Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 24 de noviembre de 2012

EL CHICO DE LA ESTRELLA


Cuando cayó en mis manos el último poemario de José Lupiáñez titulado ‘La edad ligera’ (además, tuve la enorme satisfacción de presentarlo en la Escuela de Hostelería de Jerez), después de la lectura atenta llegué a la conclusión de que el cambio que ya había anunciado la poesía de Pepe Lupiáñez en sus libros anteriores, llegaba a su consolidación y expresión última en aquellos poemas. El juvenil ‘Ladrón de fuego’ había dejado paso a la madurez nostálgica de un poeta que prefería el intimismo, la experiencia personal, la evocación de paisajes soñados y vividos para expresar unos sentimientos que miraban más hacia el pasado interior que a un futuro lleno de incertidumbres. Hace unos días mi encuentro con el primer libro de relatos de Lupiáñez, ‘El chico de la estrella’, y después de su lectura, de los seis cuentos de que consta el volumen, la conclusión a la que llegué con su poesía, la he confirmado y certificado en su prosa. El denominador común que les da la unidad intrínseca no es otro que la nostalgia, esta vez de una infancia y una adolescencia, en las que todos los que las vivimos, las sufrimos y hasta las disfrutamos en aquellos duros pero emotivos años 60 nos vemos reflejados. Porque hay mucho de autobiográfico en los relatos de Pepe Lupiáñez, muchos recuerdos con los que nos identificamos y en los que reconocemos un tiempo en el que fuimos niños a pesar de las circunstancias. ¿Quién no se verá en el espejo de la vida escolar que nos retrata en ‘Don Siro’ con su tinta a granel, su goma Milán y la ceremonia de forrar los libros al inicio de cada curso?  ¿Quién no reconocerá a alguno de sus mejores amigos de  pandilla en los personajes de ‘El chico de la estrella’, o incluso el barrio del Carmen en su propio barrio? ¿O quién no recordará su primer amor en la niña de ‘El secreto’ o la imagen idealizada y siempre imposible de Nuri en el relato que le da título al libro? Relatos intimistas y festivos como ‘El milagro de los peces’, esperanzadores y llenos de futuro como ‘Regina y el vértigo de la eternidad’, que contrastan con la dureza áspera e inhumana, pero tan real, de ‘El imperio de César’. Relatos en los que Lupiáñez ha sabido, y esto es uno de los valores más llamativos del libro, imprimir el estilo justo a cada escena. La maestría de un escritor se manifiesta precisamente en esto: en adecuar el estilo a la situación narrativa: pausado cuando de evocar la infancia se trata, más ligero cuando los acontecimientos alcanzan un cierto dramatismo, y pocas veces trepidante, porque el estilo de Lupiáñez se remansa, no suele acelerarse, se recrea en la nostalgia de lo vivido a través de la mirada poética que nunca le abandona: el adjetivo preciso y brillante, las metáforas elegantes, y hasta las sensaciones, sobre todo los olores que se respiran, tan familiares algunos, en todos los relatos. Y como elegante es todo el libro para rememorar un tiempo con el que me he reencontrado gracias a Pepe Lupiáñez. ‘El chico de la estrella’, Port-Royal, Granada, 2012. José López Romero

sábado, 17 de noviembre de 2012

MARIDAJE


Después de una sesión de degustación de lo que ahora se ha dado en llamar maridaje, aquel grupo de cursis y noveleros decidió en el fragor de las copas hacerse pueblo por unas horas y desplazarse a un tabanco cercano a seguir su “vía crucis en honor a Baco”, como gustaba decir a uno de ellos que, aunque católico practicante, se permitía estas licencias irreverentes. Y después de que el dueño del local les pusiera por delante la botella de mosto y los vasos correspondientes, poco menos que les lanzó un platillo de altramuces y con socarronería les dijo: “es el maridaje tradicional; tenemos la variante de las almendras, pero no están de temporada”. Yo que me crié entre guisos, en los que predominaba la patata acompañada de lo que había sobrado de un día para otro, y entre legumbres, con la permanente amenaza de que lo que no me comía hoy, lo tenía mañana, no llego a entender estas novedades gastronómicas de maridajes y libros en los restaurantes, iniciativa de la que se hacía eco mi compañero y amigo Ramón en esta misma página la pasada semana. Aunque, ¡claro!, mientras lean los niños y dejen en paz a los padres, cualquier invento se agradece. No sé quién dijo que no soportaba a un fumador a su mesa, pero prefería cuatro fumadores a un solo niño. Pero no se crean que me cierro en banda a novedades, todo lo contrario. Ya me imagino una degustación de almejas con un buen fragmento de un texto de la Sonrisa Vertical; o una excelente copa de amontillado leyendo los brillantes alejandrinos de Rubén Darío; por no decir de un buen oloroso con una tragedia de Calderón o la exquisita prosa de Juan Valera. “Luces de bohemia” solo se puede leer con una generosa copa de aguardiente. “SuperLópez -mi mujer, que sigue con la guasa- ¿qué vino le echo al guiso de arroz con gambas?”. “Si lo has hecho tú, aquí van unas páginas del “Código Da Vinci” y un artículo de Lucía Echeverría”. La bromita me va a costar cara. Lo sé. José López Romero. 

sábado, 10 de noviembre de 2012

OTRAS TRES COSAS

Oswaldo Guayasamín

Que el número tres es uno de los grandes números de la historia de la humanidad, lo atestigua la enorme cantidad de elementos que en torno a este número se distribuyen y agrupan, por poner un ejemplo, léase la cita “somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres…. Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad”, del aquel hermoso cuento de Borges titulado “El espejo y la máscara”; o como hace unas semanas comentábamos las tres cosas que ningún joven inglés del siglo XIX era capaz de hacer al criterio del Dr. Gylmore, personaje de “La dama de blanco” del novelista Wilkie Collins; y así también el más grande de nuestros escritores, D. Miguel de Cervantes, en “Los trabajos de Persiles y Sigismunda” (el “Persiles”, para el común), novela que, al igual que Collins con Dickens, ha quedado inmerecidamente oscurecida en la producción de Cervantes por el “Quijote” y por las “Novelas Ejemplares”, nos plantea asimismo una afirmación basada en el número tres: “Por tres cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la segunda, por alcanzar perdón dél; la tercera, por estar celoso; las demás lágrimas no dicen bien en un rostro grave”. No nos debe resultar extraño que en una sociedad y en una época en las que el llanto de un hombre no era precisamente lo más frecuente ni lo mejor visto (sin duda herencia de nuestro ser español es la frase “los hombres no lloran”, que inculcamos a nuestros hijos), Cervantes restrinja las lágrimas varoniles a tres sucesos y siempre con la condición expresa y previa de la prudencia. Tres situaciones que, a pesar de las fuentecillas de sabiduría que manan de las páginas del “Persiles”, no son lamentablemente en la sociedad actual y en los tiempos que corren ni de rabiosa actualidad ni lo más visto. Ya no se llora por pecar, porque hemos perdido el sentido y el carácter trascendente del pecado, y menos aún lloramos por pedir perdón por los errores cometidos, sencillamente porque nos cuesta mucho reconocer que hemos errado. Y por celos nunca lloraría un hombre prudente, porque de imprudentes e impertinentes es tenerlos, como nos enseñó el propio Cervantes en su novelita “El curioso impertinente”, engastada en la primera parte de la vida de su gran hidalgo, o más claramente en “El celoso extremeño”, una de sus mejores novelas ejemplares. “Las demás lágrimas no dicen bien en un rostro grave”, termina en sentencia la frase del “Persiles”; la gravedad y la prudencia son virtudes que deben adornar a un hombre de bien, ése que es capaz de llorar por sus pecados y de la misma manera por pedir perdón por ellos. Pero está visto que o se nos metió tan adentro, hasta la  masa de la sangre la frase de que “los hombres no lloran”, o los que deben llorar están muy lejos de ser prudentes y graves. A veces unas cuantas lágrimas nos harían bien a todos, aunque solo sean por higiene moral. José López Romero.

sábado, 3 de noviembre de 2012

SUPER-MEN


“Hola, superfather”, me recibe mi hija a porta gayola después de un día de duro trabajo. Pero no contento con esto, se cruza mi hijo y de refilón me espeta “¿qué pasa, super-pá?” (voz coloquial-filial). Solo faltaba mi mujer para que la guasita fuera ya completa, pero afortunadamente no se encontraba en casa. Y todo porque los dirigentes de una venerable y muy respetable (no sus mandamases) institución cultural jerezana habían decidido pasarme a la categoría de supermiembro (sin connotación alguna), junto con varios compañeros y amigos (por cierto, colaboradores de este Diario), los mismos que ahora hemos decidido llamarnos super-men, de ahí el título de este artículo, y hasta tenemos la intención de hacernos tarjetas de visita con esta nueva distinción. No sé si los amables lectores recuerdan la moda en el uso del prefijo super-, que aún se deja oír por ahí en las bocas de algún que otro u otra cursi de turno: “esto es super”, se oía con frecuencia no hace mucho  sin necesidad de añadirle adjetivo al prefijo porque ya éste mismo era suficientemente super-lativo para calificar la dimensión de la realidad que se quería destacar. Pero el super por excelencia, con permiso de los supermercados, es el gran héroe americano Superman, que incluso ha sido recientemente noticia, porque en la próxima entrega Clark Kent abandona su periódico de siempre, el Daily Planet. Un cómic, quizá el más famoso y célebre de cuantos se han dedicado a la elaboración de la figura de un héroe, y que tiene entre sus rendidos estudiosos al gran Umberto Eco, con un trabajo que incluyó en su libro “Apocalípticos e integrados”, libro imprescindible para todo aquel que quiera profundizar en la cultura de masas. “Hola, superLópez”, me saluda mi mujer. En la próxima asamblea de la ilustre institución, “irás con capa” (mi hijo), “y con los calzoncillos por fuera” (mi hija)… “y marcando” (mi mujer). ¡Ay, Dios, todo héroe tiene su kriptonita!”. José López Romero.