Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 29 de octubre de 2011

MEDINA SIDONIA Y LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

Aunque ustedes, amables lectores, no se lo crean o tengan serias dudas de la veracidad de mis palabras, hay personas (existen todavía, lo juro) que prestigian cuanto hacen porque desempeñan su trabajo con profesionalidad, dedicación, voluntad y esfuerzo, a veces sin esperar recompensa alguna, ni siquiera el calor del elogio ajeno, y de remuneración económica ni hablamos. No sé ustedes, pero yo tengo la suerte de contar entre mis amigos a un pequeño pero excelente grupo de estas personas, quizá porque en nuestra profesión, tan zarandeada socialmente, se mira sólo lo que interesa y no se quiere mirar, no vaya a ser que lo tengan que reconocer, el trabajo que en silencio hacen muchos profesionales. A este grupo pertenece Jesús Romero Valiente, quien desde las aulas del I.E.S. Padre Luis Coloma, como profesor de Clásicas, y como sesudo investigador prestigia ambas labores. Fruto de su dedicación al Latín es su tesis doctoral, la edición del poema latino “De militia Principis Burgundi” de Álvar Gómez de Ciudad Real, publicada por el Instituto de Estudios Humanísticos de Alcañiz en 2003. Pero esta faceta investigadora siempre silenciosa pero rigurosa de Jesús Romero no acaba en los límites del Latín, los últimos frutos de ésta los ha dedicado a Medina Sidonia, ciudad de la que se siente un hijo bueno y agradecido. Los “Escritos gastronómicos del Dr. Thebussem”, publicados por Renacimiento en febrero de este mismo año, junto con empresas culturales, como la asociación Puerta del Sol y su revista de literatura e historia, son también frutos de su inquietud y de ese trabajo serio, paciente y esforzado que caracteriza a nuestro amigo. Y como no podía ser de otro modo, Jesús Romero acaba de publicar “Medina Sidonia durante la guerra de la Independencia”. Dos voluminosos tomos resumen la labor de investigación que durante tres años ha llevado a cabo; una labor para la que se ha enclaustrado en archivos y bibliotecas, rastreado y consultado una inmensa bibliografía, y para la que ha invertido su tiempo libre, el que le ha dejado su trabajo en las aulas, al que ha acudido con la misma profesionalidad con que acomete sus investigaciones. Un exhaustivo y detallado análisis el que nos ofrece Jesús Romero del impacto que para Medina supuso la invasión de las tropas napoleónicas y la posterior guerra por la independencia, que comienza con una descripción del estado de la ciudad en 1808, para pasar a la proclamación de Fernando VII y de aquí a los primeros meses de la ocupación francesa. La obra termina con el final de la guerra y los días de la constitución de Cádiz. A la documentación pormenorizada y el dato preciso se acompaña al final del segundo volumen una colección de ilustraciones que representan rincones emblemáticos de Medina y sus alrededores, mapas y planos, retratos de los personajes más significativos y, sobre todo, láminas de escenas de la guerra y del ejército napoleónico que debemos al propio Jesús Romero, otra faceta en que también destaca nuestro compañero. Una obra digna de su autor. José López Romero.   

sábado, 22 de octubre de 2011

COMPARACIÓN

No soy lector de un solo libro. No puedo. Por eso siempre tengo encima de la mesa un mínimo de tres y un máximo de cinco que voy cogiendo según el tiempo de que dispongo, el ánimo en que me encuentro, el interés que me han despertado, etc. Tampoco me limito a un género ni una época literaria; es más, intento en lo posible que en ese número quepan todas las opciones: clásicos y modernos, novela y poesía, que combino con teatro, ensayos, etc. Así, al cabo del año (tengo anotadas escrupulosamente todas la lecturas que hago), me permito hacer un balance de mis lecturas, que siempre termina por ser insatisfactorio, porque un lector sin remedio querría duplicar el tiempo dedicado a la lectura para poder abarcar mucho más de lo leído. Y por mucho que uno quiere hacerse una sistemática lista previa, ésta se te viene abajo por una recomendación, una urgencia, un capricho de última hora o un regalo. Pero la elección ya arbitraria o caprichosa, o incluso obligada tiene también su punto positivo. Con el trasiego de libros por mi mesa, me he ido dando cuenta de que así como muchos tienen un tiempo determinado de lectura (a veces cometo el error de leer un libro de invierno en verano y su lectura resulta un verdadero suplicio), también me he fijado en que la edad marca el momento de un libro (algunos libros que leí con dieciocho años ahora seguramente se me caerían de las manos). Pero llevo ya un cierto tiempo observando que en la simultaneidad de la lectura, en la comparación (siempre odiosa) algunos libros se van engrandeciendo, mientras que otros se empequeñecen. Quizá esos mismos libros leídos en simultaneidad con otros o sin posible comparación, no habrían cambiado de tamaño o hubiesen sufrido inversa transformación. Me ha pasado esto últimamente con “La soledad era esto” de Juan José Millás que al leerlo al mismo tiempo que “Rabos de lagartija” de Juan Marsé, éste se ha ido agigantando del mismo modo que aquél ha ido menguando, lo mismo podría decir de “La sonrisa etrusca” de José Luis Sampedro en comparación con “Brooklyn Follies” de Paul Auster. Se me puede objetar que es cuestión de estilo, temáticas diferentes, etc., etc. Pero les invito a que lo comprueben por ustedes mismos. No hay color. José López Romero.

sábado, 15 de octubre de 2011

LITERATURA Y REALIDAD

En la literatura, desde que tiene fe de vida, la realidad ha sido uno de sus componentes más elementales, en una proporción que a veces marcan las épocas o los movimientos literarios, y otras los propios autores. Y no me estoy refiriendo sólo a esa corriente costumbrista que aunque localizada en determinados siglos, cruza toda la historia de la literatura. ¿Cómo si no entender las comedias de Plauto o el mismísimo “Lazarillo”, manual de vida de aquella sociedad de parias y hambrientos que fue forjando el imperio desde su mismo origen?. No haría falta acudir a los costumbristas del siglo XVII como A. de Rojas Villandrando (“El viaje entretenido”) o J. de Zabaleta (“El día de fiesta por la mañana y por la tarde”) para reconstruir, si documentos nos faltaran, el pasado de aquellos españoles del seiscientos, porque con las novelas picarescas y el teatro clásico lo podríamos perfectamente hacer; y de la misma manera lo haríamos en el XIX con las novelas de Galdós o de Clarín, o incluso del padre Coloma sin necesidad de echar mano de los grandes escritores costumbristas decimonónicos (Mesonero Romanos, Estébanez Calderón, Larra). Y con más argumentos defenderíamos nuestra tesis si nos referimos al siglo XX. Y viene todo esto a cuento porque al leer “Tardes del Alcázar. Doctrina para el perfecto vasallo” que escribiera a principios del siglo XVII el onubense afincado en Sevilla Juan de Robles, su editor, Antonio Castro, cuya pericia filológica ha demostrado suficientemente con los trabajos dedicados al escritor renacentista Pedro Mexía,  nos llama la atención sobre el valor documental de la obra; valor que se observa en la inclusión en el diálogo que sostienen los dos protagonistas, el licenciado Sotomayor y Don Juan de Guzmán, de anécdotas sucedidas en la Sevilla de la época o datos biográficos de personas, como Rodrigo Castro y Fernando Niño de Guevara, cardenales de Sevilla a los que sirvió en calidad de secretario Juan de Robles, que tuvieron su importancia en la vida de una ciudad que disfrutaba por aquellos tiempos de su mayor esplendor y pujanza. ¿Cómo podríamos conocer si no lo cuenta Robles en su obra que Fernando Niño hubo de prohibir la procesión de la Hermandad de los Negritos porque “los cofrades aprovechaban el anonimato que les proporcionaba el hábito de nazareno para manifestar la inquina que guardaban contra sus señores”? Comenta Don Juan de Guzmán: “… y como todos ivan con capirotes, huvo esclavos que dieron (a río buelto, como suele dezirse) muy gentiles palos a sus amos”. La mano experta de Antonio Castro nos va acompañando por su cuidada edición de “Tardes del Alcázar” para hacernos ver que la obra de Juan de Robles traspasa los límites de un manual de comportamiento del buen vasallo, para convertirse en un testimonio de su tiempo, no sólo por las anécdotas en ella incluidas, sino porque la literatura en cualquiera de sus manifestaciones no deja de ser fruto de la época en que se escribe y en ella ésta sin duda se refleja. José López Romero.

sábado, 8 de octubre de 2011

GAUDEAMUS IGITUR

“No hay nada tan desnudo como los ojos de los seres humanos”, dice un personaje de “La flecha del tiempo” de Martin Amis (¡cómo se empeñan algunos escritores y sus novelas en complicarle la vida al sufrido lector!), frase que en modo alguno se refiere, aunque alguna relación tiene con ese aparatito (“no más grande que un receptor de radio”) que nos describe Arturo Roa Bastos en su obra “El fiscal”, uno de los más eficaces y sofisticados artilugios de tortura utilizado por la Técnica, policía secreta en la dictadura paraguaya del general Stroessner, el “tiranosaurio”, “se trataba de un proyector de enceguecedores rayos blancos e infrarrojos que queman las retinas y produce atroces dolores y perturbaciones en el cerebro al mismo tiempo que una parálisis completa del cuerpo y del sistema respiratorio”. Pero una cosa es la indefensión de nuestros ojos ante cualquier ataque o, peor aún, cruel tortura, y otra muy distinta es esa mirada limpia que sólo los niños tienen, aunque cada vez la van perdiendo a edad más temprana. Una variante adulta es la expresión “creía haberlo visto todo ya, pero…” con la que expresamos nuestra infinita capacidad de sorpresa o asombro, porque este mundo nos depara nuevos acontecimientos que despiertan ese fondo inocente que creíamos ya agotado. Les pongo en situación. Acto solemne de despedida de una promoción de universitarios que acaban de terminar sus carreras. Impresionante auditorio lleno hasta la bandera de jóvenes felices y no menos felices familias; como impresionante era el escenario en el que se ubicaba la mesa presidencial, donde se codeaban, literalmente, autoridades políticas (¿qué hacían allí?), académicas y profesores. Y el comienzo no pudo ser más ilustrativo de lo que le esperaba al paciente e ingenuo público: el discurso del representante de los alumnos, por cuya edad ya le habría dado tiempo a terminar dos licenciaturas y un doctorado, fue un acabado prodigio de retórica en el que lo más refinado fue el “¿cómo están ustedes?” inicial, en consonancia con su atuendo de progre indignado contra el protocolo y el buen gusto. Pero el postre fue el señor decano. Bajo la apariencia de figurante en el banquete nupcial de los Corleone o de cantante de verbena estival napolitana, repartió mieles a una autoridad en avanzado estado de descomposición política y hieles reivindicativas a la representante  del gobierno municipal; ni las mieles ni las hieles venían a cuento. Lo mejor, los discursos de los propios alumnos; unos, con mucha gracia, otros, ajustados al academicismo del acto, y sobre todo, el homenaje sincero y cariñoso de los universitarios a una profesora que se jubilaba. Lo demás, para olvidar. Una tortura para los ojos (y que me perdone Roa Bastos), un insulto a la inteligencia y un desprecio supino al decoro que exigía la solemnidad del acto y que se debían exigir a sí mismas aquellas autoridades por las instituciones que representaban. Una universidad que hace cateta esta banda de patanes. Natalio Benítez Ragel.