“Novelas que curan”, “la biblioterapia literaria”, así se
titulaba un reportaje que hace unas semanas leía en una de esas revistas
dominicales, como si el psicólogo al que hace referencia el dicho reportaje
hubiese inventado o hecho el descubrimiento del siglo. Es más, en el mismo
texto se hacía alusión a como en el antiguo Egipto ya se consideraba la lectura
como medicina para el alma. El método, según declaraciones del doctor Berthoud,
consiste en pasarle al paciente previamente un cuestionario en el que este
indique gustos y hábitos literarios y, ya metidos en faena psicológica,
explique el momento vital por el que atraviesa; y tras una entrevista o sesión
de unos 50 minutos, el paciente se lleva su tratamiento en el que se incluye la
medicación y seis o siete libros para leer y posteriormente dar su opinión
sobre ellos. Así, dice el propio Berthoud, los pacientes tienden a hablar con
más distensión y naturalidad de sus problemas personales si toman como
referencia los problemas de los personajes de las novelas recetadas. Porque
descubrir las obsesiones o los defectos en los demás, aunque sean seres de
ficción, y analizar y hasta criticar su
comportamiento, son formas que nos ayudan a superar nuestras propias carencias
o debilidades. Nada nuevo bajo el sol, de ahí la alusión a los egipcios para
los que ya la lectura, sin necesidad de indicaciones médicas, era por sí misma
una fuente de salud. No hace falta demostración ninguna para afirmar
categóricamente que las artes en general tienen propiedades terapéuticas, la
música es un ejemplo palpable de ello, como la contemplación de una hermosa
pintura o escultura produce en sanos y enfermos efectos medicinales; sin
embargo, de la literatura estas cualidades no se habían puesto tan de
manifiesto o no se les había dado la importancia que se les había concedido a
las artes antes citadas. Y en cuanto se publique en español el libro “The Novel
Cure”, que ya está al caer, y cuya autoría comparte Berthoud con su compañera
de estudios de Literatura Inglesa en Cambridge Susan Ederkin, a nadie debería
extrañar que las librerías cambiaran la distribución de libros en sus anaqueles
en lugar de géneros, por enfermedades, y que a aquellas acudieran los pacientes
con recetas médicas. O incluso que en las farmacias dedicaran algunas de sus
estanterías a libros. O, echando más imaginación, las bibliotecas públicas se
lleguen a convertir en hospitales. Pero
mucho me temo que en este país en el que tan poco nos gusta ir al médico, pero
colapsamos las urgencias, terapias como la lectura de libros tienen los días
contados. Ya me imagino a más de uno que ante un tratamiento de choque de cinco
libros, con el fin de mitigar sobre todo su ignorancia y de paso algún complejo
mal curado en su infancia, le rogará al
doctor “¿y no tendría usted aunque fueran unos supositorios?”. José López
Romero.
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