“Ahora un político manda más que un diplomático”, leo
en una entrevista que le hacen a Inocencio Arias, uno de esos diplomáticos
históricos del siempre elitista cuerpo de funcionarios al servicio del Estado,
y cuya dilatada experiencia le hacen merecedor de toda nuestra credibilidad. Y
de inmediato se me vino a la cabeza uno de los famosos chistes de Chiquito de la Calzada (perdone el lector
la cita de autoridad), aquél del concejal de Cuenca. ¿Manda más un concejal de Cuenca (con todos mis respetos)
que el embajador de España en la
O.N .U., por ejemplo, cargo que desempeñó I. Arias durante
varios años? Seguramente sí, porque en sus respectivas parcelas de poder, el
político es amo y señor, apenas debe rendir cuentas a nadie de los desmanes que
perpetra (cada día nos desayunamos con nuevos casos de corrupción), mientras
que el diplomático sí tiene que responder ante el ministro de asuntos
exteriores de su trabajo. Pero no cabe duda de que muy lejos quedan ya aquellos
tiempos en que los reyes nombraban a sus mejores hombres, los más cultos y
valiosos para desempeñar las labores, refinadas y siempre intrigantes, de
embajador ante las cortes extranjeras. Sin Andrea Navagero (es un tópico de la
historiografía literaria) no se hubieran introducido en la lírica castellana las
estrofas y los metros italianos, entre ellos el soneto y el endecasílabo, sin
los cuales la historia de nuestra lírica sería muy distinta. La famosa
conversación en Granada que mantuvo con el gran poeta barcelonés Juan Boscán se
considera el inicio de aquella revolución en la poesía española, cuando había
acudido Navagero en calidad de embajador de Venecia ante la corte de Carlos V
cuando éste celebraba sus bodas en la ciudad andaluza con Isabel de Portugal. Y
no menos brillante fue la labor que desempeñó don Diego Hurtado de Mendoza ante
las cortes europeas (un excelente retrato de este noble nos lo ofrece Antonio
Prieto en su novela titulada precisamente ‘El embajador’); hombre de confianza
del emperador, exquisito poeta, ingenioso prosista (a él se le atribuye con
consistencia la autoría del ‘Lazarillo’), se recorrió toda Europa al servicio
de Carlos V, sin importarle para ello la intriga y todas las artes de que
pudiera valerse para proteger los intereses de España. Sin duda, la diplomacia
en aquellos tiempos era una de las más bellas artes. Pero desde hace ya unos
siglos los cargos diplomáticos se utilizan para castigar o para premiar, pero
no para servir. Al siniestro Fouché, como nos cuenta Stefan Zweig en su
magnífica biografía, lo castigaron con la embajada francesa en Sajonia en el
ocaso de su infame vida. Sin embargo, grandes escritores han simultaneado su
carrera diplomática con la literatura, Carlos Fuentes es en este sentido un
ejemplo tan actual como modélico. Pero ahora las plazas más apetitosas las
ocupan antiguos ministros en pago por sus servicios ¿al país? ¡Por favor! La
pregunta ofende. Al país no, al partido. José López Romero.
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