Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 10 de noviembre de 2012

OTRAS TRES COSAS

Oswaldo Guayasamín

Que el número tres es uno de los grandes números de la historia de la humanidad, lo atestigua la enorme cantidad de elementos que en torno a este número se distribuyen y agrupan, por poner un ejemplo, léase la cita “somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres…. Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad”, del aquel hermoso cuento de Borges titulado “El espejo y la máscara”; o como hace unas semanas comentábamos las tres cosas que ningún joven inglés del siglo XIX era capaz de hacer al criterio del Dr. Gylmore, personaje de “La dama de blanco” del novelista Wilkie Collins; y así también el más grande de nuestros escritores, D. Miguel de Cervantes, en “Los trabajos de Persiles y Sigismunda” (el “Persiles”, para el común), novela que, al igual que Collins con Dickens, ha quedado inmerecidamente oscurecida en la producción de Cervantes por el “Quijote” y por las “Novelas Ejemplares”, nos plantea asimismo una afirmación basada en el número tres: “Por tres cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la segunda, por alcanzar perdón dél; la tercera, por estar celoso; las demás lágrimas no dicen bien en un rostro grave”. No nos debe resultar extraño que en una sociedad y en una época en las que el llanto de un hombre no era precisamente lo más frecuente ni lo mejor visto (sin duda herencia de nuestro ser español es la frase “los hombres no lloran”, que inculcamos a nuestros hijos), Cervantes restrinja las lágrimas varoniles a tres sucesos y siempre con la condición expresa y previa de la prudencia. Tres situaciones que, a pesar de las fuentecillas de sabiduría que manan de las páginas del “Persiles”, no son lamentablemente en la sociedad actual y en los tiempos que corren ni de rabiosa actualidad ni lo más visto. Ya no se llora por pecar, porque hemos perdido el sentido y el carácter trascendente del pecado, y menos aún lloramos por pedir perdón por los errores cometidos, sencillamente porque nos cuesta mucho reconocer que hemos errado. Y por celos nunca lloraría un hombre prudente, porque de imprudentes e impertinentes es tenerlos, como nos enseñó el propio Cervantes en su novelita “El curioso impertinente”, engastada en la primera parte de la vida de su gran hidalgo, o más claramente en “El celoso extremeño”, una de sus mejores novelas ejemplares. “Las demás lágrimas no dicen bien en un rostro grave”, termina en sentencia la frase del “Persiles”; la gravedad y la prudencia son virtudes que deben adornar a un hombre de bien, ése que es capaz de llorar por sus pecados y de la misma manera por pedir perdón por ellos. Pero está visto que o se nos metió tan adentro, hasta la  masa de la sangre la frase de que “los hombres no lloran”, o los que deben llorar están muy lejos de ser prudentes y graves. A veces unas cuantas lágrimas nos harían bien a todos, aunque solo sean por higiene moral. José López Romero.

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