Hace unos días y paseando
por los comercios de una de las grandes superficies de la ciudad, bajo la
excusa de “hacer tiempo”, aunque ni mi mujer ni yo sabíamos para qué lo
hacíamos, a la madre (que es una blanda) se le ocurrió comprarle una camisa a
la niña. Cuando llegamos a casa, la niña cogió la camisa y unas tijeras, le
cortó una manga, le hizo dos sietes por los costados, le puso tres cintas
adhesivas y dos imperdibles y se la probó. A la camisa ya no la conocía ni la
madre o el padre que la cosió. “Mira, mamá. Ya he customizado la camisa”. Menos
mal que la madre (una mujer para un pobre), hizo de la manga sobrante un paño
de cocina y le respondió a la niña: “Mira, niña. Ya he customizado la manga”. Y
yo, que a todo esto asistía tan atónito como atento espectador, me pregunté
para mis adentros: ¿podría yo hacer esto con algún poema o relato? ¿podría
customizar una obra literaria hasta el punto de que no la conociera ni el padre
o la madre que la escribió? Debo aclarar que derecho y veloz me fui al
diccionario de la RAE y aún no se recoge en este un verbo tan lleno de
posibilidades y tan rico en experiencias. La verdad es que la imitación ha sido
desde que tenemos uso de conciencia literaria un concepto muy controvertido,
venerado en otro tiempo pero perseguido desde que se impuso la originalidad
como principio de creación. Hace ya unos años fuertes polémicas se levantaron
en los ambientes literarios por un quítame allá estas customizaciones, que
diríamos ahora. Porque de tomar prestados algún que otro verso o algún que otro
párrafo, por no hablar de páginas, se trataba; es decir, ponerle dos o tres
imperdibles a un poema o quitarle alguna manga al relato. Pocos intentos me
bastaron para darme cuenta de las escasas aplicaciones que tiene el verbo
customizar en literatura; en esa buena literatura que no consiente ni entiende
de parches ni remiendos. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 25 de noviembre de 2016
sábado, 12 de noviembre de 2016
PREMIOS
¡Las casualidades que
tiene la vida! El mismo día en que los borrachuzos (Sánchez Dragó dixit) de la
Academia Sueca anunciaban la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob
Dylan, moría en Milán Darío Fo, el que recibiera el mismo premio en 1997. ¡Y
qué diferencia! ¡Qué distinta, imposible de comparar, la talla literaria del
escritor italiano con la del cantante, al que se le concede el premio por
“haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana
de la canción”! En el fragor de las copas supongo que no encontraron algo más
inteligente con que justificar la concesión. Hay años y galardonados en que se
observa una peligrosa deriva de estos premios que lejos de mantener el
prestigio, lo terminan por dilapidar. Pero volvamos a la Literatura. En unos
pocos meses Italia, y con ella toda la cultura de nuestro occidente, se ha
quedado huérfana de dos grandes escritores del siglo XX y comienzos de la
actual centuria: el ya citado Darío Fo y el gran Umberto Eco (fallecido también
en Milán, el 19 de febrero de este año). Ninguno de los dos, como los enormes
clásicos de la cultura renacentista que nos regaló la Italia del Quattrocento y
del Cinquecento, necesitan de presentación alguna. Fo es uno de los dramaturgos
más influyentes e importantes de la segunda mitad del siglo XX, con obras como
‘Muerte accidental de un anarquista’ o ‘Aquí no paga nadie’, por no citar sus
piezas cortas (algunas de ellas recogidas en su volumen ‘No hay ladrón que por
bien no venga’), heredero de la más clásica tradición teatral occidental, desde
las comedias latinas hasta el esperpento de Valle-Inclán; y Umberto Eco, quien
al margen de su labor como novelista y su emblemática ‘El nombre de la rosa’,
sigue siendo en sus trabajos la referencia obligada de los estudios
semiológicos, porque nadie como él estudió la relaciones del arte y todas sus
manifestaciones con el público; a sus tratados de semiología, habría que añadir
‘Apocalípticos e integrados’ o ‘Los límites de la interpretación’. Eco
pertenece a esa otra lista de escritores damnificados (con Borges a la cabeza),
a los que ni los efluvios etílicos consiguieron que le concedieran el premio
Nobel; premio que se hubiera sin duda prestigiado por contar en su nómina de
galardonados con este escritor. Y puestos a hablar de premios, ¿por qué las
editoriales o ciertos organismos públicos no se dedican a instituir premios
para escritores noveles, como hace unos días se quejaba en las páginas de este
Diario el joven novelista jerezano Alejandro Berrquero? ¿por qué no hay un
Planeta, o un premio nacional o de la crítica para una primera novela (opera
prima)? No cabe duda de que es más fácil y seguro apostar por consagrados por
aquello del balance final de resultados (ingresos – gastos). Y es que la
literatura al fin y al cabo no deja de ser para muchos más que un producto
comercial, como las canciones de Bob Dylan; y si no, que se lo pregunten a su
cuenta corriente. José López Romero.
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