Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

domingo, 22 de febrero de 2015

SILENCIO

A mi compañero de página le escuché hace ya tiempo la anécdota de aquel lord inglés que cuando el servicio le avisaba del pavoroso incendio que se había declarado en la casa, con la célebre flema británica le recriminaba al mayordomo que cuántas veces le tenía que decir que no quería ser molestado cuando leía. Una anécdota que por exagerada no deja de esconder su buena parte de razón: la lectura es una actividad que exige concentración y para ella, nada mejor que el silencio o la ausencia de cualquier accidente que perturbe la estrecha relación que debe mantener el lector con su libro. Confieso que las pocas veces que he intentado leer en otras condiciones que no sea rodeado de ese silencio cómplice, por ejemplo, delante de la televisión, no he llegado a enterarme ni de la primera línea, por lo que he desistido de hacer dos cosas a la vez, quizá sea debido esto a mi condición de hombre, como seguramente me diría mi mujer si esto estuviera leyendo, pero esta vez no se la voy a poner como a Felipe II. Mi sillón, mi mesa, solo la luz del flexo iluminando el tablero, la persiana echada y, ahora con el frío, sobre las piernas la mantita de lana que me ha hecho mi cuñada Encarna, y por supuesto un buen libro, son las condiciones perfectas para una buena y larga sesión de lectura que puedo acompañar con una humeante taza de café o de té. Pero está claro que no siempre disponemos de esos momentos extraordinarios, y de ahí que tengamos que aprovechar cualquier tiempo vacío o de espera para disfrutar de la lectura. Renuevo mi admiración por aquellos lectores que se concentran (como los que son capaces de dormirse) en cualquier situación o circunstancia, aunque ahora a los que veíamos en los transportes públicos lamentablemente han cambiado el libro por el móvil. Seguro que más de uno si se le quema la casa le hará un vídeo con el teléfono y se lo mandará por whatsapp a sus contactos. ¡Qué tiempos! José López Romero.


domingo, 8 de febrero de 2015

U.R.S.S.

Uno de los acontecimientos más importantes que trajo como consecuencia la Revolución rusa de 1917, fue la creación años más tarde (diciembre de 1922) de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La muerte de Lenin en 1924 sirvió en bandeja todo el poder y el dominio de aquella enorme extensión al norte de Europa a Stalin. En 1928, cuatro años más tarde, Stefan Zweig viajaba a Rusia invitado por el gobierno para participar en las fiestas conmemorativas del nacimiento del gran escritor Leon Tolstoi. De este viaje Zweig dejará una interesante crónica en el volumen “Tiempo y mundo”, que reseñamos aquí hace varias semanas. Lo cerca y lo distante en tantas cosas que Rusia puede parecer de Europa es uno de los rasgos que Zweig destaca a primera vista; y una vez ya familiarizado con la idiosincrasia del alma rusa, admira en ella su sufrimiento, su exquisita sensibilidad hacia el arte, su cortesía hacia el extranjero; su conmovedora dignidad ante la falta de lo más esencial para la supervivencia, ante el hambre de todo un pueblo. A pesar de que el propio Zweig denuncia las carencias de los intelectuales, “no han mejorado ni en su forma de vida ni en disponer de una mayor libertad, sino que más bien han retrocedido a condiciones de vida más oscuras y opresivas y a un grado inferior de libertad material y espiritual”, la sensación que nos deja la crónica de Zweig es la del intelectual que confía en la Rusia nueva, y recrimina al orgullo occidental la hostilidad contra el bolchevismo. Vasili Grossman, el escritor de la célebre “Vida y destino”, moría en 1964 sin ver publicada su novela “Todo fluye”. En esta descarnada y terrible narración, Grossman va desgranando todos los crímenes, los genocidios, las masacres de campesinos que morían de hambre, las delaciones que condenaban a los campos de concentración a científicos e intelectuales, el estado del terror, en definitiva, que durante todo su mandato impuso a sangre y fuego Stalin. Iván Grigórievich, protagonista del relato, vuelve a su casa, en Moscú, después de haber pasado en un gulag treinta años, a consecuencia de su activismo político en la universidad. La novela alcanza sus momentos de mayor espanto cuando relata Grossman cómo mueren pueblos enteros de campesinos por hambre hacia 1930: “Para entonces tampoco quedaban gatos ni perros, los habían matado. Y eso que cazarlos era difícil: los animales tenían miedo de las personas, cuyos ojos se habían vuelto salvajes”. Entre la crónica de Zweig y el relato de Grossman muy poco tiempo ha pasado y, sin embargo, qué distintas las dos Rusia que cada uno describe, aunque ambos coinciden en la enorme capacidad de sufrimiento del pueblo ruso. Precisamente fue occidente, al que recrimina Zweig su hostilidad hacia el nuevo régimen, quien miró hacia otro lado, como tuvo ocasión de denunciar George Orwell, cuando se sabía con todo detalle lo que hacía Iósif Vissariónovich Stalin, uno de los grandes genocidas del siglo XX. José López Romero.