Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

domingo, 30 de marzo de 2014

BEST SELLER

Hubo un tiempo (“cualquiera tiempo pasado fue mejor”) en que cuando mi mujer se quedaba sin lectura, me pedía alguno de mis adorados libros; y cuando eso sucedía siempre le sugería el “Relox de príncipes”, de fray Antonio de Guevara. La edición que conservo en casa es un tomaco editado por la Conferencia de Ministros Provinciales de España (CONFRES), y en cuanto le enseñaba el libro a mi mujer, no hacían falta palabras; tanto hemos llegado a conocernos en estos tan largos como amorosos años de vida en común, que en su mirada podía leer el sitio en que me sugería meterme la magnífica edición del “Relox de príncipes”. Nada le reprocho, todo lo contrario, hasta la comprendo. Ocioso es decir que de un tiempo a esta parte no me pide libros. Y la verdad es que no sé qué le indignaba más si el autor o si la obra, pero lo cierto es que tanto el uno como la otra fueron en su época auténticos best-sellers. Fray Antonio de Guevara fue en la década de los años 20 y 30 del siglo XVI uno de los escritores más leídos en toda Europa, y su obra más emblemática, el “Libro áureo de Marco Aurelio” alcanzó un enorme éxito de ventas nada más imprimirse por vez primera en Sevilla en 1528. Un éxito que prolongó con sus obras siguientes, entre ellas las “Epístolas familiares”, el “Menosprecio de corte y alabanza de aldea”, y el citado y no muy bien acogido “Relox de príncipes”, editado en 1529 en Valladolid, ciudad donde Carlos V había trasladado la corte y donde el fraile de la orden franciscana ostentaba el cargo de cronista oficial por nombramiento del propio emperador, quien con buen gusto leía las obras de su fiel servidor, consejero y escritor de algunos de sus discursos. Hoy, para perfilar este artículo, mi mujer me ha visto coger el voluminoso ejemplar y si en esta ocasión su mirada no me ha dicho nada, en la sonrisilla de sus labios he advertido el recuerdo de aquel sitio donde ella pretendía que metiese tan eximia obra. ¡Qué buena memoria tiene! José López Romero.



sábado, 22 de marzo de 2014

ESTILOS

“Me recomendaron este libro y lo tuve que dejar al poco de empezarlo. Es un ladrillo. Y la pena es que me costó unos buenos euros”. “Pues yo, en cambio, me compré este, y me resultó muy entretenido”. ¿Quién no ha oído no una, sino muchas veces estos comentarios cuando de hablar sobre libros y lecturas se trata? Y sin embargo, afirmar que hay libros para todos los gustos, épocas y bolsillos es una obviedad que cualquier interesado en la lectura puede comprobar fácilmente a poco que se pase por una librería. Ya no puede ser una excusa para justificar el desapego de la lectura no haber dado con un libro que le haya absorbido hasta el punto de no poder dejar de leerlo; ni tampoco la falta de tiempo, porque siempre, si realmente se tiene interés, se encuentra esa media hora, al menos, todos los días para coger el libro que has podido dejar en la mesilla de noche; y mucho menos quejarse del precio de los libros, porque ediciones hay de bolsillo que colman perfectamente las inquietudes lectoras de cualquier aficionado. Otros casos son ya las ediciones especiales o para especialistas, o incluso, reconozcámoslo, si uno quiere leerse el libro de su autor favorito nada más salir a la venta; casos en los que se aprecia hasta cuánto puede llegar a ser cara la cultura en este país. Variedad, pues, y accesibilidad en todos los aspectos que también notamos en los estilos. Para definir el estilo de Robert Walser, el gran escritor suizo que murió loco en 1956, en muchas ocasiones se ha utilizado el adjetivo “naif”, una ingenuidad no exenta de ironía y burla que podemos apreciar en novelas como “El paseo” o “Jakob von Gunten”. Esa misma fina ironía que mezclada con el sentido del humor británico gustamos en autores como Roal Dalh o Alan Bennett, y últimamente en Julian Barnes o Nick Hornby. Pero anda por ahí otro estilo, otra opción para el lector, que gusta del párrafo más que largo, infinito, acorde a los laberintos y retorcimientos de la mente, de la psicología de unos personajes tan atormentados como la sintaxis que utilizan sus autores. El ejemplo más acabado de esta literatura bien puede ser Thomas Bernhard, obras como “Tala” o “La calera” están escritas sin capítulos, ni siquiera un mísero punto y aparte, es decir, ninguna concesión al lector; en esa misma línea, aunque más condescendiente y generoso con sus numerosos lectores, podemos inscribir a Javier Marías o, más actual, a Marcos Giralt Torrente con su novela “París”, premio Herralde de 1999 (aquí reseñada la semana pasada). Estilo que, a pesar de la evidente dificultad que presenta, cuenta también con un nada desdeñable número de  seguidores. Dos propuestas u opciones tan distintas que entre ellas cabe un sinfín de estilos, que la literatura pone a disposición del lector para que este elija lo que mejor se acomode a su gusto, tiempo y bolsillo, sin que ninguno de estos tres elementos se vea perjudicado por los otros. José López Romero.

viernes, 14 de marzo de 2014

PEDAGOGÍA

En el recientemente aparecido tomo 2 titulado “La conquista del clasicismo. 1500-1598” de la excelente Historia de la literatura española (editorial Crítica), dirigida por José Carlos Mainer, se insiste en uno de los aspectos fundamentales del Humanismo que ya había sido puesto de relieve por Eugenio Garin (gran estudioso del Renacimiento europeo): la pedagogía y, sobre todo, la renovación en el sistema educativo procedente de la Baja Edad Media. Por eso, argumentan los autores del volumen: “algunos de los principales humanistas del Quattrocento fueron excepcionales pedagogos”, y hasta editores de textos para las escuelas. En el Museo del I.E.S. Padre Luis Coloma aún se conservan, gracias a la labor impagable de rescate de Mª Dolores Rodríguez Doblas y de Miguel Hernández Zarandieta, manuales escritos por los propios profesores que impartieron su docencia en el siglo XIX en nuestro ilustre instituto. Pero volviendo al humanismo renacentista, los autores de “La conquista del clasicismo” ponen como ejemplo y punto de partida del humanismo en Castilla la publicación de las Introductiones latinae  del gran Nebrija (Salamanca, 1481). Y no porque esta gramática fuera un mamotreto farragoso de normas y reglas con el único fin de hacer más sufrido aún de lo que ya por su naturaleza es, el aprendizaje de los escolares, sino por todo lo contrario, porque era una pequeña gramática que contenía las reglas más básicas y esenciales del latín para que después alumnos y profesores, con ese breve compendio de fácil manejo, aprendiesen la lengua latina a través de la lectura y comentarios de los autores clásicos. Un cambio que revolucionó el sistema educativo español del siglo XVI. Hoy, no necesitamos tanta perspectiva histórica como desde la que contemplamos los más de cuatro siglos pasados desde los tiempos de Nebrija, para reconocer que la historia del sistema educativo español de las últimas décadas lejos de ser una revolución humanística, ha sido un estrepitoso fracaso. Un fracaso en el que todos los elementos, estamentos, instituciones, es decir, todos los que tienen algo de parte en el sufrido, e ingrato a veces, quehacer de la docencia, tienen su buena parte de culpa que nadie le debe quitar, ni de la que nadie puede inhibirse. Y una de las grandes damnificadas es sin duda el aprendizaje de las lenguas extranjeras o idiomas, hasta el punto de que ya se están haciendo estudios de genética para analizar si al español le falta en su ADN el gen del idioma. “No estamos dotados”, reconocemos resignados cuando abandonamos después del enésimo intento por aprender inglés. Pero más grave aún es que nuestros escolares se pasen años y años con una asignatura para que después no sepan mantener una mínima conversación básica en la lengua extranjera que tanto trabajo y tiempo les ha costado. Quizá después de tanto tiempo transcurrido lo único que necesitemos es un Nebrija que ponga un poco de orden y cordura para solucionar tanto fracaso. José López Romero.  

viernes, 7 de marzo de 2014

DEPORTE

Si las estadísticas están para creérselas a medias, la mitad que tienen de verdad nos explica con solo unos pocos números lo que está pasando o los cambios que se producen en la sociedad. Un dato: “en los primeros seis meses de 2013 se publicaron 1.379 libros (un 4%) de temática deportiva. El libro más vendido fue el de Antoni Daimiel sobre la NBA”. Quizá la literatura deportiva (¿hablaremos ya de un género?) no haya interesado tanto a lectores-espectadores y deportistas-protagonistas porque la cultura, no sé si por una tradición mal entendida, ha conciliado poco o nada con el ejercicio físico. A pesar de que los tiempos de Pahíño quedan ya muy lejos, aún la opinión pública se sigue sorprendiendo de que los deportistas en general, y los futbolistas en particular, tengan inquietudes culturales e intelectuales. Hace unos días, en una entrevista reportaje a Juan Mata, el flamante fichaje del Manchester United, el periodista destacaba las dos carreras universitarias que estaba estudiando y sus gustos lectores, entre los que citaba a Haruki Murakami. Y no por casualidad he nombrado antes a Pahíño, porque hace también un tiempo que leí en un periódico cómo este jugador, que se llamaba en realidad Manuel Fernández y Fernández y que militó durante la década de los años 40 en equipos como el Real Madrid y el Celta de Vigo, gustaba de leer a los novelistas rusos, lo que junto con algún incidente con un cierto general de la época, le valió no pocos disgustos. El caso de Pahíño lector de Tolstoi, Dostoievski e incluso Hemingway por aquellos terribles años de la postguerra sí era una rarísima excepción, pero que aún se siga destacando en Juan Mata su gusto por la lectura, en pleno siglo XXI, es una forma de decirnos que el mundo del fútbol en este aspecto ha cambiado muy poco o casi nada. Y es una lástima porque, ya lo he dicho en otras ocasiones, no habría mejor campaña para la lectura que saliera Messi o CR7 en la televisión recomendando un libro. Aunque, y perdonen mis prejuicios, no me los imagino. José López Romero.