A mi compañero de página le escuché hace ya tiempo la
anécdota de aquel lord inglés que cuando el servicio le avisaba del pavoroso
incendio que se había declarado en la casa, con la célebre flema británica le
recriminaba al mayordomo que cuántas veces le tenía que decir que no quería ser
molestado cuando leía. Una anécdota que por exagerada no deja de esconder su
buena parte de razón: la lectura es una actividad que exige concentración y
para ella, nada mejor que el silencio o la ausencia de cualquier accidente que
perturbe la estrecha relación que debe mantener el lector con su libro.
Confieso que las pocas veces que he intentado leer en otras condiciones que no
sea rodeado de ese silencio cómplice, por ejemplo, delante de la televisión, no
he llegado a enterarme ni de la primera línea, por lo que he desistido de hacer
dos cosas a la vez, quizá sea debido esto a mi condición de hombre, como
seguramente me diría mi mujer si esto estuviera leyendo, pero esta vez no se la
voy a poner como a Felipe II. Mi sillón, mi mesa, solo la luz del flexo
iluminando el tablero, la persiana echada y, ahora con el frío, sobre las
piernas la mantita de lana que me ha hecho mi cuñada Encarna, y por supuesto un
buen libro, son las condiciones perfectas para una buena y larga sesión de
lectura que puedo acompañar con una humeante taza de café o de té. Pero está
claro que no siempre disponemos de esos momentos extraordinarios, y de ahí que
tengamos que aprovechar cualquier tiempo vacío o de espera para disfrutar de la
lectura. Renuevo mi admiración por aquellos lectores que se concentran (como
los que son capaces de dormirse) en cualquier situación o circunstancia, aunque
ahora a los que veíamos en los transportes públicos lamentablemente han
cambiado el libro por el móvil. Seguro que más de uno si se le quema la casa le
hará un vídeo con el teléfono y se lo mandará por whatsapp a sus contactos.
¡Qué tiempos! José López Romero.
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