En la literatura, desde que tiene fe de vida, la realidad ha sido uno de sus componentes más elementales, en una proporción que a veces marcan las épocas o los movimientos literarios, y otras los propios autores. Y no me estoy refiriendo sólo a esa corriente costumbrista que aunque localizada en determinados siglos, cruza toda la historia de la literatura. ¿Cómo si no entender las comedias de Plauto o el mismísimo “Lazarillo”, manual de vida de aquella sociedad de parias y hambrientos que fue forjando el imperio desde su mismo origen?. No haría falta acudir a los costumbristas del siglo XVII como A. de Rojas Villandrando (“El viaje entretenido”) o J. de Zabaleta (“El día de fiesta por la mañana y por la tarde”) para reconstruir, si documentos nos faltaran, el pasado de aquellos españoles del seiscientos, porque con las novelas picarescas y el teatro clásico lo podríamos perfectamente hacer; y de la misma manera lo haríamos en el XIX con las novelas de Galdós o de Clarín, o incluso del padre Coloma sin necesidad de echar mano de los grandes escritores costumbristas decimonónicos (Mesonero Romanos, Estébanez Calderón, Larra). Y con más argumentos defenderíamos nuestra tesis si nos referimos al siglo XX. Y viene todo esto a cuento porque al leer “Tardes del Alcázar. Doctrina para el perfecto vasallo” que escribiera a principios del siglo XVII el onubense afincado en Sevilla Juan de Robles, su editor, Antonio Castro, cuya pericia filológica ha demostrado suficientemente con los trabajos dedicados al escritor renacentista Pedro Mexía, nos llama la atención sobre el valor documental de la obra; valor que se observa en la inclusión en el diálogo que sostienen los dos protagonistas, el licenciado Sotomayor y Don Juan de Guzmán, de anécdotas sucedidas en la Sevilla de la época o datos biográficos de personas, como Rodrigo Castro y Fernando Niño de Guevara, cardenales de Sevilla a los que sirvió en calidad de secretario Juan de Robles, que tuvieron su importancia en la vida de una ciudad que disfrutaba por aquellos tiempos de su mayor esplendor y pujanza. ¿Cómo podríamos conocer si no lo cuenta Robles en su obra que Fernando Niño hubo de prohibir la procesión de la Hermandad de los Negritos porque “los cofrades aprovechaban el anonimato que les proporcionaba el hábito de nazareno para manifestar la inquina que guardaban contra sus señores”? Comenta Don Juan de Guzmán: “… y como todos ivan con capirotes, huvo esclavos que dieron (a río buelto, como suele dezirse) muy gentiles palos a sus amos”. La mano experta de Antonio Castro nos va acompañando por su cuidada edición de “Tardes del Alcázar” para hacernos ver que la obra de Juan de Robles traspasa los límites de un manual de comportamiento del buen vasallo, para convertirse en un testimonio de su tiempo, no sólo por las anécdotas en ella incluidas, sino porque la literatura en cualquiera de sus manifestaciones no deja de ser fruto de la época en que se escribe y en ella ésta sin duda se refleja. José López Romero.
Ahora con leyendo algunos blogs se pasa el tiempo, pero de literatura poca. Hay sus excepciones.
ResponderEliminarSaludos.
PD; ya me tenía en ascuas.
"con", sobra.Disculpeme.
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