Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

miércoles, 25 de marzo de 2009

De locos / locas o loc@s


Estos políticos en su infinita sabiduría y siempre pensando en las preocupaciones más urgentes de la ciudadanía, están redactando (nos avisan, que no es de traidor) una ley “de igualdad de trato”. ¿Crisis?, ¿paro?, ¿terrorismo?, ¿bolsa? ¡bah! ¡pecata minuta con respecto a los grandes debates de la humanidad!. Seguramente el pueblo amorfo y cambembo recibirá la nueva ley, parida (huy, perdón) abortada libremente por la ministra del ramo con satisfacción y hasta con alguna fiestecilla subvencionada. No tengo ni idea del contenido de estas nuevas normas de convivencia que, según los precedentes, tan eficazmente solucionan los problemas de desigualdad de género. Quizá en un arranque de fanatismo (no escaso en estos temas), se le ocurra a algún cerebro del flamante ministerio (que tampoco, dados los antecedentes, parece que escasea), por cambiar los títulos hasta de las obras literarias. Por poner algún ejemplo, una magnífica novela de Vázquez Montalbán, ya no podría llamarse “Los alegres muchachos de Atzavara”, porque el protagonismo lo comparten por igual heterosexuales, homosexuales y hasta mediopensionistas, por lo que o le ponemos al título las arrobitas (otro invento grabado con letras de oro en la historia de la humanidad), o lo tendríamos que titular “Los /las alegres muchachos / muchachas de Atzavara”. O incluso Don Quijote tendría que compartir cartel con Dulcinea. En esto ya se adelantó Fernando de Rojas al titular su obra “Tragicomedia de Calisto y Melibea y de la puta vieja Celestina”, para no herir la sensibilidad de ninguna de sus criaturas. Pero si no tengo ni idea del contenido de la ley, sí puedo vislumbrar la redacción. Tenemos un inestimable precedente: la “RESOLUCIÓN de 26 de septiembre de 2007, de la Dirección General de Participación y Solidaridad en la Educación, por la que se acuerda dar publicidad a los protocolos de actuación que deben seguir los centros educativos ante supuestos de acoso escolar, agresión hacia el Profesorado o el Personal de Administración y Servicios, o maltrato infantil” (BOJA, 14 de noviembre de 2007). En esta Resolución se leen fragmentos como el que sigue: “Si el agresor o agresora fuera un alumno o alumna del centro, el director o directora del centro procederá a comunicar los hechos a sus familias”. Pero aquí no queda la cosa. Mucho peor es cuando el redactor tiene que hacer concordar un adjetivo con dos sustantivos, aquí es cuando el cacao es de impresión: “- Medidas que garanticen la inmediata seguridad del alumno o alumna acosada, así como medidas de apoyo y ayuda. - Medidas cautelares dirigidas al alumno o alumna acosador.” En el primer caso, la acosada es sólo la alumna; pero en el segundo, el acosador es sólo el alumno. O la contradicción de mantener en toda la redacción “alumno / alumna”, “director / directora”, “inspector / inspectora”, y muchos más, pero en cambio no se mantiene para “letrados” y otros sustantivos. Y así toda la Resolución que el lector curioso puede consultar como monumento a la idiotez gramatical. Lo dicho: “de locos / locas”, o incluso de “loc@s. ¿Cómo se escribirá con la nueva ley “gilipollez”? José López Romero.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Verdades


“Yo tengo ya más de cincuenta años, y si usted me pregunta cuáles son las reglas inmutables del matrimonio, sólo se me ocurre una: un hombre nunca deja a su mujer por una mujer mayor que ella. Aparte de eso, todo lo demás es posible”. “¡Que no lo digo yo! –intenté excusarme ante mi mujer, que ya miraba de reojo a mi hija con intenciones aviesas de formar frente común contra el varón que se atrevía a expresarse, más bien leer, libremente-… ¡Que lo dice un personaje, precisamente mujer, de la novela Hablando del asunto de Julian Barnes.” No sé si me creyeron, porque todos los datos apuntaban a este servidor, víctima una vez más de sospechas infundadas. ¿Hay realmente reglas inmutables? La que expone esta señora, tiene por mi conocimiento, que no experiencia, pocas y raritas excepciones, acudiendo al dicho popular de “si hay que cambiar, que sea para mejor”. En cuestiones matrimoniales ¿qué quieren ustedes que les diga que ya no sepan? La historia es rica en toda suerte de situaciones, y la literatura ha abordado el asunto con tanta profusión que me atrevería a incluirlo en el pequeño y selecto número de temas recurrentes y universales. Si Hablando del asunto es una novela en verdad muy recomendable en el tema que tratamos no sólo por su modernidad, sino sobre todo por el fino sentido del humor que se despliega a lo largo de todo el libro, casi toda la gran novela decimonónica, bien leída, no tiene otro asunto central que no sea el matrimonio, desde Madame Bovary pasando por La regenta hasta llegar a Fortunata y Jacinta, historias de mujeres insatisfechas. En este sentido ejemplar es también la novela Climas, escrita con elegante estilo por el francés André Mauriac; un interesante análisis del matrimonio visto a través sobre todo de dos mujeres. Y ya que hemos citado a la Bovary, Somerset Maugham se permite el siguiente comentario sobre Louise Colet: ““Flaubert se convirtió de nuevo en su amante. Uno se pregunta por qué. Louise era ya cuarentona, y rubia, y las rubias no se conservan bien, y en aquellos tiempos las mujeres que tenían alguna pretensión de decencia no se maquillaban”, -de nuevo siento en el cogote el aliento de mi mujer, a la que noto con ganas de censurar el artículo, y eso que ella no es ni rubia ni se maquilla… por lo menos-. Y aunque sobre el matrimonio, como sobre cualquier tipo de relación humana toda verdad debe ponerse en cuarentena, sobre la vida en general, sobre el ser humano, y hasta sobre el mundo todas las afirmaciones que podamos calificar de inmutables los propios aludidos ya se encargan de derribarlas. Si aquí nos dedicáramos a hacer un encendido elogio de la humanidad, cosa que por otra parte no se nos pasa por la cabeza, rápidamente algún lector acudiría a las palabras de ese excepcional conocedor de la mente humana, el gran Sigmund Freud, quien decía: “En el fondo de mi corazón estoy irremediablemente convencido de que mis queridos prójimos, con unas pocas excepciones, son unos seres despreciables”. “Estaría pensando en los hombres” –le oigo a mi mujer-. Y es que yo tengo la culpa: como a Felipe II. José López Romero.

jueves, 5 de marzo de 2009

Leer bien


La semana pasada mi compañero de página titulaba su columna “Leer lento” y establecía la comparación, tan obligada como interesante, con el movimiento ya bastante extendido por nuestro continente del “Slow food”, a modo de oposición al “fast food”. Y hasta se preguntaba mi amigo Ramón, más que compañero, si no estaríamos en los comienzos de un “slow read”, que si no lo ha inventado nadie, desde ahora y aquí mismo, y con su permiso, lo patentamos por si algo cae. Es curioso que entre lectores también suelen aparecer en las conversaciones ciertos temas recurrentes, y la forma y cantidad de las lecturas es, sin duda, uno de ellos. No hace mucho mi lector cómplice, Paco (un saludo), me comentaba que cada vez lee menos libros porque necesita de más tiempo para saborearlos, disfrutar de la lectura, y a modo de contra-ejemplo me ponía el caso de un común conocido, que contaba las páginas leídas por minuto, es decir, ya no seguidor sino un fanático (si seguimos con la comparación de mi amigo Ramón) del “fast read” (y si nadie tampoco lo ha patentado, sirva este artículo de cédula de creación). Pues, si les soy sincero, yo no soy partidario ni del “slow read” y mucho menos, por supuesto, del “fast read”. Y así como cada uno tiene su metabolismo, por el cual admite o tolera mejor o peor los alimentos, y depende también de qué alimentos, todo lector (y en esto sigo la clásica frase “conócete a ti mismo”) tiene su capacidad lectora más o menos adaptada a sus condiciones. Habrá quien lea con más rapidez y los habrá con mayor lentitud; pero en lo que todos podemos estar de acuerdo es que hay unas condiciones mínimas para que la lectura de cualquier libro se asiente en nuestro organismo y nos haga ese efecto benéfico que todos esperamos. Habrá libros de más difícil digestión que exigirá un proceso de lectura más lento, y libros más livianos que podemos comer (perdón, “leer”) a cualquier hora. Y no menor importancia tiene en este proceso el silencio, la concentración, la disposición a la lectura y, para algunos, hasta el formato. Lo que está claro es que uno no puede leer mirando el reloj y yo me atrevería a decir que ni a comer, porque ambas actividades tienen tanto de sustento como de placer. José López Romero.