Aunque a estas alturas quién más quién
menos estará del coronavirus hasta la punta de lo que a cada lector se le
ocurra, no me resisto a comentar una circunstancia que me llena de nuevo de ese
pesimismo cuando del ser humano se trata y, en concreto, de nuestros
conciudadanos. Cuando se dio la voz de alerta o alarma, de inmediato todos a la
carrera frenética, al asalto a los supermercados; el abastecimiento de
alimentos de primera necesidad era la obsesión, y mi pregunta, iluso de mí, fue
¿y las librerías? Por muchas imágenes que salían en la tele, no aparecía
ninguna en ellas, solo los rollos de papel higiénico que surcaban los aires con
destino al carrito de la compra. En ‘El infinito en un junco’ (un libro que es
un pozo sin fondo de posibles artículos y que no me cansaré de recomendar),
Irene Vallejo hace un repaso por esas historias en las que el ser humano, ante
situaciones límites, ha encontrado el consuelo y la salvación en los libros.
Por ejemplo, el testimonio de Nico Rost, prisionero en Dachau, que se atrevió a
desafiar las duras condiciones de aquel terrible campo de concentración y que
escribió: “Quien habla del hambre acaba teniendo hambre. Y los que hablan de la
muerte, son los primeros que mueren. Vitamina L (literatura) y F (futuro) me
parecen las mejores provisiones” (pág. 239). O el ejemplo de Elena Korybut,
condenada a diez años en las minas de Vorkutá (más allá del círculo polar),
para quien un libro de Pushkin, que pasó por miles de manos, fue su salvación
(pág. 241). O el de Michel del Castillo en Auschwitz, salvado por
‘Resurrección’ de Tolstói (pág. 242). No estamos afortunadamente ni en un campo
de concentración nazi ni en las minas de Vorkutá, pero el efecto liberador,
terapéutico de un libro nunca se ha perdido. En estos malos tiempos que a todos
nos ponen a prueba, la lectura sigue siendo un alimento de primera necesidad.
José López Romero.