Oswaldo Guayasamín |
Que el número tres es uno de los grandes números de la
historia de la humanidad, lo atestigua la enorme cantidad de elementos que en
torno a este número se distribuyen y agrupan, por poner un ejemplo, léase la
cita “somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima
el número tres…. Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable
Trinidad”, del aquel hermoso cuento de Borges titulado “El espejo y la
máscara”; o como hace unas semanas comentábamos las tres cosas que ningún joven
inglés del siglo XIX era capaz de hacer al criterio del Dr. Gylmore, personaje
de “La dama de blanco” del novelista Wilkie Collins; y así también el más
grande de nuestros escritores, D. Miguel de Cervantes, en “Los trabajos de Persiles
y Sigismunda” (el “Persiles”, para el común), novela que, al igual que Collins
con Dickens, ha quedado inmerecidamente oscurecida en la producción de
Cervantes por el “Quijote” y por las “Novelas Ejemplares”, nos plantea asimismo
una afirmación basada en el número tres: “Por tres
cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la
segunda, por alcanzar perdón dél; la tercera, por estar celoso; las demás
lágrimas no dicen bien en un rostro grave”. No nos debe resultar extraño que en
una sociedad y en una época en las que el llanto de un hombre no era
precisamente lo más frecuente ni lo mejor visto (sin duda herencia de nuestro
ser español es la frase “los hombres no lloran”, que inculcamos a nuestros
hijos), Cervantes restrinja las lágrimas varoniles a tres sucesos y siempre con
la condición expresa y previa de la prudencia. Tres situaciones que, a pesar de
las fuentecillas de sabiduría que manan de las páginas del “Persiles”, no son
lamentablemente en la sociedad actual y en los tiempos que corren ni de rabiosa
actualidad ni lo más visto. Ya no se llora por pecar, porque hemos perdido el
sentido y el carácter trascendente del pecado, y menos aún lloramos por pedir
perdón por los errores cometidos, sencillamente porque nos cuesta mucho
reconocer que hemos errado. Y por celos nunca lloraría un hombre prudente,
porque de imprudentes e impertinentes es tenerlos, como nos enseñó el propio
Cervantes en su novelita “El curioso impertinente”, engastada en la primera
parte de la vida de su gran hidalgo, o más claramente en “El celoso extremeño”,
una de sus mejores novelas ejemplares. “Las demás lágrimas no dicen bien en un
rostro grave”, termina en sentencia la frase del “Persiles”; la gravedad y la
prudencia son virtudes que deben adornar a un hombre de bien, ése que es capaz
de llorar por sus pecados y de la misma manera por pedir perdón por ellos. Pero
está visto que o se nos metió tan adentro, hasta la masa de la sangre la frase de que “los
hombres no lloran”, o los que deben llorar están muy lejos de ser prudentes y
graves. A veces unas cuantas lágrimas nos harían bien a todos, aunque solo sean
por higiene moral. José López Romero.
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