Cada vez que se ponía a leer, no le faltaba a mano un lápiz con el que iba subrayando algunas frases. Había quien ya llegaba a pensar que sólo leía para subrayar esos breves fragmentos que después pasaba con escrupulosidad oriental a su ordenador portátil. Tenía en el escritorio varias carpetas abiertas cuyos nombres respondían a otros tantos temas, algunos tan universales como el amor, el dinero, la muerte, la amistad; pero otros eran más intrascendentes, asuntos de actualidad, de pervivencia efímera. Pero a la tecnología, añadía procedimientos más artesanales, y siempre se acompañaba de una libretita en la que tenía anotadas las frases más felices, las clásicas y las universales, las conocidas por todos pero también las más originales; en definitiva, aquellas perlas que le garantizaban el éxito social fuera la situación que fuera, ni importaba el contexto para decirlas ni falta que hacía. Y cuando las lecturas no lo abastecían de las citas necesarias, de inmediato se conectaba a Internet, ponía en su buscador el tema o los autores de cabecera y en sus páginas encontraba, seguro, ese buen ramillete de frases que perseguía. Antes de una comida con amigos o de empresa, o de una fiesta, mientras su mujer terminaba de arreglarse, él encendía el ordenador, ponía encima de la mesa la libreta e iba memorizando las veinte frases de la noche que, de una manera u otra, largaría a sus interlocutores. Pero antes de aquel ceremonial, se había informado con todo detalle de la lista de invitados y había hecho previamente una buena selección de citas, con las que al tiempo que quería agradar, lo importante era quedar elegante. Por su cabeza paseaban Óscar Wilde (un verdadero clásico en esto de citar), Montesquieu, algún que otro filósofo ocurrente (entre su repertorio no faltaba algo de Pascal o de Descartes), algunos escritores alemanes (Goethe era siempre un seguro de éxito) y últimamente había incorporado a Coetzee, cuyo premio Nobel lo avalaba, y entre los hispanos Borges no tenía todavía igual. Notaba que de un tiempo a esta parte los clásicos grecolatinos, Shakespeare y los escritores áureos empalagaban un poco a su auditorio; alguna mueca de hastío había observado en la última cena cuando citó dos versos del “Othelo” que se había aprendido un poco antes de salir de su casa. Pero aquella noche, cuando el matrimonio se preparaba para otra cena en casa de unos amigos, el ordenador no le encendía y no encontraba la libreta, entonces se fue para la cocina y se tomó una cerveza y una ginebra doble porque esa mezcla era el recurso recomendado por Dickens -¡huy, otra cita!- a quienes están a punto de suicidarse. José López Romero.
Maestro, esta novela tendrá unas bellas páginas.
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