propósito; aunque en el fuero interno de muchos quizá corra ese gusanillo del éxito, ese dulce que a nadie amargaría. No estoy en contra, sino todo lo contrario, de los talleres de escritura, porque cualquier iniciativa que sirva para cubrir las expectativas, inquietudes o aficiones culturales de los ciudadanos, merece todo nuestro aplauso. Sus coordinadores o responsables son, por lo general, escritores con una trayectoria literaria contrastada, y ¡quién mejor para explicar los entresijos de la creación literaria que los que tienen que enfrentarse con ellos a diario! Pero otra cosa, y muy distinta, es la intención con que algunos se acercan a esos talleres; cuando se dan cuenta de la dificultad que todo arte tiene, que no basta con las lecturas favoritas de sus escritores preferidos, ni tan siquiera con releer sus obras una y otra vez, entonces surge el problema: ¿y qué hago con el portátil? La respuesta es tan fácil como ordinaria. La que ustedes están pensando. José López Romero.

miércoles, 7 de octubre de 2009

PENITENCIA


A diferencia de mi querido compañero de página, yo, lejos de sufrir de lumbalgia por el peso de las novelas de Stieg Larsson, en cuanto terminé de leer este verano el primer tomo (único de la trilogía que por ahora he leído), me apresuré a ir a la iglesia más cercana a ver si había un confesor-24 horas, que me pudiera absolver del pecado de lesa lectura que acababa de cometer. “Padre. Me acuso de haber leído un best-seller” –musité contrito-. “¿Cuál, hijo mío?” –me respondió entre comprensivo y bondadoso el cura. “Los hombres que no amaban a las mujeres, padre” –le respondí. “Eso no es un best-seller, hijo; con ese título más bien debería ser un clásico. Y si no, a los lamentables hechos de todos los días me remito”. “Pero, padre, es que es un best-seller”. “¡Ah! En ese caso, el pecado es realmente grave. Vete a tu casa y ponte, con los brazos extendidos, en cada mano un tomo de la trilogía, ya verás como se te quitan las ganas de leerlos”. Sin duda me había tocado un cura de la vieja escuela, ¡Vaya mala leche de penitencia! A pesar de voces como la de Donna Leon, experimentada escritora del género policíaco, que en varias ocasiones ha criticado con dureza las novelas de Larsson, e incluso el otro día le leí un artículo a José Mª Vaz de Soto, excelente profesor, que también en su análisis de la trilogía de “Millenium” encontraba errores y tildaba de facilón el estilo de Larsson, demasiado condescendiente con el lector, hay otros escritores, como Vargas Llosa, que a pesar de reconocer en la narrativa del escritor sueco algunos fallos tanto estructurales como estilísticos, augura que son novelas que perdurarán porque son amenas, entretiene a cualquier lector. Y eso es, aquí y en Suecia, sinónimo de éxito. “Pero, padre; es que no le he confesado lo peor. La novela me ha gustado, porque me ha entretenido”. “Pues entonces, con los brazos extendidos y de rodillas”. “Oiga, padre, ¿usted no lee novelas entretenidas? -le pregunté un tanto hostil- “Sí, hijo. Lo que pasa es que yo no me confieso. ¡Con la mala leche que tienen los curas!”. José López Romero.

sábado, 3 de octubre de 2009

Talleres


Con el nuevo curso, propósitos renovados, metas por alcanzar y que nunca alcanzamos (aprender inglés, por ejemplo) y, sobre todo, nuevas expectativas culturales. El proceso es el siguiente: primero intentamos conocer las lecturas que a lo largo de sus vidas han marcado a nuestros escritores favoritos y no tan favoritos, y hacemos un acopio de esos libros para ponernos al día y, lo más importante, partir de las mismas fuentes en que ellos bebieron. Después, leemos con avidez todas las declaraciones que han ido haciendo en los distintos medios de comunicación, para intentar descifrar en ellas alguna de las claves de su creación; no hay escritor que no haya confesado alguna vez ante un periodista sus hábitos de trabajo, sus manías a la hora de ponerse delante de la mesa y ante el papel o la pantalla en blanco, y hasta la marca de los bolígrafos o rotuladores que utiliza (famosas han sido las camas de Aleixandre y de Onetti, tanto como la máquina de escribir de Umbral). Y ya, por último, releemos las obras de aquellos escritores que vamos a convertir en referencia, en modelos o ejemplos si no a imitar, sí al menos tener siempre presentes. Cerrado todo este proceso, ya nos creemos en condiciones de ser nosotros también escritores, de hacer nuestros pinitos literarios y, ¡quién sabe!, hasta de subir a los altares si no de la Literatura (con mayúsculas), con un poco de suerte, a los del “pelotazo”. Alguno habrá que hasta se compre un portátil, a modo de inversión, para empezar su meteórica carrera a los cielos de los escaparates de las librerías y de las listas de los más vendidos. Pero pronto nos damos cuenta de que unir palabras no es tan sencillo y de que perfilar personajes, hacer descripciones, estructurar la trama no se aprende por ciencia infusa y acudimos, entre desesperados y un tanto desesperanzados, a un taller de escritura, de esos que han proliferado en los últimos años en la misma medida en que a cierta parte de la población de este país se le ha metido en la cabeza que eso de escribir se hace de tacón y, si me apuran, hasta de rabona. Es cierto que no todos (generalizar es exagerar) los que acuden a un taller de escritura lo hacen con ese propósito; aunque en el fuero interno de muchos quizá corra ese gusanillo del éxito, ese dulce que a nadie amargaría. No estoy en contra, sino todo lo contrario, de los talleres de escritura, porque cualquier iniciativa que sirva para cubrir las expectativas, inquietudes o aficiones culturales de los ciudadanos, merece todo nuestro aplauso. Sus coordinadores o responsables son, por lo general, escritores con una trayectoria literaria contrastada, y ¡quién mejor para explicar los entresijos de la creación literaria que los que tienen que enfrentarse con ellos a diario! Pero otra cosa, y muy distinta, es la intención con que algunos se acercan a esos talleres; cuando se dan cuenta de la dificultad que todo arte tiene, que no basta con las lecturas favoritas de sus escritores preferidos, ni tan siquiera con releer sus obras una y otra vez, entonces surge el problema: ¿y qué hago con el portátil? La respuesta es tan fácil como ordinaria. La que ustedes están pensando. José López Romero.