Uno de los acontecimientos más importantes que trajo como
consecuencia la Revolución rusa de 1917, fue la creación años más tarde
(diciembre de 1922) de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La muerte
de Lenin en 1924 sirvió en bandeja todo el poder y el dominio de aquella enorme
extensión al norte de Europa a Stalin. En 1928, cuatro años más tarde, Stefan
Zweig viajaba a Rusia invitado por el gobierno para participar en las fiestas
conmemorativas del nacimiento del gran escritor Leon Tolstoi. De este viaje
Zweig dejará una interesante crónica en el volumen “Tiempo y mundo”, que
reseñamos aquí hace varias semanas. Lo cerca y lo distante en tantas cosas que
Rusia puede parecer de Europa es uno de los rasgos que Zweig destaca a primera
vista; y una vez ya familiarizado con la idiosincrasia del alma rusa, admira en
ella su sufrimiento, su exquisita sensibilidad hacia el arte, su cortesía hacia
el extranjero; su conmovedora dignidad ante la falta de lo más esencial para la
supervivencia, ante el hambre de todo un pueblo. A pesar de que el propio Zweig
denuncia las carencias de los intelectuales, “no han mejorado ni en su forma de
vida ni en disponer de una mayor libertad, sino que más bien han retrocedido a
condiciones de vida más oscuras y opresivas y a un grado inferior de libertad
material y espiritual”, la sensación que nos deja la crónica de Zweig es la del
intelectual que confía en la Rusia nueva, y recrimina al orgullo occidental la
hostilidad contra el bolchevismo. Vasili Grossman, el escritor de la célebre
“Vida y destino”, moría en 1964 sin ver publicada su novela “Todo fluye”. En
esta descarnada y terrible narración, Grossman va desgranando todos los
crímenes, los genocidios, las masacres de campesinos que morían de hambre, las
delaciones que condenaban a los campos de concentración a científicos e
intelectuales, el estado del terror, en definitiva, que durante todo su mandato
impuso a sangre y fuego Stalin. Iván Grigórievich, protagonista del relato,
vuelve a su casa, en Moscú, después de haber pasado en un gulag treinta años, a
consecuencia de su activismo político en la universidad. La novela alcanza sus
momentos de mayor espanto cuando relata Grossman cómo mueren pueblos enteros de
campesinos por hambre hacia 1930: “Para entonces tampoco quedaban gatos ni
perros, los habían matado. Y eso que cazarlos era difícil: los animales tenían
miedo de las personas, cuyos ojos se habían vuelto salvajes”. Entre la crónica
de Zweig y el relato de Grossman muy poco tiempo ha pasado y, sin embargo, qué
distintas las dos Rusia que cada uno describe, aunque ambos coinciden en la
enorme capacidad de sufrimiento del pueblo ruso. Precisamente fue occidente, al
que recrimina Zweig su hostilidad hacia el nuevo régimen, quien miró hacia otro
lado, como tuvo ocasión de denunciar George Orwell, cuando se sabía con todo
detalle lo que hacía Iósif Vissariónovich Stalin, uno de los grandes genocidas
del siglo XX. José López Romero.
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