Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

viernes, 25 de noviembre de 2016

CUSTOMIZAR

Hace unos días y paseando por los comercios de una de las grandes superficies de la ciudad, bajo la excusa de “hacer tiempo”, aunque ni mi mujer ni yo sabíamos para qué lo hacíamos, a la madre (que es una blanda) se le ocurrió comprarle una camisa a la niña. Cuando llegamos a casa, la niña cogió la camisa y unas tijeras, le cortó una manga, le hizo dos sietes por los costados, le puso tres cintas adhesivas y dos imperdibles y se la probó. A la camisa ya no la conocía ni la madre o el padre que la cosió. “Mira, mamá. Ya he customizado la camisa”. Menos mal que la madre (una mujer para un pobre), hizo de la manga sobrante un paño de cocina y le respondió a la niña: “Mira, niña. Ya he customizado la manga”. Y yo, que a todo esto asistía tan atónito como atento espectador, me pregunté para mis adentros: ¿podría yo hacer esto con algún poema o relato? ¿podría customizar una obra literaria hasta el punto de que no la conociera ni el padre o la madre que la escribió? Debo aclarar que derecho y veloz me fui al diccionario de la RAE y aún no se recoge en este un verbo tan lleno de posibilidades y tan rico en experiencias. La verdad es que la imitación ha sido desde que tenemos uso de conciencia literaria un concepto muy controvertido, venerado en otro tiempo pero perseguido desde que se impuso la originalidad como principio de creación. Hace ya unos años fuertes polémicas se levantaron en los ambientes literarios por un quítame allá estas customizaciones, que diríamos ahora. Porque de tomar prestados algún que otro verso o algún que otro párrafo, por no hablar de páginas, se trataba; es decir, ponerle dos o tres imperdibles a un poema o quitarle alguna manga al relato. Pocos intentos me bastaron para darme cuenta de las escasas aplicaciones que tiene el verbo customizar en literatura; en esa buena literatura que no consiente ni entiende de parches ni remiendos. José López Romero.


sábado, 12 de noviembre de 2016

PREMIOS

¡Las casualidades que tiene la vida! El mismo día en que los borrachuzos (Sánchez Dragó dixit) de la Academia Sueca anunciaban la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, moría en Milán Darío Fo, el que recibiera el mismo premio en 1997. ¡Y qué diferencia! ¡Qué distinta, imposible de comparar, la talla literaria del escritor italiano con la del cantante, al que se le concede el premio por “haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción”! En el fragor de las copas supongo que no encontraron algo más inteligente con que justificar la concesión. Hay años y galardonados en que se observa una peligrosa deriva de estos premios que lejos de mantener el prestigio, lo terminan por dilapidar. Pero volvamos a la Literatura. En unos pocos meses Italia, y con ella toda la cultura de nuestro occidente, se ha quedado huérfana de dos grandes escritores del siglo XX y comienzos de la actual centuria: el ya citado Darío Fo y el gran Umberto Eco (fallecido también en Milán, el 19 de febrero de este año). Ninguno de los dos, como los enormes clásicos de la cultura renacentista que nos regaló la Italia del Quattrocento y del Cinquecento, necesitan de presentación alguna. Fo es uno de los dramaturgos más influyentes e importantes de la segunda mitad del siglo XX, con obras como ‘Muerte accidental de un anarquista’ o ‘Aquí no paga nadie’, por no citar sus piezas cortas (algunas de ellas recogidas en su volumen ‘No hay ladrón que por bien no venga’), heredero de la más clásica tradición teatral occidental, desde las comedias latinas hasta el esperpento de Valle-Inclán; y Umberto Eco, quien al margen de su labor como novelista y su emblemática ‘El nombre de la rosa’, sigue siendo en sus trabajos la referencia obligada de los estudios semiológicos, porque nadie como él estudió la relaciones del arte y todas sus manifestaciones con el público; a sus tratados de semiología, habría que añadir ‘Apocalípticos e integrados’ o ‘Los límites de la interpretación’. Eco pertenece a esa otra lista de escritores damnificados (con Borges a la cabeza), a los que ni los efluvios etílicos consiguieron que le concedieran el premio Nobel; premio que se hubiera sin duda prestigiado por contar en su nómina de galardonados con este escritor. Y puestos a hablar de premios, ¿por qué las editoriales o ciertos organismos públicos no se dedican a instituir premios para escritores noveles, como hace unos días se quejaba en las páginas de este Diario el joven novelista jerezano Alejandro Berrquero? ¿por qué no hay un Planeta, o un premio nacional o de la crítica para una primera novela (opera prima)? No cabe duda de que es más fácil y seguro apostar por consagrados por aquello del balance final de resultados (ingresos – gastos). Y es que la literatura al fin y al cabo no deja de ser para muchos más que un producto comercial, como las canciones de Bob Dylan; y si no, que se lo pregunten a su cuenta corriente. José López Romero.