Esta mañana, cuando me disponía a sacar por primera vez de paseo a mi recién adquirido y flamante ebook, noté como un murmullo entre los anaqueles de mis estanterías repletas de libros; creí ver hasta algún movimiento. Murmullos que fueron creciendo de intensidad y en nitidez a medida que le iba poniendo su funda (de estreno) y comprobaba la carga de la batería. “Pues a mí sólo me sacaba para ir al médico”, oí el comentario a mis espaldas procedente de “Rabos de lagartija” de Juan Marsé. “¡Y cuántas veces lo he acompañado yo a recoger a los niños!”, sentí el reproche de “Sigismondo”, una magnífica novela de Alberto Cousté. “Pues a mí me llevó a la playa varias veces el verano pasado”, dijo unos “Cuentos” de Bolaño, “pero ni me metió en una fundita como a ése. Dejó que me entrara la arena, y ni me sacudió después. Y ahora todavía sufro en mis páginas algunos arañones”. Yo seguía en silencio haciendo mis comprobaciones de rigor: los libros que tenía cargados en el aparato y los que me dedicaría a leer en una soleada y bien templada mañana de invierno que ya anunciaba la primavera. Sin embargo, aquellas voces se hacían oír cada vez más exaltadas y, a fe, que los movimientos en las estanterías no parecían fruto de mi imaginación. “¡A saber si en esos inventos del demonio, en vez de un humilde pícaro –recelaba Lázaro- me han convertido en un promotor inmobiliario o, peor aún, en un político”; “Pues yo no me atrevo ni a hablar –decía la Melibea de la excelente edición de Crítica, llena de notas por todas partes-; con mis antecedentes lo mismo soy en ese aparato infernal famosa y me gano la vida en las tertulias de la tele contando mis amores con Calisto”. Y así, fueron levantándose voces por aquí y por allá, hasta que cerré la puerta tras de mí. Con el ebook fuera de sus vistas, lo mismo se apaciguaban. Pero mucho me temo que la cosa va de guerra. Cuando he vuelto, los libros parecían organizados de otra manera de como estaban, parecían ordenados de mayor a menor. Pero lo peor es que cuando he dejado el ebook encima de la mesa, he visto cómo le susurraba algo al ordenador y de inmediato se ha acercado a un disco duro externo y a una cámara digital. “Estos no nos duran ni dos telediarios”, he oído que les decía con el desprecio pintado en su reluciente pantalla. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 29 de enero de 2011
sábado, 22 de enero de 2011
MORALIDAD
“El fundador de Wikileaks, Julian Assange, ha firmado un contrato para publicar su autobiografía que le permitirá ganar más de un millón de euros”, leo en la prensa de estos días. La verdad es que fue enternecedor ver en los medios de comunicación las manifestaciones que espontáneamente (¿?) se hacían en las calles de las grandes ciudades, cuando lo apresaron, en defensa de este nuevo héroe de la verdad por haber publicado realmente tres obviedades, cuatro evidencias y alguna que otra opinión que ya suponíamos. Con respecto a España, la diplomacia norteamericana tiene mucho mejor concepto de nuestros políticos que nosotros mismos (¿astuto Zapatero? Seguramente lo calificarán así por la rapidez con que reaccionó a la crisis). En esto, como en tantas cosas, los americanos tienen un conocimiento de la realidad que pasa inevitablemente por sus ombligos. Pero no olvidemos que a Julian Assange, este adalid de los que se sienten engañados por la globalización lo han metido en la cárcel acusado de dos supuestas violaciones. En una sociedad que condena hasta sin el más mínimo respeto por el principio de presunción de inocencia a los maltratadores, las dos supuestas violaciones cometidas por Julian Assange parecen pecadillos veniales en comparación con el enorme beneficio que le ha reportado a toda la humanidad su Wikileaks y sus obviedades y perogrulladas. Ahora, y quizá desde la celda de una cárcel, en la que permanecerá por poco tiempo, escribirá sus memorias, ¿contará en ellas cómo agredió sexualmente a las dos mujeres que lo acusan? Seguramente se excusará en que eran mujeres fáciles y consintieron, y lo perdonaremos. Estos detalles no son más que esas pequeñas hipocresías que nos podemos permitir de vez en cuando, como si fueran esos caprichos o pequeños lujos por los que nos salimos de nuestro presupuesto moral. No de otro modo podemos entender las declaraciones del escritor Dominique Lapierre, que ya se hiciera célebre por sus libros escritos al alimón con Larry Collins (“¿Arde París?; “Oh, Jerusalén”), y ya en solitario con obras como “La ciudad de la alegría”, ambientada en los barrios marginales y miserables de Calcuta. Lapierre vivió sin duda la miseria espantosa que describe en su libro, no como esa India o África de cartón piedra que vemos en las revistas del corazón cuando le hacen un reportaje a algún famoso. Pero a pesar de esa miseria, el señor Lapierre vive en un castillo en la Provenza francesa, en cuyo cementerio quiere ser enterrado y que escriban sobre su tumba: “Dominique Lapierre, ciudadano de Calcuta. Todo lo que no se da, se pierde”. Lapierre ha sabido construirse en su castillo esos muros que lo defienden de la miseria y le hacen ciego y feliz. Es su pequeña hipocresía, se la puede permitir, como algunos se la permiten con Julian Assange, mientras medimos con toda nuestra severidad otros comportamientos. La gestión de nuestro presupuesto moral está claro que es manifiestamente mejorable. José López Romero.
sábado, 15 de enero de 2011
Buenos deseos
- “Father, el primer diíta de trabajo - el diminutivo en mi hija es síntoma inequívoco de esa fina ironía heredada de su madre, una santa- lo ocuparéis en besitos, abracitos -¡dichosos diminutivos!- que si felicidades por aquí, que si mucha paz por allí… es decir, mucho cuento y poco trabajo”. – “Niña, -tuve que ponerme serio- en el trabajo, los saludos de rigor, el feliz año nuevo y a las trincheras”. – “Sí, sí… ni que Gladiator y su fuerza y honor”. A pesar de las impresiones de mi hija, la verdad sea dicha no hace ni dos días, como quien dice, que le hemos echado el cerrojo a otra Navidad y esos buenos sentimientos que estas fiestas suelen despertar empiezan a enfriarse, y apenas quedan rescoldos de esos deseos de paz, amor, prosperidad que nos pedimos los unos para los otros; quizá algún rezagado que se incorpora tarde al trabajo, aún recibe nuestra felicitación ya a estas alturas consecuencia o manifestación más de nuestra cortesía que de un sincero y ya efímero deseo, tan efímero como los días de vacaciones. Quizá para recuperar el ánimo, acabo de releer el discurso que Mario Vargas Llosa pronunció en la entrega del Nobel, en el que vuelve sobre su idea de la literatura (que ya expusiera en el prólogo a su libro “La verdad de las mentiras”) como creación de esos sueños tan necesarios para el ser humano, sin los cuales no seríamos capaces de transformar la realidad. “Por eso -termina Vargas Llosa su discurso- tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible”. Sin duda, el discurso de don Mario es un canto a la esperanza, a la confianza en la humanidad que lee. Pero también hay pasajes en los que levanta la voz de alarma contra formas de intolerancia como son los nacionalismos, que contrapone al proceso de transición en nuestro país, y que no podemos por menos que comparar con la imagen de la Barcelona de la década de los setenta (en la que vivió por cinco años), una ciudad que “se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría”. ¨¿Paz, prosperidad, felicidad? ¡qué pronto se nos olvidan los buenos deseos! Con la misma rapidez con que de nuevo desconfiamos del prójimo, y albergamos muy pocas esperanzas en el bien de la humanidad. Por eso, después de leer el discurso de Vargas Llosa, me he sumergido en las páginas de la biografía de José Fouché (el genio tenebroso), que escribiera Stefan Zweig, para darme un baño de pesimismo y desencanto, el mismo pesimismo que me entra cuando leo noticias de Barcelona, hoy nido de tanto Fouché, políticos sin escrúpulos, intrigantes y amorales en esta España de la democracia, y en otro tiempo ciudad que fue, en aquellos estertores de la dictadura, la capital cultural de España y donde se respiraban los aires de libertad. José López Romero.
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