Jonathan Wolstenholme |
Tuve yo en
mis ya lejanos (¡muy lejanos!) años de estudiante universitario a un profesor
de crítica literaria, poeta por aquellos tiempos en ciernes y hoy consagrado,
que afirmaba, seguramente por su propia experiencia, que el poeta está en permanente
búsqueda de un verso feliz, ése sobre el que hace gravitar todo el poema o,
incluso, el que puede salvarlo del olvido; pero para esto último, más que
feliz, habría que calificarlo de divino. Es posible. Concedámosle a la teoría
de aquel profesor al menos el beneficio de lo plausible, porque en esto de la
poesía cualquier afirmación puede convertirse en dogma; ese dogma que, a partir
de cierto momento como lector, he seguido y rastreado en buena parte de los
libros que he leído en busca de ese verso o de una frase, siquiera una, que me
iluminara la novela o el poema que estaba leyendo. Y así, me he convertido en
subrayador de fragmentos en los que (me atrevo a decirlo) adivino la
inspiración celestial que alienta al creador, o quiero destacar por alguna
experiencia personal o porque los considero simplemente interesantes. En un
principio hacía el subrayado de forma inconstante y apresurada (aún me acuerdo
de aquel inicial “Narciso y Godmundo” de Hermann Hesse), pero con el tiempo he
perfeccionado la mecánica y no falta en mi mesa la regla y el lápiz de color
(rojo o azul), instrumentos callados pero sabedores de la importancia que les
he concedido en mis lecturas. Y así, cuando reviso o releo alguna obra, siempre
encuentro la huella que dejé en aquella primera lectura, huella a veces
inexplicable pasados los años, aunque en la mayoría reconozco el pálpito que me
hizo destacarla sobre el resto de las páginas. Permítanme que, a modo de
ejemplo, ponga la última obra que estoy leyendo (aún no acabada), se trata de
“Balas de plata”, interesante novela del mexicano Élmer Mendoza. En una de sus
páginas he subrayado la frase siguiente: “Como dice Rudy, reflexionó, la comida
para que sea buena debe hacer un poquito de daño”; una frase que seguramente
responde a mis vivencias personales, más cuando uno ya está amarrado al duro
banco del omeoprazol. Y, en la misma página, he subrayado: “los asesinos
carecen de algo que él tiene a mares (se refiere a un sospechoso): aptitud para
la tristeza”. Una frase que, en mi opinión, salva toda una novela, al margen de
la indudable calidad del relato de Élmer
Mendoza. Sin embargo, hay novelas y autores que por mucho que he intentado
subrayar pasajes, frases o pequeños fragmentos, me ha sido del todo imposible,
porque tendría que gastar cajas y cajas de lápices: “El amor en los tiempos del
cólera” o el relato “El rastro de tu sangre en la nieve” del gran García
Márquez, por ejemplo, y últimamente “Los girasoles ciegos” de Alberto Méndez. De
los muchos, muchísimos pasajes que he ido subrayando de esta excelente novela,
me quedo con el siguiente: “Él y yo sabemos qué largo es el tiempo sin un beso
y ahora, probablemente, no nos quede suficiente para resarcirnos. El miedo, el
frío, el hambre, la rabia, la soledad desalojan la ternura”. El dedo de Dios.
José López Romero.
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