Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 10 de diciembre de 2011

PELOTAS

Cervantes le dedicó la primera parte del “Quijote” a don Álvaro López de Zúñiga, duque de Béjar, noble que por aquellos años de principios del siglo XVII se contaba entre los más ensalzados por los escritores de la época, pues Góngora ya le había dedicado las “Soledades” y él había costeado las “Flores de poetas ilustres”, reunidas por Pedro de Espinosa. El mismo Góngora años después redactaría su “Panegírico al duque de Lerma”, en alabanza al que fuera inepto privado o valido de Felipe III. Famosa fue también la amistad, teñida para algunos de alcahuetería, que mantuvo Lope de Vega con el duque de Sessa, de la que se conserva un sustancioso epistolario. Y para no ser menos, aunque en este caso no fuera por necesidad, Quevedo siempre defendió al duque de Osuna, al que acompañó en calidad de secretario a Nápoles y con quien salió de aquel virreinato con más pena que gloria. Las relaciones de los escritores con la nobleza, las dedicatorias a sus más insignes representantes o, de forma más general, la estrecha dependencia de  las artes con la aristocracia a través del mecenazgo, no es más que la prueba palpable de que en aquellos tiempos la literatura, el arte en general, no daba ni para malvivir sino, en todo caso, para bien morir… de hambre. De ahí que no hubiera otro remedio a la necesidad que buscarse el amparo o la protección del rico, aunque a veces ésta llegara tarde o nunca. Hoy a nadie se le ocurriría, aunque ganas seguro que no faltan, dedicarle una novela a las grandes fortunas de este país (que las hay), sean o no de noble cuna. La literatura, el arte, por fortuna, da para más que para sobrevivir, aunque no a todos los que a ello se dedican por profesión. Pero sí hay otra forma más sofisticada de solicitar el amparo ya no del noble o del adinerado, sino del poderoso, sin necesidad de acudir a la tradicional dedicatoria. Es esa forma rastrera, pelota y mezquina de adulación al político con que muchos hoy disfrutan de una buena posición económica. ¡Qué lejos de estos escritorzuelos del pesebre queda ya la necesidad de nuestros clásicos! José López Romero.   

sábado, 26 de noviembre de 2011

EN LA MISMA CAMA

 “En nuestra casa yo dormía al lado de mi mujer. Enseguida se vio que tenía un sentido muy desarrollado de lo doméstico… Entonces me di cuenta de por qué las mujeres aman a sus casas y sus hogares más que a sus maridos. Son ellas las que preparan el nido para los que han de venir, y las que con inconsciente alevosía enredan al hombre en una complicada red de pequeñas y diarias obligaciones, de las que ya nunca se pueden deshacer… Era nuestra casa, era mi mujer. La cama se vuelve un hogar secreto… y amamos a la mujer que nos espera allí sencillamente porque está mano. Allí está ella disponible a todas horas de la noche.” Se me ocurrió no sé cómo (a veces se cometen unas imprudencias que después cuestan mucho esfuerzo hacerte perdonar) leerle a mi mujer este pasaje de la novela “La Cripta de los Capuchinos” de Joseph Roth, y la mirada que me echó no es para describirla ni compararla. Si yo suscribía –me reprochó- esa definición de matrimonio, que estaba muy equivocado y que eso de estar a mano y disponible a todas horas de la noche no era precisamente un halago. “Tú no ves. Con maridos como esos que piensan así, no me extraña que una mujer quiera más a su casa que al mastuerzo que se acuesta a su lado.” El chorreo que me cayó tampoco es para contarlo. Está claro que desde 1938, año en que se publica “La Cripta de los Capuchinos”, la relaciones de género han cambiado y, si por algo se puede caracterizar el siglo XX, además de las terribles guerras, es en lo positivo por el paso adelante de la mujer en la sociedad reclamando el sitio de privilegio que le corresponde. Digamos que, aunque todavía queda mucho camino por recorrer, el “sentido de lo doméstico” es compartido. Como también, entrando ya en terreno de las teorías sociológicas, tanto el hombre como la mujer buscan para “dormir a su lado” a alguien lo más parecido a ellos en estudios, economía, familia, etc. Algunos hasta de su propio barrio. Cada uno busca su igual hasta en lo físico, me atrevería a apuntar. A pesar de que una de las grandes lacras de esta sociedad actual sigue siendo la llamada “violencia de género” que lejos de mitigar, lamentablemente aumenta. Y viene esto a cuento porque no sé dónde he leído que en las escuelas se está observando un rebrote de machismo, hasta en las adolescentes femeninas, que podría parecer a estas alturas más propio de las cavernas. ¿Un problema más que añadir al sistema educativo? ¿cuánta responsabilidad tenemos profesores, padres, sociedad en general y medios de comunicación en la transmisión de valores? El protagonista de Joseph Roth sufre el declive de su mundo aristocrático e indolente de la Viena de la Primera Guerra Mundial, nosotros, a un siglo de distancia, asistimos con la misma irresponsabilidad y dejadez a la misma destrucción de nuestro mundo, a la pérdida de una ética que no somos capaces de transmitir a nuestra juventud. “A propósito. ¿No has leído hoy en el periódico la historia de Patrizia Reggiani, la viuda asesina de Gucci?” –me soltó como al desgaire mi mujer. Todavía no me explico ese “A propósito”. José López Romero.  

miércoles, 23 de noviembre de 2011

REFLEXIÓN

De entre los misterios o problemas que la historia de la literatura aún tiene por descifrar o resolver, hay especialmente uno que trae a la investigación desde hace años de cabeza: un pequeño pasaje que, curiosamente, se repite en dos obras a la vez: “Un mundo feliz” de Aldous Huxley y “1984” de George Orwell. Sin duda son dos ediciones espurias de estas dos magníficas obras en las que algún editor o escritor metió la pluma sin que a ciencia cierta se pueda saber quién está detrás de este breve añadido. Al ser el mismo texto, todo hace suponer que estemos ante una sola autoría y muchos han apuntado el nombre de Steven Lukes, famoso autor del “Viaje del profesor Caritat o las desventuras de la razón”. Pero ¿en qué consiste el dichoso pasaje? Lo mejor será que lo transcriba literalmente para que cada lector saque sus propias conclusiones. Se trata, como verán, de una reflexión o monólogo. “El domingo iré a votar. Seguro que cuando llegue al colegio electoral tendré que guardar cola, y que seguramente no conoceré, ni de vista, al ciudadano o la ciudadana (¡qué hermosas palabras!) que estará delante o se pondrá detrás de mí. Pero me entrarán unas ganas enormes de preguntarle qué libro está leyendo ahora, qué ha leído en los últimos cinco meses y si suele leer el periódico a diario y ver o escuchar algún informativo de televisión o radio. Yo querría que la persona que va a votar conmigo, y cuyo voto tiene el mismo valor que el mío, ejerza su derecho con un mínimo de conocimiento de causa. No pido mucho más. Yo querría que los votantes fueran ciudadanos con un mínimo de instrucción y que tengan también una mínima conciencia de lo que están haciendo al echar su papeleta en la urna. Pero mucho me temo que no sea así, que ese conciudadano de la cola no habrá leído ni la papeleta que ha metido en el sobre y, ya poniéndonos en lo peor, sólo ve en la tele “Sálvame de luxe” o cualquier otra porquería del mismo estilo, y que un libro es para él una especie de ovni. La democracia, sin duda, tiene sus servidumbres, deudas que todos debemos pagar, pero a veces, como en estos últimos años, el sacrificio ha sido excesivo. Y lo que nos queda por delante.”. José López Romero.

viernes, 11 de noviembre de 2011

EL CONDE TOKRAY

“Más de una vez he pensado volver. Incluso, dijo, he pensado ¿en qué podría trabajar yo? Y he tenido una idea. … yo mismo me podría convertir en un museo… bastaría que me instalaran en una habitación de alguno de los viejos palacios, que me rodearan de la decoración adecuada y de la servidumbre que se usaba entonces y yo podría ser un museo viviente de las costumbres y los modales de la antigua Rusia… Sería una instructiva experiencia para los jóvenes; yo podría ser visitado por escolares, delegaciones provinciales, incluso por turistas extranjeros”, dice el conde Tokray, un curioso personaje de la novela “Respiración artificial” de Ricardo Piglia. El pobre conde no tiene donde caerse muerto, vive del sablazo que puede darles a conocidos y amigos y, como pueden ver en el fragmento, se considera una pieza de museo, un objeto histórico en serio proceso de desaparición y, con él, buena parte de la cultura de todo un país: la Rusia zarista. Cuando visitamos los museos, los monumentos, iglesias, palacios, casas señoriales, etc. sólo apreciamos el continente, el espacio vacío que dejaron, hace ya mucho tiempo, las personas que en ellos habitaron; y sin embargo, los lugares son solo un elemento más de una historia cuyos principales protagonistas, aquellos que la escribieron, son los clérigos en sus monasterios e iglesias, los grande señores, los reyes en sus castillos. Tanto ayer como hoy con los denodados esfuerzos de investigadores, y ahora con las nuevas tecnologías, no es muy difícil hacer la reconstrucción de acontecimientos históricos que tuvieron lugar en esos espacios que ahora visitamos, incluso “las costumbres y los modales” a los que se refería el conde Tokray, sin necesidad que convertir las iglesias, castillos y palacios en museos vivientes, trabajo al que aspira el conde. Los mercadillos medievales o los servicios que ofrecen algunos paradores no son más que un atractivo, sin mayores pretensiones, que añadir a la oferta turística. Y sin embargo, a pesar de estas tan exactas recuperaciones del pasado que nos proporcionan los medios actuales, tenemos la sensación de que mucho de lo vivido se va perdiendo, irremisiblemente olvidando. El conde Tokray lo ha sabido ver perfectamente: detrás de las costumbres, de los modales, de los decorados y la servidumbre, está la persona y su conciencia del tiempo que le ha tocado vivir, la adaptación a ese tiempo, la actitud ante la vida y sus circunstancias; sus emociones, sus relaciones con los demás, es decir, esa intrahistoria que es imposible transcribir en palabras o reflejar en imágenes, a menos que nos traslademos al plano de la suposición. Es esa misma sensación de pérdida que observamos, siguiendo con la Rusia zarista, en Mijail Astrov, el médico de “Tío Vania”, el drama de Anton Chejov, para quien su refugio en la naturaleza es una forma de ponerse a salvo de un mundo en desaparición. Un tiempo muere, ¿cuánto se lleva con él? Tokray en su indigencia, o quizá por ella, lo sabe. José López Romero.  

sábado, 5 de noviembre de 2011

SUEÑO

Aunque las más antiguas retóricas propugnen como verdades incuestionables que en lo concerniente a géneros literarios éstos no pasan de tres (poética, dramática y épica), la realidad termina por cargarse dogmas y principios y  han ido surgiendo, con el correr de los siglos, toda suerte de subgéneros y variantes que pone título o etiqueta a nuevas expresiones o modos literarios que sin duda tienen su público. Uno de éstos a los que me he aficionado después de varias incursiones es la historia del libro o, más amplio, libros que hablan de libros o de lecturas, o de bibliotecas o de escritores. Empecé en su día con la “Historia del libro” de Svend Dahl  y he seguido con otros, algunos de lectura más esforzada como la “Historia del libro” de Frédéric Barbier, y otros más amenos (“Lecturas y lectores en el Madrid del siglo XIX” de Jesús A. Martínez Martín), hasta llegar a la “Historia de la lectura” y “La biblioteca de noche”, obras de Alberto Manguel, cuya bibliofilia se deja notar por la pasión y la amenidad de su estilo, virtudes que en estos temas se agradecen especialmente. Y como variante de este “subgénero” también me he aficionado a libros en los que sus autores estudian aquellas obras que más les han influido o que consideran maestras de la literatura; y de ahí las “Diez grandes novelas y sus autores” de W. Somerset Maugham o “La verdad de las mentiras” de Vargas Llosa. Y me gustan estos libros no sólo porque además de deleitar te enseñan, sino porque te llevan a otros libros, en una especie de cadena, que te va enlazando a la mejor literatura de todos los tiempos. Así, de Vargas Llosa he llegado a “La señora Dalloway” de Virginia Woolf; de la estremecedora “Sobre la historia natural de la destrucción” de W.G. Sebald he llegado a la novela de H. Böll “El ángel callaba”; como en “La biblioteca de noche” conocí la delicada personalidad de Aby Warburg; como la lectura de “Tumbas de poetas y pensadores” de Cees Nooteboom me ha traído un poema de Pierre Kemp que he grabado en la cabecera de la cama: “Algunas noches sigo una luz amarilla / hasta una puerta azul en la que se lee: Sueño. / Yo no la abro por mi mano / ni me viene a buscar una mujer / para que entre a comprar sueños. / Y sin embargo siempre he pagado mis sueños / No debo nada a la noche.” José López Romero.

sábado, 29 de octubre de 2011

MEDINA SIDONIA Y LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

Aunque ustedes, amables lectores, no se lo crean o tengan serias dudas de la veracidad de mis palabras, hay personas (existen todavía, lo juro) que prestigian cuanto hacen porque desempeñan su trabajo con profesionalidad, dedicación, voluntad y esfuerzo, a veces sin esperar recompensa alguna, ni siquiera el calor del elogio ajeno, y de remuneración económica ni hablamos. No sé ustedes, pero yo tengo la suerte de contar entre mis amigos a un pequeño pero excelente grupo de estas personas, quizá porque en nuestra profesión, tan zarandeada socialmente, se mira sólo lo que interesa y no se quiere mirar, no vaya a ser que lo tengan que reconocer, el trabajo que en silencio hacen muchos profesionales. A este grupo pertenece Jesús Romero Valiente, quien desde las aulas del I.E.S. Padre Luis Coloma, como profesor de Clásicas, y como sesudo investigador prestigia ambas labores. Fruto de su dedicación al Latín es su tesis doctoral, la edición del poema latino “De militia Principis Burgundi” de Álvar Gómez de Ciudad Real, publicada por el Instituto de Estudios Humanísticos de Alcañiz en 2003. Pero esta faceta investigadora siempre silenciosa pero rigurosa de Jesús Romero no acaba en los límites del Latín, los últimos frutos de ésta los ha dedicado a Medina Sidonia, ciudad de la que se siente un hijo bueno y agradecido. Los “Escritos gastronómicos del Dr. Thebussem”, publicados por Renacimiento en febrero de este mismo año, junto con empresas culturales, como la asociación Puerta del Sol y su revista de literatura e historia, son también frutos de su inquietud y de ese trabajo serio, paciente y esforzado que caracteriza a nuestro amigo. Y como no podía ser de otro modo, Jesús Romero acaba de publicar “Medina Sidonia durante la guerra de la Independencia”. Dos voluminosos tomos resumen la labor de investigación que durante tres años ha llevado a cabo; una labor para la que se ha enclaustrado en archivos y bibliotecas, rastreado y consultado una inmensa bibliografía, y para la que ha invertido su tiempo libre, el que le ha dejado su trabajo en las aulas, al que ha acudido con la misma profesionalidad con que acomete sus investigaciones. Un exhaustivo y detallado análisis el que nos ofrece Jesús Romero del impacto que para Medina supuso la invasión de las tropas napoleónicas y la posterior guerra por la independencia, que comienza con una descripción del estado de la ciudad en 1808, para pasar a la proclamación de Fernando VII y de aquí a los primeros meses de la ocupación francesa. La obra termina con el final de la guerra y los días de la constitución de Cádiz. A la documentación pormenorizada y el dato preciso se acompaña al final del segundo volumen una colección de ilustraciones que representan rincones emblemáticos de Medina y sus alrededores, mapas y planos, retratos de los personajes más significativos y, sobre todo, láminas de escenas de la guerra y del ejército napoleónico que debemos al propio Jesús Romero, otra faceta en que también destaca nuestro compañero. Una obra digna de su autor. José López Romero.   

sábado, 22 de octubre de 2011

COMPARACIÓN

No soy lector de un solo libro. No puedo. Por eso siempre tengo encima de la mesa un mínimo de tres y un máximo de cinco que voy cogiendo según el tiempo de que dispongo, el ánimo en que me encuentro, el interés que me han despertado, etc. Tampoco me limito a un género ni una época literaria; es más, intento en lo posible que en ese número quepan todas las opciones: clásicos y modernos, novela y poesía, que combino con teatro, ensayos, etc. Así, al cabo del año (tengo anotadas escrupulosamente todas la lecturas que hago), me permito hacer un balance de mis lecturas, que siempre termina por ser insatisfactorio, porque un lector sin remedio querría duplicar el tiempo dedicado a la lectura para poder abarcar mucho más de lo leído. Y por mucho que uno quiere hacerse una sistemática lista previa, ésta se te viene abajo por una recomendación, una urgencia, un capricho de última hora o un regalo. Pero la elección ya arbitraria o caprichosa, o incluso obligada tiene también su punto positivo. Con el trasiego de libros por mi mesa, me he ido dando cuenta de que así como muchos tienen un tiempo determinado de lectura (a veces cometo el error de leer un libro de invierno en verano y su lectura resulta un verdadero suplicio), también me he fijado en que la edad marca el momento de un libro (algunos libros que leí con dieciocho años ahora seguramente se me caerían de las manos). Pero llevo ya un cierto tiempo observando que en la simultaneidad de la lectura, en la comparación (siempre odiosa) algunos libros se van engrandeciendo, mientras que otros se empequeñecen. Quizá esos mismos libros leídos en simultaneidad con otros o sin posible comparación, no habrían cambiado de tamaño o hubiesen sufrido inversa transformación. Me ha pasado esto últimamente con “La soledad era esto” de Juan José Millás que al leerlo al mismo tiempo que “Rabos de lagartija” de Juan Marsé, éste se ha ido agigantando del mismo modo que aquél ha ido menguando, lo mismo podría decir de “La sonrisa etrusca” de José Luis Sampedro en comparación con “Brooklyn Follies” de Paul Auster. Se me puede objetar que es cuestión de estilo, temáticas diferentes, etc., etc. Pero les invito a que lo comprueben por ustedes mismos. No hay color. José López Romero.

sábado, 15 de octubre de 2011

LITERATURA Y REALIDAD

En la literatura, desde que tiene fe de vida, la realidad ha sido uno de sus componentes más elementales, en una proporción que a veces marcan las épocas o los movimientos literarios, y otras los propios autores. Y no me estoy refiriendo sólo a esa corriente costumbrista que aunque localizada en determinados siglos, cruza toda la historia de la literatura. ¿Cómo si no entender las comedias de Plauto o el mismísimo “Lazarillo”, manual de vida de aquella sociedad de parias y hambrientos que fue forjando el imperio desde su mismo origen?. No haría falta acudir a los costumbristas del siglo XVII como A. de Rojas Villandrando (“El viaje entretenido”) o J. de Zabaleta (“El día de fiesta por la mañana y por la tarde”) para reconstruir, si documentos nos faltaran, el pasado de aquellos españoles del seiscientos, porque con las novelas picarescas y el teatro clásico lo podríamos perfectamente hacer; y de la misma manera lo haríamos en el XIX con las novelas de Galdós o de Clarín, o incluso del padre Coloma sin necesidad de echar mano de los grandes escritores costumbristas decimonónicos (Mesonero Romanos, Estébanez Calderón, Larra). Y con más argumentos defenderíamos nuestra tesis si nos referimos al siglo XX. Y viene todo esto a cuento porque al leer “Tardes del Alcázar. Doctrina para el perfecto vasallo” que escribiera a principios del siglo XVII el onubense afincado en Sevilla Juan de Robles, su editor, Antonio Castro, cuya pericia filológica ha demostrado suficientemente con los trabajos dedicados al escritor renacentista Pedro Mexía,  nos llama la atención sobre el valor documental de la obra; valor que se observa en la inclusión en el diálogo que sostienen los dos protagonistas, el licenciado Sotomayor y Don Juan de Guzmán, de anécdotas sucedidas en la Sevilla de la época o datos biográficos de personas, como Rodrigo Castro y Fernando Niño de Guevara, cardenales de Sevilla a los que sirvió en calidad de secretario Juan de Robles, que tuvieron su importancia en la vida de una ciudad que disfrutaba por aquellos tiempos de su mayor esplendor y pujanza. ¿Cómo podríamos conocer si no lo cuenta Robles en su obra que Fernando Niño hubo de prohibir la procesión de la Hermandad de los Negritos porque “los cofrades aprovechaban el anonimato que les proporcionaba el hábito de nazareno para manifestar la inquina que guardaban contra sus señores”? Comenta Don Juan de Guzmán: “… y como todos ivan con capirotes, huvo esclavos que dieron (a río buelto, como suele dezirse) muy gentiles palos a sus amos”. La mano experta de Antonio Castro nos va acompañando por su cuidada edición de “Tardes del Alcázar” para hacernos ver que la obra de Juan de Robles traspasa los límites de un manual de comportamiento del buen vasallo, para convertirse en un testimonio de su tiempo, no sólo por las anécdotas en ella incluidas, sino porque la literatura en cualquiera de sus manifestaciones no deja de ser fruto de la época en que se escribe y en ella ésta sin duda se refleja. José López Romero.

sábado, 8 de octubre de 2011

GAUDEAMUS IGITUR

“No hay nada tan desnudo como los ojos de los seres humanos”, dice un personaje de “La flecha del tiempo” de Martin Amis (¡cómo se empeñan algunos escritores y sus novelas en complicarle la vida al sufrido lector!), frase que en modo alguno se refiere, aunque alguna relación tiene con ese aparatito (“no más grande que un receptor de radio”) que nos describe Arturo Roa Bastos en su obra “El fiscal”, uno de los más eficaces y sofisticados artilugios de tortura utilizado por la Técnica, policía secreta en la dictadura paraguaya del general Stroessner, el “tiranosaurio”, “se trataba de un proyector de enceguecedores rayos blancos e infrarrojos que queman las retinas y produce atroces dolores y perturbaciones en el cerebro al mismo tiempo que una parálisis completa del cuerpo y del sistema respiratorio”. Pero una cosa es la indefensión de nuestros ojos ante cualquier ataque o, peor aún, cruel tortura, y otra muy distinta es esa mirada limpia que sólo los niños tienen, aunque cada vez la van perdiendo a edad más temprana. Una variante adulta es la expresión “creía haberlo visto todo ya, pero…” con la que expresamos nuestra infinita capacidad de sorpresa o asombro, porque este mundo nos depara nuevos acontecimientos que despiertan ese fondo inocente que creíamos ya agotado. Les pongo en situación. Acto solemne de despedida de una promoción de universitarios que acaban de terminar sus carreras. Impresionante auditorio lleno hasta la bandera de jóvenes felices y no menos felices familias; como impresionante era el escenario en el que se ubicaba la mesa presidencial, donde se codeaban, literalmente, autoridades políticas (¿qué hacían allí?), académicas y profesores. Y el comienzo no pudo ser más ilustrativo de lo que le esperaba al paciente e ingenuo público: el discurso del representante de los alumnos, por cuya edad ya le habría dado tiempo a terminar dos licenciaturas y un doctorado, fue un acabado prodigio de retórica en el que lo más refinado fue el “¿cómo están ustedes?” inicial, en consonancia con su atuendo de progre indignado contra el protocolo y el buen gusto. Pero el postre fue el señor decano. Bajo la apariencia de figurante en el banquete nupcial de los Corleone o de cantante de verbena estival napolitana, repartió mieles a una autoridad en avanzado estado de descomposición política y hieles reivindicativas a la representante  del gobierno municipal; ni las mieles ni las hieles venían a cuento. Lo mejor, los discursos de los propios alumnos; unos, con mucha gracia, otros, ajustados al academicismo del acto, y sobre todo, el homenaje sincero y cariñoso de los universitarios a una profesora que se jubilaba. Lo demás, para olvidar. Una tortura para los ojos (y que me perdone Roa Bastos), un insulto a la inteligencia y un desprecio supino al decoro que exigía la solemnidad del acto y que se debían exigir a sí mismas aquellas autoridades por las instituciones que representaban. Una universidad que hace cateta esta banda de patanes. Natalio Benítez Ragel.

viernes, 24 de junio de 2011

FOUCHÉ

A los fieles lectores (que Dios se lo pague) de esta página no se les escapará que la estampita del gran escritor austríaco Stefan Zweig es una de las que ocupan uno de los lugares de honor en mi mesita de noche. Y no sólo por sus libros, sino porque su compromiso personal con el tiempo que le tocó vivir traspasa los límites del magnífico escritor, para convertirlo en un ejemplo de vida. Un compromiso que se deja notar con más fuerza en las biografías que fue escribiendo de célebres personajes, ésos que se mueven entre las luces y las sombras de las páginas de una historia de la que quisieron, y algunos lo lograron, ser protagonistas. Entre ellos, hay un personaje de los biografiados por Zweig que se puso hace unos meses de actualidad. Cuando don Alfredo Pérez Rubalcaba se postuló por aquellos días como sucesor a la corona de Zapatero (de espinas para los españoles), algunos periodistas ingeniosos subtitularon a Alfredo (como ahora quiere que se le llame) “el genio tenebroso”, a la manera en que Zweig calificó a José Fouché, aquel ministro de Napoleón que supo como nadie desde los primeros años de la Revolución francesa hasta el reinado de Luis XVIII ir dejando cadáveres de enemigos a su alrededor sin apenas mancharse la ropa; caso de Robespierre. Son ejemplos del político por el que pasan legislaturas, crisis de partido, derrumbes económicos, sociedades empobrecidas, generaciones sin futuro, y ellos siguen, impasible el ademán, como si su chaqueta fuera una coraza que lo protege de cualquiera de estas contingencias, ésas que a los demás nos hunden todos los días y cada vez más en la miseria. Son personajes que impregnan las páginas de la historia con el olor inmundo de las cloacas del poder, en las que cualquier honestidad o lealtad es pura coincidencia o un accidente tan involuntario como imperdonable. La magnífica biografía de Zweig insiste en esas sombras, en la oscuridad de un hombre hecho para la intriga y la falta de escrúpulos. De tanto Fouché, líbranos Señor. José López Romero.

sábado, 18 de junio de 2011

PURO TEATRO

“Mercurio” es una de esas revistas de literatura que se reparten de forma gratuita y no por ello habría que sospechar de su calidad, sino todo lo contrario, en sus páginas cualquier curioso puede ver colmadas sus inquietudes si lo que busca es buena y rigurosa información sobre literatura o simplemente sugerencias. Casos extraños de gratuidad en estos tiempos en los que nadie da nada por nada. Estaba leyendo hace unas semanas el número que dedicaba al teatro (nº 131, “Teatro, palabra en acción”) y no pude por menos darle la razón a José Ramón Fernández cuando terminaba su artículo con estas palabras: “Dos apostillas sin ánimo de tocar las narices… la segunda es que las va a pasar usted canutas para encontrar muchos textos (se refería a textos de autores actuales). De la edición y distribución de textos teatrales en España habría que hablar largo y tendido”. Más razón que un santo. En el siguiente artículo, Javier Ors nos indicaba dos editoriales (Fundamentos y ediciones Irreverentes) y recogía las opiniones de sus respectivos responsables sobre la fortuna editorial de las obras de escritores actuales españoles, y cuando hablamos de “actuales” no nos estamos refiriendo a la última hornada, sino a dos y a tres generaciones anteriores. Y aunque el responsable de la editorial Fundamentos es bastante optimista, de acuerdo con los niveles de publicación de su editorial, no cabe duda de que en las librerías la sección de teatro brilla normalmente por su ausencia, de que te las ves y te las deseas para encontrar ediciones de autores actuales, y de que algunas editoriales como la guipuzcoana Iru pone precios realmente desorbitados a textos plagados de erratas (ver “Muerte accidental de un anarquista” de Darío Fo, a 13’30 €). Y de la distribución, ni hablamos, mejor lloramos. En cambio, los clásicos no tienen derecho a removerse en sus tumbas por falta de atención, disfrutan de excelentes y numerosas ediciones. Y es que la edad ha sido siempre un grado. José López Romero.

sábado, 11 de junio de 2011

ORWELL

La edición que manejo de la insuperable novela “Rebelión en la granja” de George Orwell (y lo de “insuperable” no es ninguna exageración, aunque estemos hablando del autor de “1984”), incluye en sus preliminares una especie de prólogo del propio escritor titulado “La libertad de prensa” y, si me permiten decirlo, tan bueno es este pequeño ensayo como la narración que le sigue, es decir, “insuperable”. Quien lea o haya leído ambos textos estará seguramente de acuerdo con lo que digo. En este prólogo, que permaneció ignorado hasta su descubrimiento en 1971, y que fue incorporado con posterioridad a las ediciones de la novela, Orwell denuncia la censura que se ejerce no sólo desde las alturas del poder político, sino desde las mismas fuentes de creación o información, de ahí que no solo afecte esta forma de autocensura al periodismo, sino al cine, al teatro, a la radio, etc., es decir, a toda manifestación que puede generar opinión. Es, en definitiva, lo que hoy llamamos “lo políticamente correcto”. La ortodoxia de aquellos años de la posguerra mundial prohibía, según Orwell, cualquier crítica, del tipo que fuera, al régimen soviético, aunque se supiera y se tuviese plena constancia de los horrores de los gulags, de las limpiezas étnicas, de la indefensión de los ciudadanos ante la terrible tiranía de Stalin. Y así, el stalinismo campó por sus respetos con el silencio cómplice de todas las potencias que años antes se habían unido para destruir a otro depravado, Adolf Hitler. “Desde luego que era posible publicar libros antirrusos – explica Orwell- pero hacerlo equivalía a condenarse a ser ignorado por la mayoría de los periódicos importantes. Tanto pública como privadamente se vivía consciente de que aquello “no debía” hacerse y, aunque se arguyera que lo que se decía era cierto, la respuesta era tildarlo de “inoportuno” y “al servicio de” intereses reaccionarios”. Como digo, el prólogo no tiene desperdicio y, aunque escrito en unos años que nos parecen ya muy lejos de esta sociedad de la sacrosanta libertad de expresión, no ha perdido vigencia ni rabiosa actualidad. Y para no desmentirme ahí están los últimos acontecimientos producidos en los países árabes y las distintas reacciones de Occidente. Y sin salir de nuestro país, a nadie con dos dedos de frente se le escapa el modelo que los intelectuales progres han intentado inculcar a la ciudadanía a través de medios de comunicación asquerosamente serviles, y en esto me acojo a la definición que hace Orwell ya al final de su prólogo de la libertad: “Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír”. No otra cosa han hecho a lo largo de los siglos los grandes escritores: ponernos por delante lo que nos negamos a ver, enfrentarnos con una realidad que nos negamos a asumir. Orwell y su “Rebelión en la granja” nos ponen ante la verdad; otros, en cambio, quieren que nos creamos sus mentiras. José López Romero.





sábado, 28 de mayo de 2011

DIOS, BORGES Y EL FÚTBOL

En el cuento “El espejo y la máscara”, incluido en “El libro de arena”, Jorge Luis Borges nos relata la historia del rey que una vez “librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego”, le encarga a un poeta el canto de todas sus grandes hazañas, a la manera de los bardos épicos. Pasado el año, plazo concedido por el rey para que el poeta escribiera su oda, éste la declama ante la corte y el pueblo. “Acepto tu labor –dice el rey-. Es otra victoria”. Toda la retórica, todos los giros, todo los estilos estaban comprendidos en la obra de aquel trovador. Pero… el rey le reprocha: “Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la sangre, Las manos no han buscado los arcos… Nadie profirió un grito de batalla…” Como premio, el rey le regala un espejo de plata, pero lo emplaza para dentro de un año, en que deberá presentar otra loa. Cumplido el plazo, el poeta vuelve a la presencia del rey. Esta vez lee su composición con inseguridad, “la página era extraña. No era la descripción de la batalla, era la batalla”. El rey queda sorprendido por la nueva oda: supera lo anterior y también lo aniquila, dice, y como prueba de su aprobación le regala al poeta una máscara de oro. Y que Dios y Borges me perdonen por utilizar el cuento del escritor argentino para establecer la comparación con el fútbol. Toda la retórica, todos los estilos, el más depurado fútbol no cabe duda de que lo interpreta a la perfección el F.C. Barcelona; Guardiola, como el poeta de la primera oda, ha hecho de su equipo el acabado compendio de la mejor tradición balompédica. Y como exclamaría el rey: “Es otra victoria”, y Guardiola seguro que se mira todos los días en su espejo de plata. Y Mourinho es ese poeta inseguro, que lee a trompicones y en desorden su última composición. No cabe duda de que el Madrid no está para retóricas, sino para batallas; es más, y como dice el cuento, no es la imagen de la batalla, es la batalla misma, espíritu que representan Sergio Ramos, Carvalho o Pepe. Con su máscara de oro acude Mourinho a las ruedas de prensa. Pero una tercera redacción le pide el rey al poeta que haga. Al cabo de otro año, vuelve éste por tercera vez ante el rey. El poema era una sola línea, que aquél susurra al oído de éste. “En el alba –dijo el poeta- me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu”. “El que ahora compartimos los dos – el rey musitó-. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres”. A los que nos gusta el fútbol sabemos que la Belleza también está en un verso convertido en el remate o los controles de Zidane, en una jugada de Messi, en el taconazo de Fernando Redondo, en el gol de Maradona. No sé cómo quedará la final de mañana,  pero sí sé cómo termina el cuento. Les recomiendo (que Dios también me perdone) que se lo lean. José López Romero.

sábado, 21 de mayo de 2011

DESTRUCCIÓN

Después de haber leído su novela “Austerlitz”, volví hará unos meses sobre W.G. Sebald con su ensayo “Sobre la historia natural de la destrucción”. Me había interesado su larga narración, por momentos de complicada lectura, sobre la Europa que había dejado atrás la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo cómo Sebald, a través del protagonista, Austerlitz,  intenta personalizar el desarraigo que sufrió una buena parte de la población europea después de la gran guerra, en especial la alemana. El núcleo fundamental de “Sobre la historia natural de la destrucción” es la serie de conferencias que Sebald dictó en Zúrich en 1997, tituladas “Guerra aérea y literatura”. Bajo este epígrafe lo que el lector se encuentra es un estremecedor relato de la masacre sufrida por una población civil a consecuencia de los continuos bombardeos llevados a cabo por las fuerzas aéreas aliadas en los últimos años de la Guerra sobre algunas ciudades alemanas (Colonia, Hamburgo, Dresde…). Toda una estrategia de aniquilamiento con base en los campos de aviación de Norfolk (Inglaterra). Incendios, escombros, masacres en los búnkers donde se refugiaba la población, pero que ya no podían resistir ante el continuo bombardeo a que eran sometidos, supervivientes que vagaban por las ciudades en ruinas, son descripciones que Sebald lejos de suavizar, transcribe con todo su horror. Pero hay una segunda parte del título de sus conferencias, quizá la que más le interesa a Sebald denunciar en su libro: la literatura. Se lamenta Sebald de que sus colegas y paisanos no fueron capaces de denunciar lo que había ocurrido: la historia del otro genocidio. Muy pocos escritores, entre ellos el gran Heinrich Böll y su novela “El ángel callaba”, se atrevieron a dar testimonio de otra historia de la infamia perpetrada por el ser humano. “El ángel callaba” se escribió entre 1949 y 1951, pero se editó por primera vez en 1992. Como dice Sebald: “El reflejo casi natural, determinado por sentimientos de vergüenza y de despecho hacia el vencedor, fue callar y hacerse a un lado”. José López Romero.

sábado, 7 de mayo de 2011

EL MAL

En “La muerte viene de lejos”, una excelente novela de José Mª Guelbenzu, la protagonista, la juez Mariana de Marco, le pregunta a modo de reflexión al capitán López si “la raza humana está evolucionando hacia el Mal”. “Eso es imposible”, le responde el capitán. Pero la juez añade: “No me refiero a sangre y crimen, aunque este siglo [se refiere al siglo XX] se ha empapado bien de sangre; también la estupidez es… ¿no le parece un auténtico mal?”. Más que la estupidez, diría yo, que también, quizá sea la ignorancia voluntaria,  consciente y alevosamente aceptada y asumida una de las representaciones o señales más evidentes de cómo la humanidad, en palabras de Mariana de Marco, va derecha al Mal, así, con mayúscula. Y ante esa carrera frenética que hemos emprendido todos hacia el abismo, ¿qué o quiénes nos pueden ayudar? Pues ahora no encuentro otra solución que poner la vista en un pasado que fue mejor, pero no por el simple hecho de ser pasado. En cualquier tiempo difícil (¿qué tiempo no lo ha sido o no lo es?), siempre hubo voces autorizadas que llamaban al rearme moral, a la puesta en práctica de unos principios y valores morales, a partir de los cuales sustentar una sociedad desorientada y cada vez más necesitada de referentes o guías. Allá por el siglo IV, época de oscuridades y grandes dificultades provocadas por las continuas invasiones de los pueblos germánicos sobre el Imperio, ya en fase de descomposición, Basilio de Cesarea, Basilio el Grande, uno de los cuatro Padres de la Iglesia Griega, escribe sus tratados morales, entre los que hoy destacamos “A los jóvenes” y “Exhortación a un hijo espiritual”. En el primero de ellos, Basilio intenta enseñarle a la juventud cómo en la literatura clásica se pueden encontrar todo tipo de consejos y modelos de virtud que deben ser referentes de vida para esos jóvenes quizá confundidos por unos tiempos que no hacían fácil la propia existencia. Pericles, Euclides y, sobre todo, Sócrates van pasando por las páginas de este opúsculo que no quiere ser otra cosa que un breve, pero denso, manual de instrucción moral; como no otra pretensión tiene el segundo librito, “Exhortación a un hijo espiritual”, aunque su atribución a Basilio ha sido siempre muy discutida. Normas de comportamiento: amor al prójimo; deseo de paz; paciencia; rechazar la avaricia; evitar la soberbia; controlar la lengua, etc. son los temas que aborda este Padre de la Iglesia. Quizá más que nunca esta sociedad de hoy, nuestros jóvenes necesiten de manuales de instrucción como los escritos por Basilio; pero más aún necesitan de profesores como Francisco Antonio García Romero, impecable editor y estudioso de la obra de Basilio de Cesarea, quien nos ofrece una cuidada edición de estos dos textos del capadocio (editorial Ciudad Nueva). Hombres buenos, personas inteligentes que ponen al servicio del bien común sus conocimientos. Así, seguro que la humanidad no corre presurosa hacia el Mal, con mayúscula. José López Romero.

sábado, 30 de abril de 2011

POESÍA

Reconozco mi fracaso más estrepitoso, sin paliativos ni paños calientes, en aquella vieja idea, que ya expuse en esta misma página hace un tiempo, de intentar convertir el almuerzo familiar en refectorio poético, a la manera del bíblico y hagiográfico de los admirables hijos de San Bruno. Mi hijo se matriculó en la carrera más difícil de la Universidad de Sevilla con tal de poner kilómetros por medio, mi hija cada vez que le tocaba la lectura del poema sospechosamente quedaba para comer con los amigos, y mi mujer leía con la misma entonación con que lee las sanciones tributarias. Un desastre. “Familia en serio peligro de desestructuración”, nos diagnosticaron, y todo por poner un poema en nuestras vidas. Y como sigo pensando que la idea no es sólo buena, sino necesaria, por pura higiene espiritual, no me ha quedado más remedio que cambiar de estrategia. Y ahora voy soltando poemas por la casa como el que no quiere la cosa. El otro día, puse dos sonetos de amor de Neruda al lado de la lista de la compra, que tenemos pegada en el frigorífico; la semana pasada antes del encender el televisor, coloqué en la pantalla los magníficos poemas que Borges dedicó al ajedrez; y entre el cristal y la mesa del salón, no falta un poema (ahora tengo “La casa” de Lina Zerón) que suelo renovar cada dos o tres días. Y lo último ha sido comprar rollos de papel higiénico con poemas impresos, curiosa e interesante forma de acercar la poesía que encontré por Internet. Así, aprovechamos el tiempo hasta en los momentos más íntimos. Pero ahora se me ha suscitado un problema meta-físico: ¿cómo voy a utilizar yo ese papel con lo que me gusta la poesía? José López Romero.

sábado, 9 de abril de 2011

INSENSIBLE

No sé si la insensibilidad que padecemos es un lamentable estado coyuntural en tiempo y en espacio (pasajero y local o nacional), o se ha extendido por la faz de la tierra, hasta convertir el planeta que a duras penas ya nos sustenta en una enorme bola de abulia, apatía y hasta parálisis emocional. Lo cierto es que ha tenido que venir un francés de 93 años para hacernos levantar de esos sillones en los que dormitan nuestras conciencias, e incitarnos a gritar “Indignaos”. Un panfleto de apenas 32 páginas en las que vuelca Stephane Hessel toda su indignación por la grave crisis económica, por los problemas sociales, por la corrupción política (¡y él vive en Francia!), pero también nos llama a la solidaridad, al respeto al prójimo, el amor a la libertad, etc. Muchos vicios y apenas virtudes de esta sociedad actual realmente enferma, para la que el grito “Indignez-vous!” se me antoja escasa medicina. Y lo más curioso del caso es que al parecer el tal panfleto ha sido un éxito de ventas en el país de la “grandeur”. ¿Insensibilidad? Lo mismo el ser humano es más contradictorio que abúlico (unos, la mayoría, indignados; y otros y otras que han perdido la dignidad). Pero no es el primer caso. Vargas Llosa en el breve pero magnífico ensayo que dedica a la obra “Opiniones de un payaso” de Heinrich Böll, también se sorprendía del extraordinario éxito que llegó a tener una novela en la que el escritor alemán denunciaba y les hacía ver a sus paisanos el coste moral y ético que les estaba suponiendo el progreso económico, y les advertía de las heridas aún sin cerrar de una sociedad todavía no respuesta completamente de los horrores del nazismo. Éxito de ventas que le llevaba a Vargas Llosa a preguntarse “¿Qué concluir de esta extraña operación en la que el severo aguafiestas es trocado, de pronto, por aquellos a quienes fulmina con sus dardos, en el rey de la fiesta?” En cualquier caso, estemos o no estemos bajo los efectos de una apatía ya alarmante, o se diagnostique como enfermedad leve de carácter pasajero, una especie de alergia propia de la crisis que sufrimos, lo cierto es que nunca hemos necesitado con más urgencia un Heinrich Böll que nos zarandee y nos ponga delante de nuestras caras, porque de otra manera lo mismo lo negaríamos, toda la miseria moral, o un Stephane Hessel con el que gritar nuestra indignación. ¿Motivos? ¿hay alguien que necesita que se los enumere? Pero mucho me temo que en este país apenas quedan escritores de la talla de un Heinrich Böll, y nuestros ancianos mucho hacen con sobrevivir en estos tiempos con la pensión que les ha quedado después de una vida dedicada a trabajar. Los escritores de tertulia y ceja no están por la labor, porque sólo les ha interesado salvar sus posaderas. El problema es que en un país de extremos, pasemos del “indignaos” al castizo, pero nada recomendable y siempre recriminable, “leña al mono que es de goma”. José López Romero.

sábado, 2 de abril de 2011

ALERGIA

Así como muchos mortales somos alérgicos a toda clase de partículas y sustancias, aquel viejo profesor de Literatura había desarrollado su hipersensibilidad al verbo “recomendar”. No se extrañen. ¿Quién no conoce a alguien alérgico al verbo “trabajar”, y entre los políticos, a los sustantivos “honradez” e “inteligencia”?. El alérgeno le venía de sus primeros años de docencia y de la denuncia que le interpuso un compañero de trabajo por daños y perjuicios por haberle recomendado un libro. Los daños, alegaba la víctima, habían sido psicológicos (le había producido un rechazo a la letra impresa), y los perjuicios, económicos, pues el libro le había costado un dineral. Y aunque en el proceso se demostró su inocencia por la inconsistencia de la denuncia (aquél era el primer libro que leía en su vida aquel compañero y seguramente fuera ya el último), el juez le conminó a no hacer más recomendaciones si no quería verse envuelto en más problemas. Y a partir de aquel lamentable suceso, cada vez que en alguna conversación entre amigos barruntaba que alguien le iba a pedir que sugiriese algún libro, le empezaba a salir un sarpullido por todo el cuerpo, sentía picores y más de una vez hubo de ir a urgencias para que le administraran un antihistamínico. Pero aquello no tenía cura, aquella alergia se le había vuelto crónica y los especialistas le habían aconsejado (ellos también en la consulta evitaban en su presencia el uso de “recomendar”), que evitase las situaciones de peligro, sobre todo en navidad y al comenzar el verano, épocas del año en que no hay revista o periódico que no incluya su sección de “libros recomendados”, y él, como profesor de Literatura, pertenecía a eso que se había dado en llamar “grupo de riesgo”. Así, empezó a desarrollar un sexto sentido para huir de las situaciones comprometidas (conversaciones, cenas, copas con amigos o conocidos) y se volvió un poco más huraño, un individuo que llegaba a comportamientos antisociales cuando de libros se trataba. Y aunque siempre iba con uno en la mano, nunca y a nadie le dejaba que viese la portada, ni siquiera su título, no fuera que los síntomas de la enfermedad se le extendieran a la simple visión ajena de lo que él leía. Harto de pasar por consultas, alguien terminó por decirle que podía mejorar con más comprensión y generosidad por su parte, y si se rodeaba de personas más inteligentes. Cuando pudo jubilarse, tomó un avión y ahora está en paradero desconocido. José López Romero.   

sábado, 26 de marzo de 2011

LOS TOROS

“-Eso digo yo -replicó Pinillos-, y si no esto, vaya, que sea una gran plaza de toros, ya que en este país son tantos los aficionados a ese espectáculo nacional. -Según eso, ¿usted se contará en el número de ellos? -¡Yo partidario de ese horrible espectáculo que repugna a los sentimientos de humanidad y filantropía! ... ¡Ver aque¬llos pobres animales, que después de prestar al hombre todos los servicios imaginables, son pagados con la muerte más cruel y bárbara!... ¡Vaya, marqués, usted me ofende con semejan¬te suposición! Felizmente -prosiguió el charlatán tomando re¬suello-, la falta de buenos toreros por un lado, y la degene¬ración de las castas de toros por otro, irán desterrando de nuestra patria este inmoral espectáculo, y trayéndonos en su vez las carreras de caballos y las luchas de boxeards. jEstos sí que son espectáculos magníficos! Ver aquellos fornidos atle¬tas cuán ligeramente se inclinan y se elevan, retroceden y ade¬lantan, retuercen sus cuerpos como culebras, mueven los brazos como las ruedas de un vapor, y descargan vigorosos rounds que, sin hacerles pestañear, les destrozan!... Y luego aquel público que, ebrio de entusiasmo, aplaude, vocifera, gesticula, atraviesa enormes apuestas, y, semejante a1 romano, aplaude fuera de sí si al caer exánime el boxer vencido, conserva aun una postura belicosa y arrogante. ¡Esto sí que es magnífico y digno de verse!.” Me he permitido empezar mi artículo con esta extensa cita porque, al margen de estilos, su contenido sigue estando de actualidad. El personaje que muestra su rechazo por la fiesta nacional, es decir, los toros, y ensalza el boxeo (“espectáculo magnífico” ver cómo se “destrozan” dos hombres), es Próspero Pinillos, joven jerezano, hijo de un honrado y rico extractor de Jerez, que vuelve a su ciudad después de haber pasado una temporada en Inglaterra (esa especie de “anglofilia militante” que, según Caballero Bonald en su novela “En la casa del padre”, debía pagar toda familia bien dedicada al negocio del vino) y, como lo califica el narrador: un charlatán. Pero estoy dilatando con premeditación el dato de la obra y el autor a los que pertenece este fragmento, porque la actualidad por polémico de su contenido nos haría suponer (al margen de estilos, como ya he avisado) que se debe a la pluma de un escritor moderno y, sin embargo, la cita procede de nuestro paisano Luis Coloma y de su obra “Solaces de un estudiante”, novelita que Coloma tenía terminada a finales de 1869 (cuando sólo contaba 18 años de edad) y a la que le había puesto por primer título “De la tierra al cielo”, aunque fue en la década de 1880 cuando la reformaría y la ampliaría. En cualquier caso, y en la suposición de que este fragmento se incluyera en la redacción definitiva, no deja de sorprendernos la vigencia de su contenido. ¿Toros? Muchos de los que rechazan esta fiesta por su crueldad, seguro que no ven con tan malos ojos que dos hombres o mujeres se peguen, se destrocen y hasta se maten en un ring. Sempiterna hipocresía. ¿Coloma? Ya lo ven, a pesar del tiempo y de los prejuicios, escritor moderno. José López Romero

viernes, 18 de marzo de 2011

NI PRIMERA, NI ÚLTIMA

No fue aquélla la primera vez ni, seguro, será la última. Hace unos días algunos medios de comunicación volvían a poner de actualidad una pequeña pero muy interesante biblioteca que allá por 1992 se había descubierto emparedada entre los muros de una casa, a la que su dueña iba a hacerle algunas reformas. El lugar de este descubrimiento: Barcarrota, provincia de Badajoz, de apenas unos 4000 habitantes y cercano a la N-435. ¿Su propietario? Se supone que fue un judío portugués que, antes de huir a su país natal por miedo a la Inquisición, prefirió el emparedamiento de los libros, antes que su quema y desaparición. Y aunque en la segunda mitad del siglo XVI, periodo en que puede fecharse la biblioteca, Barcarrota no pasaría de ser una triste aldea, perdida en la geografía extremeña, el judío no las tendría todas consigo sabiendo lo largo que a veces puede llegar a ser el brazo siniestro de la represión. Entre las joyas bibliográficas encontradas, un ejemplar de “El Lazarillo” salido de la imprenta de los hermanos Mateo y Francisco del Canto en Medina del Campo, en 1554, es decir, el mismo año en que también se editó en Burgos, Alcalá y Amberes, que se tienen como las primeras ediciones de la gran novelita de Diego Hurtado de Mendoza. Y como ya decía, no ha sido ésta la primera vez que se encuentra una biblioteca emparedada, ni será tampoco la última. Pero después de veinte años de su descubrimiento, ¿por qué ahora vuelve a la actualidad este hallazgo? Pues porque hasta hace poco no se ha podido recuperar otra de sus joyas: una nómina o sello acuñado en Roma el 23 de abril de 1551 “extraviado” y milagrosamente recuperado en cuanto la propietaria de la casa y vendedora de la biblioteca a la Junta de Extremadura, se dio cuenta del “extravío”. Los tortuosos caminos de la desaparición y posterior resuperación de esta pieza son, como los de Dios, inextricables, y su detalle se lo ahorramos al lector. Valga, haciendo un apresurado resumen, como conclusión que un alto cargo de la política nacional “se lo llevó a su casa”. Y ustedes se preguntarán ¿pero hay políticos que sepan de joyas bibliográficas? De todo hay en la viña del Señor, y más si son “regaladas”. Yo me permitiría añadir a modo de augurio: ni ha sido ésta la primera vez, ni será, seguro, la última. José López Romero





viernes, 11 de marzo de 2011

ESCRITOS GASTRONÓMICOS

Al Doctor Thebussem, seudónimo tras el que se escondía el hidalgo asidonense Mariano Pardo de Figueroa (1828-1918), debemos, amén de una profusa colección de artículos que encendieron la mecha del cervantismo en España, del inicio en nuestro país de los estudios sobre historia postal, filatelia y exlibrismo, la dignificación de la gastronomía como tema literario. Siempre provocador, en 1876 dirigió una carta pública titulada “Jigote de lengua” al Jefe de las Cocinas Reales censurando el formato y redacción de las listas de comida de Su Majestad, y sugiriendo la necesidad de que apareciera en ellas un plato nacional. El asunto, considerado baladí por muchos e interpretado por otros como una grave falta de cortesía hacia el rey Alfonso, agradó sin embargo a éste, que pidió a su amigo José de Castro y Serrano (“Un cocinero de Su Majestad”) que invitara a Thebussem a iniciar una polémica en la prensa para su deleite personal y para mayor aprovechamiento de todos. Las epístolas cruzadas entre Castro y Thebussem marcaron el referente del buen gusto en la mesa y la cocina del momento. Refugiándose en su fingida nacionalidad alemana, el Doctor aprovechó para analizar la relación de los españoles con la comida (desconocimiento de la verdadera alimentación, falta de higiene en las cocinas, malos hábitos…) y para celebrar la calidad de los productos y la variedad de guisados existentes. Castro le animó a dirigir una campaña para promover una “cocina nacional”, previa recopilación de las recetas más significativas y catalogación de los manjares más característicos, asunto que atraía al asidonense pero que consideraba casi irrealizable. Cuando Thebussem viajó a Madrid en el invierno de 1887 para preparar la edición de La mesa moderna, que reuniría los comentados artículos y algún otro –como “Los alfajores de Medina Sidonia”, por el que había sido nombrado miembro de la Sociedad de Gastrónomos y Cocineros de Londres–, las mejores mesas y casas de la Corte se disputaron su presencia, y se le premió con el título de Presidente de la Sociedad del Arte Culinario de Madrid. En el libro que presentamos (editorial Renacimiento, 2011), Jesús Romero Valiente, natural también de Medina Sidonia, doctor en Filología y desde hace muchos años profesor de Latín en el I.E.S. Padre Luis Coloma y conspicuo investigador de variados asuntos de su pueblo, nos ofrece una selección de otros escritos gastronómicos de Thebussem, menos conocidos pero no por ello menos jugosos. “Montiño y Gouffé”, “Cocinero y santo”,  “Juan de la Mata”… son más que reseñas bibliográficas; en “Ajilimójili” se funden Gastronomía y Lingüística; respuestas a consultas sobre recetas, usos culinarios, etiqueta en la mesa o historia de la cocina son “Pelitriques”, “Arrepápalo”, “Con dos dedos”… “Leyes y cañas” se refiere al modo de tomar la manzanilla, y “Los Gippinis”, a un pleito que enfrentó al pastelero gaditano Domenico Gippini con el Ayuntamiento de Jerez. Dotado de finísimo humor, Thebussem ilustra sus escritos con chascarrillos y anécdotas, y a veces lo culinario se convierte en pretexto para desarrollar sabrosos cuentos, como “Pastel de bonijo” o “Sopas de ajo”. José López Romero.

sábado, 5 de marzo de 2011

CITAS

Cada vez que se ponía a leer, no le faltaba a mano un lápiz con el que iba subrayando algunas frases. Había quien ya llegaba a pensar que sólo leía para subrayar esos breves fragmentos que después pasaba con escrupulosidad oriental a su ordenador portátil. Tenía en el escritorio varias carpetas abiertas cuyos nombres respondían a otros tantos temas, algunos tan universales como el amor, el dinero, la muerte, la amistad; pero otros eran más intrascendentes, asuntos de actualidad, de pervivencia efímera. Pero a la tecnología, añadía procedimientos más artesanales, y siempre se acompañaba de una libretita en la que tenía anotadas las frases más felices, las clásicas y las universales, las conocidas por todos pero también las más originales; en definitiva, aquellas perlas que le garantizaban el éxito social fuera la situación que fuera, ni importaba el contexto para decirlas ni falta que hacía. Y cuando las lecturas no lo abastecían de las citas necesarias, de inmediato se conectaba a Internet, ponía en su buscador el tema o los autores de cabecera y en sus páginas encontraba, seguro, ese buen ramillete de frases que perseguía. Antes de una comida con amigos o de empresa, o de una fiesta, mientras su mujer terminaba de arreglarse, él encendía el ordenador, ponía encima de la mesa la libreta e iba memorizando las veinte frases de la noche que, de una manera u otra, largaría a sus interlocutores. Pero antes de aquel ceremonial, se había informado con todo detalle de la lista de invitados y había hecho previamente una buena selección de citas, con las que al tiempo que quería agradar, lo importante era quedar elegante. Por su cabeza paseaban Óscar Wilde (un verdadero clásico en esto de citar), Montesquieu, algún que otro filósofo ocurrente (entre su repertorio no faltaba algo de Pascal o de Descartes), algunos escritores alemanes (Goethe era siempre un seguro de éxito) y últimamente había incorporado a Coetzee, cuyo premio Nobel lo avalaba, y entre los hispanos Borges no tenía todavía igual. Notaba que de un tiempo a esta parte los clásicos grecolatinos, Shakespeare y los escritores áureos empalagaban un poco a su auditorio; alguna mueca de hastío había observado en la última cena cuando citó dos versos del “Othelo” que se había aprendido un poco antes de salir de su casa. Pero aquella noche, cuando el matrimonio se preparaba para otra cena en casa de unos amigos, el ordenador no le encendía y no encontraba la libreta, entonces se fue para la cocina y se tomó una cerveza y una ginebra doble porque esa mezcla era el recurso recomendado por Dickens -¡huy, otra cita!- a quienes están a punto de suicidarse. José López Romero.

viernes, 25 de febrero de 2011

PROPIEDAD

“¿Qué le parecería al terrateniente que a los setenta años de su muerte sus tierras pasaran a ser “del dominio público” y ya no pudieran seguir heredándolas de generación en generación sus descendientes?... ¿Qué al panadero que ese fuera el destino de su panadería, al empresario el de sus empresas, al propietario de inmuebles el de sus casas, … el de sus objetos al coleccionista?... La pregunta es retórica: les parecería una expropiación póstuma, una confiscación, una requisa, un atropello a los muertos… Lo que no me parece bien es que las cosas no sean así en general, y sí lo sean, en cambio, para los escritores y músicos.” Argumenta Javier Marías en su artículo “El escritor como estorbo”, que recojo de su volumen “Literatura y fantasma” (Debolsillo, 2007). Y aunque el texto es de 1999, supongo que ya por esas fechas habría empezado o estaría en pleno fragor la guerra de las copias, la piratería audiovisual y, en consecuencia, el ínclito Teddy Bautista erigido en azote de bodas, bautizos y verbenas populares, en su libidinoso afán recaudatorio. Y todo para que él se permita vivir en un chalet principesco, disfrute de un sueldo y una posterior pensión de yo no sé cuanto miles de euros, según hemos sabido hace poco por los medios de comunicación. Pero vayamos a los argumentos y reivindicaciones de Javier Marías. Puestos a comparar, en apariencia no le falta razón al excelente novelista; pero hay en sus quejas un punto grueso de sofistiquería. Porque todo bien mueble o inmueble que no está en venta, sigue perteneciendo a su propietario, pero si éste decide venderlo, percibe un precio por él y deja de pertenecerle. ¿O es que el terrateniente si vendiese sus tierras seguiría disfrutando de su propiedad?, y lo mismo el panadero, o el empresario, o el coleccionista, si ponemos los mismos ejemplos que aduce Marías. ¿Qué hace un escritor o un músico si no es vender sus creaciones? Y no sólo recibe parte de la recaudación de sus ventas, sino que antes muchos de ellos ya han percibido una cantidad previa por el libro o por el disco, más los setenta años de derechos de autor que la ley les garantiza. ¿Mal negocio que el libro o la canción no les pertenezca de por vida e incluso puedan vivir de ellos hasta sus nietos? Pues no los venda; que sus descendientes sigan disfrutando con la lectura o con los acordes de sus creaciones, como hace el pintor con sus cuadros o el coleccionista con sus objetos, si no los pueden vender. Pero una vez vendidos, a éstos ni siquiera les queda el consuelo de las reediciones o los setenta años de derechos de autor. Que la piratería, las descargas masivas, etc., son uno de los grandes males que sufren la música, el cine y otras manifestaciones artísticas es indudable, y que tire la primera piedra el que esté libre de pecado, pero mucho me extraña que con tanto dinero en juego las grandes empresas no haya inventado programas o filtros contra las descargas. ¿No les interesa o prefieren pagar bien a perros de presa como Teddy Bautista para que pongan multas en las fiestas? Y ya de camino que mire si hay alguien fumando. José López Romero.


sábado, 12 de febrero de 2011

VENENOSO

Últimamente suelo, antes de escribir estos artículos, coger un frasquito de cicuta que tengo guardado en uno de los cajones de mi mesa y, con la solemnidad de una ceremonia religiosa, me embadurno las yemas de los dedos con el veneno, como otros se pintarían las uñas. Una vez realizada la operación, me dispongo a aporrear el teclado de mi sufrido ordenador. Así me salen los dichosos articulitos. A veces creo notar, cuando el tono empieza a agriarse, como una resistencia en las teclas y las letras tardan más en salir en la pantalla, como si este aparato me estuviese avisando de que quizá me haya pasado en la dosis; pero también a medida que me voy calentando, noto que mis dedos son más rápidos y percuten en las teclas con más vigor, como si quisieran más que proyectar las palabras, grabarlas en negro sobre blanco. Sin duda que el veneno es un complemento perfecto para ciertas labores, una especie de motivador que desentumece cuerpo y mente, un a modo de bebida que en lugar de dar alas, genera en tu interior una sobredosis de mala leche. No hace ni dos minutos que me he sentado en la silla, delante del ordenador e iba a proceder a la ceremonia, iba a sacar el botecito y a extenderme una buena capa en los dedos ya dispuestos a la tarea. Hoy tenía ganas de escribir sobre algunos historiadores de Jerez, pero no merecen ni una gota de mi cicuta, o sobre política (ya noto cómo mis dedos van adquiriendo más velocidad), o sobre viejas instituciones culturales ancladas en un siglo que ya nadie recuerda, o de las mentiras y  de los mentirosos, o sobre la literatura de usar y tirar. Pero quizá tenga el día tonto y he cambiado de idea. No me interesa gastar mis pequeñas dosis de veneno en temas que ni me interesan ni merecen la pena que nos interesemos por ellos, no son tan importantes. Prefiero ponerme a leer “Respiración artificial” de Ricardo Piglia, o echarle un vistazo a algunos capítulos de “La biblioteca de noche”, de Alberto Manguel, cuya lectura tanto me gustó, o leer algunos poemas de Quevedo. Pero nunca me he mojado el dedo en la boca para pasar las páginas de un libro (buena lección la que aprendimos de “El nombre de la rosa”). Que hoy no me apetezca escribir, no quiere decir que me chupe el dedo. José López Romero.

sábado, 5 de febrero de 2011

EL CALLEJÓN DEL GATO

Si a algún amigo o conocido, en un acto de temeridad, se le ocurriera pedirme que le sugiriera una novela que recree la Roma imperial y la figura de Julio César, yo no dudaría (con permiso de mi amigo Juan Cienfuegos) en aconsejarle “Los idus de marzo” de Thornton Wilder. Novela que, además, tiene como interés añadido su estructura epistolar; cartas por las que vamos conociendo la psicología de los personajes, sus preocupaciones, deseos, sentimientos, etc., y entre los que destaca el poeta Catulo. Pero si ese amigo o conocido, en un ataque de imprudencia manifiesta, persistiera con terquedad en más sugerencias, le aconsejaría el drama de Shakespeare “Julio César” y, en especial, el discurso de Marco Antonio ante la plebe de Roma (magnífico Marlon Brandon en la película de Joseph L. Mankiewicz), o el capítulo dedicado a Cicerón en “Momentos estelares de la humanidad”, de Stefan Zweig. O incluso, si sólo se trata de entrar en contacto con los héroes clásicos el “Coriolano” del mismo Shakespeare. Porque de eso tratan las grandes obras que hemos señalado, de héroes, de hombres grandes que supieron estar más allá de la altura a la que su tiempo les exigía. Y no otra intención tuvieron Wilder, Shakespeare, Zweig y tantos otros escritores, sino poner de relieve, ante la admiración de los lectores, la grandeza de aquellos hombres convertidos en héroes. Como son, por otra parte, el Ulises de la “Odisea”, o el Eneas de Virgilio. Pero ya Valle-Inclán se encargó a principios del siglo pasado de transformar heroicidad en mezquindad, grandeza en miseria. Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos del callejón del Gato dan el esperpento: visión degradada de la realidad, transformada con matemática perfecta de espejo cóncavo, cuyos héroes son fantoches y peleles, como don Latino de Hispalis. ¿Cómo, si no es a través de los espejos cóncavos, pudimos leer las entrevistas realizadas a cargos provinciales y nacionales y publicadas en este mismo Diario (véanse domingo 16 de enero y sábado 29 de enero)? Se palpaba en las respuestas de ambos personajes el desprecio por los más básicos principios de democracia, justicia y honradez propios de políticos resabiados y reservones que se refugian en tablas, agachan la cabeza y escarban en los asuntos tenebrosos, no para destaparlos, sino para echarles más tierra encima. Hace ya demasiado tiempo que algunos políticos, lejos de ser héroes, no están ni siquiera a la altura que les exigen los tiempos y los ciudadanos; hace ya demasiado tiempo que la realidad política de nuestra tierra ha pasado por los espejos cóncavos del callejón del Gato, y sólo refleja seres mezquinos y degradados. Yo, como aquel que se acercó a César, les advertiría “guárdense de los “idus de mayo”. José López Romero.

sábado, 29 de enero de 2011

LIBRO/S

Esta mañana, cuando me disponía a sacar por primera vez de paseo a mi recién adquirido y flamante ebook, noté como un murmullo entre los anaqueles de mis estanterías repletas de libros; creí ver hasta algún movimiento. Murmullos que fueron creciendo de intensidad y en nitidez a medida que le iba poniendo su funda (de estreno) y comprobaba la carga de la batería. “Pues a mí sólo me sacaba para ir al médico”, oí el comentario a mis espaldas procedente de “Rabos de lagartija” de Juan Marsé. “¡Y cuántas veces lo he acompañado yo a recoger a los niños!”, sentí el reproche de “Sigismondo”, una magnífica novela de Alberto Cousté. “Pues a mí me llevó a la playa varias veces el verano pasado”, dijo unos “Cuentos” de Bolaño, “pero ni me metió en una fundita como a ése. Dejó que me entrara la arena, y ni me sacudió después. Y ahora todavía sufro en mis páginas algunos arañones”. Yo seguía en silencio haciendo mis comprobaciones de rigor: los libros que tenía cargados en el aparato y los que me dedicaría a leer en una soleada y bien templada mañana  de invierno que ya anunciaba la primavera. Sin embargo, aquellas voces se hacían oír cada vez más exaltadas y, a fe, que los movimientos en las estanterías no parecían fruto de mi imaginación. “¡A saber si en esos inventos del demonio, en vez de un humilde pícaro –recelaba Lázaro- me han convertido en un promotor inmobiliario o, peor aún, en un político”; “Pues yo no me atrevo ni a hablar –decía la  Melibea de  la excelente edición de Crítica, llena de notas por todas partes-; con mis antecedentes lo mismo soy en ese aparato infernal famosa y me gano la vida en las tertulias de la tele contando mis amores con Calisto”. Y así, fueron levantándose voces por aquí y por allá, hasta que cerré la puerta tras de mí. Con el ebook fuera de sus vistas, lo mismo se apaciguaban. Pero mucho me temo que la cosa va de guerra. Cuando he vuelto, los libros parecían organizados de otra manera  de como estaban, parecían ordenados de mayor a menor. Pero lo peor es que cuando he dejado el ebook encima de la mesa, he visto cómo le susurraba algo al ordenador y de inmediato se ha acercado a un disco duro externo y a una cámara digital. “Estos no nos duran ni dos telediarios”, he oído que les decía con el desprecio pintado en su reluciente pantalla. José López Romero. 

sábado, 22 de enero de 2011

MORALIDAD

“El fundador de Wikileaks, Julian Assange, ha firmado un contrato para publicar su autobiografía que le permitirá ganar más de un millón de euros”, leo en la prensa de estos días. La verdad es que fue enternecedor ver en los medios de comunicación las manifestaciones que espontáneamente (¿?) se hacían en las calles de las grandes ciudades, cuando lo apresaron, en defensa de este nuevo héroe de la verdad por haber publicado realmente tres obviedades, cuatro evidencias y alguna que otra opinión que ya suponíamos. Con respecto a España, la diplomacia norteamericana tiene mucho mejor concepto de nuestros políticos que nosotros mismos (¿astuto Zapatero? Seguramente lo calificarán así por la rapidez con que reaccionó a la crisis). En esto, como en tantas cosas, los americanos tienen un conocimiento de la realidad que pasa inevitablemente por sus ombligos. Pero no olvidemos que a Julian Assange, este adalid de los que se sienten engañados por la globalización lo han metido en la cárcel acusado de dos supuestas violaciones. En una sociedad que condena hasta sin el más mínimo respeto por el principio de presunción de inocencia a los maltratadores, las dos supuestas violaciones cometidas por Julian Assange parecen pecadillos veniales en comparación con el enorme beneficio que le ha reportado a toda la humanidad su Wikileaks y sus obviedades y perogrulladas. Ahora, y quizá desde la celda de una cárcel, en la que permanecerá por poco tiempo, escribirá sus memorias, ¿contará en ellas cómo agredió sexualmente a las dos mujeres que lo acusan? Seguramente se excusará en que eran mujeres fáciles y consintieron, y lo perdonaremos. Estos detalles no son más que esas pequeñas hipocresías que nos podemos permitir de vez en cuando, como si fueran esos caprichos o pequeños lujos por los que nos salimos de nuestro presupuesto moral. No de otro modo podemos entender las declaraciones del escritor Dominique Lapierre, que ya se hiciera célebre por sus libros escritos al alimón con Larry Collins (“¿Arde París?; “Oh, Jerusalén”), y ya en solitario con obras como “La ciudad de la alegría”, ambientada en los barrios marginales y miserables de Calcuta. Lapierre vivió sin duda la miseria espantosa que describe en su libro, no como esa India o África de cartón piedra que vemos en las revistas del corazón cuando le hacen un reportaje a algún famoso. Pero a pesar de esa miseria, el señor Lapierre vive en un castillo en la Provenza francesa, en cuyo cementerio quiere ser enterrado y que escriban sobre su tumba: “Dominique Lapierre, ciudadano de Calcuta. Todo lo que no se da, se pierde”. Lapierre ha sabido construirse en su castillo esos muros que lo defienden de la miseria y le hacen ciego y feliz. Es su pequeña hipocresía, se la puede permitir, como algunos se la permiten con Julian Assange, mientras medimos con toda nuestra severidad otros comportamientos. La gestión de nuestro presupuesto moral está claro que es manifiestamente mejorable. José López Romero.

sábado, 15 de enero de 2011

Buenos deseos

- “Father, el primer diíta de trabajo - el diminutivo en mi hija es síntoma inequívoco de esa fina ironía heredada de su madre, una santa- lo ocuparéis en besitos, abracitos -¡dichosos diminutivos!- que si felicidades por aquí, que si mucha paz por allí… es decir, mucho cuento y poco trabajo”. – “Niña, -tuve que ponerme serio- en el trabajo, los saludos de rigor, el feliz año nuevo y a las trincheras”. – “Sí, sí… ni que Gladiator y su fuerza y honor”. A pesar de las impresiones de mi hija, la verdad sea dicha no hace ni dos días, como quien dice, que le hemos echado el cerrojo a otra Navidad y esos buenos sentimientos que estas fiestas suelen despertar empiezan a enfriarse, y apenas quedan rescoldos de esos deseos de paz, amor, prosperidad que nos pedimos los unos para los otros; quizá algún rezagado que se incorpora tarde al trabajo, aún recibe nuestra felicitación ya a estas alturas consecuencia o manifestación más de nuestra cortesía que de un sincero y ya efímero deseo, tan efímero como los días de vacaciones. Quizá para recuperar el ánimo, acabo de releer el discurso que Mario Vargas Llosa pronunció en la entrega del Nobel, en el que vuelve sobre su idea de la literatura (que ya expusiera en el prólogo a su libro “La verdad de las mentiras”) como creación de esos sueños tan necesarios para el ser humano, sin los cuales no seríamos capaces de transformar la realidad. “Por eso -termina Vargas Llosa su discurso- tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible”. Sin duda, el discurso de don Mario es un canto a la esperanza, a la confianza en la humanidad que lee. Pero también hay pasajes en los que levanta la voz de alarma contra formas de intolerancia como son los nacionalismos, que contrapone al proceso de transición en nuestro país, y que no podemos por menos que comparar con la imagen de la Barcelona de la década de los setenta (en la que vivió por cinco años), una ciudad que “se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría”. ¨¿Paz, prosperidad, felicidad? ¡qué pronto se nos olvidan los buenos deseos! Con la misma rapidez con que de nuevo desconfiamos del prójimo, y albergamos muy pocas esperanzas en el bien de la humanidad. Por eso, después de leer el discurso de Vargas Llosa, me he sumergido en las páginas de la biografía de José Fouché (el genio tenebroso), que escribiera Stefan Zweig, para darme un baño de pesimismo y desencanto, el mismo pesimismo que me entra cuando leo noticias de Barcelona, hoy nido de tanto Fouché, políticos sin escrúpulos, intrigantes y amorales en esta España de la democracia, y en otro tiempo ciudad que fue, en aquellos estertores de la dictadura, la capital cultural de España y donde se respiraban los aires de libertad. José López Romero.