Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 26 de enero de 2013

TIERRA Y DESTINO


¿Qué lector no ha echado sus primeros dientes con la literatura de aventuras? ¿Por qué se recomienda, y a las declaraciones de grandes escritores me remito, tan vivamente los clásicos del género como lecturas apropiadas para cualquier edad, tiempo y espacio? Y si las aventuras se desarrollan en paisajes bélicos, ya no falta ningún ingrediente para que la novela sea cuando menos interesante y, sin duda, entretenida. Y éstas son las cualidades que atesora esta ‘Tierra y destino’, novela escrita a cuatro manos, lo que le añade un punto más de dificultad, a las que habría que sumar una bien hilvanada trama narrativa, logradas descripciones y unos personajes que representan lo que todo lector espera de este tipo de literatura. Sin que falten tampoco los tópicos y escenas consustanciales al género, que podrían haberse matizado. En ‘Tierra y destino’ son las guerras carlistas el fondo sobre el que se proyecta la trama narrativa; guerras que marcaron buena parte de nuestro siglo XIX. Y es la línea que divide Extremadura y La Mancha el marco geográfico donde se desarrollan los acontecimientos que terminan desembocando en el enfrentamiento del ejército carlista con las escasas fuerzas isabelinas. Soldadesca, ambiente militar al que se incorporan en la narración las partidas de facciosos y bandoleros, con sus jefes al frente, sobre todo Mariano Santos y la participación, como no podía ser menos en el bando carlista, de don Salvador, cura y tío de Santos. Pero en la novela son dos los personajes que se destacan, dos veteranos militares, el húsar Louis F. D’Armagnac, y el coronel británico Arthur de Flinter que, como aquellos duelistas de Conrad (un clásico del género de aventuras), comienzan su feroz enemistad, que no es más que cordial admiración, en la Guerra de la Independencia española, y que el destino los une de nuevo, veinticinco años más tarde, para combatir juntos. ‘Tierra y destino’, J. Berrocal y A. Castro Sánchez. Ed. Carisma, 2012. José López Romero.

sábado, 19 de enero de 2013

DIPLOMACIA


“Ahora un político manda más que un diplomático”, leo en una entrevista que le hacen a Inocencio Arias, uno de esos diplomáticos históricos del siempre elitista cuerpo de funcionarios al servicio del Estado, y cuya dilatada experiencia le hacen merecedor de toda nuestra credibilidad. Y de inmediato se me vino a la cabeza uno de los famosos chistes de Chiquito de la Calzada (perdone el lector la cita de autoridad), aquél del concejal de Cuenca. ¿Manda más un  concejal de Cuenca (con todos mis respetos) que el embajador de España en la O.N.U., por ejemplo, cargo que desempeñó I. Arias durante varios años? Seguramente sí, porque en sus respectivas parcelas de poder, el político es amo y señor, apenas debe rendir cuentas a nadie de los desmanes que perpetra (cada día nos desayunamos con nuevos casos de corrupción), mientras que el diplomático sí tiene que responder ante el ministro de asuntos exteriores de su trabajo. Pero no cabe duda de que muy lejos quedan ya aquellos tiempos en que los reyes nombraban a sus mejores hombres, los más cultos y valiosos para desempeñar las labores, refinadas y siempre intrigantes, de embajador ante las cortes extranjeras. Sin Andrea Navagero (es un tópico de la historiografía literaria) no se hubieran introducido en la lírica castellana las estrofas y los metros italianos, entre ellos el soneto y el endecasílabo, sin los cuales la historia de nuestra lírica sería muy distinta. La famosa conversación en Granada que mantuvo con el gran poeta barcelonés Juan Boscán se considera el inicio de aquella revolución en la poesía española, cuando había acudido Navagero en calidad de embajador de Venecia ante la corte de Carlos V cuando éste celebraba sus bodas en la ciudad andaluza con Isabel de Portugal. Y no menos brillante fue la labor que desempeñó don Diego Hurtado de Mendoza ante las cortes europeas (un excelente retrato de este noble nos lo ofrece Antonio Prieto en su novela titulada precisamente ‘El embajador’); hombre de confianza del emperador, exquisito poeta, ingenioso prosista (a él se le atribuye con consistencia la autoría del ‘Lazarillo’), se recorrió toda Europa al servicio de Carlos V, sin importarle para ello la intriga y todas las artes de que pudiera valerse para proteger los intereses de España. Sin duda, la diplomacia en aquellos tiempos era una de las más bellas artes. Pero desde hace ya unos siglos los cargos diplomáticos se utilizan para castigar o para premiar, pero no para servir. Al siniestro Fouché, como nos cuenta Stefan Zweig en su magnífica biografía, lo castigaron con la embajada francesa en Sajonia en el ocaso de su infame vida. Sin embargo, grandes escritores han simultaneado su carrera diplomática con la literatura, Carlos Fuentes es en este sentido un ejemplo tan actual como modélico. Pero ahora las plazas más apetitosas las ocupan antiguos ministros en pago por sus servicios ¿al país? ¡Por favor! La pregunta ofende. Al país no, al partido. José López Romero.