Está pasando con mucha
más pena que gloria (ninguna) el centenario de la muerte de don Benito Pérez
Galdós. Una lástima. Una lástima, digo, para este país tan necesitado de que
grandes, enormes autores como Galdós se conviertan en lectura obligatoria para
cualquier ciudadano o ciudadana con derecho a voto (otro gallo nos cantaría).
Galdós ya en vida no logró la aclamación de sus iguales (aunque pocos estaban a
su altura literaria), ya se sabe: la envidia patria. Y con el correr del
tiempo, lo que fue una injusticia se ha ido convirtiendo en una costumbre. Más
de un escritor, de esos que van o iban por ahí vanagloriándose de su pedigrí
intelectual, no hace mucho tiempo le negó el pan y la sal al que estudiosos,
sobre todo extranjeros, consideran a la altura de los grandes novelistas del
XIX: Dickens, o su amigo Wilkie Collins, Tolstoi, Balzac, Zola o Eça de
Queirós. Está claro, no tengo ninguna duda de ello, de que si Galdós hubiera
nacido en Inglaterra o en Francia sería una gloria nacional, uno de los grandes
clásicos al que todos venerarían. Pero no es el caso en este país que prefiere
enterrar a sus grandes hombres antes incluso de que mueran. Por mi parte, desde
este verano me estoy dedicando a rendir mi particular homenaje al gran Galdós. Leí
‘La incógnita’ y ‘Realidad’ (reseñadas en esta página), seguí con ‘Las novelas
de Torquemada’ y estoy finiquitando ‘Miau’. Y de las cuatro obras puedo decir
lo mismo: enseñan y entretienen, que es la máxima clásica por excelencia de la
literatura. Otros, los sesudos intelectuales de pedigrí podrán pensar que la
literatura no es eso, sino una lucha sin cuartel entre un autor que se las da
de intelectual y el pobre lector indefenso ante páginas y páginas en las que el
punto y aparte brilla por su ausencia. Allá ellos con sus platos exquisitos de
narraciones huecas. A pesar de las circunstancias, que siempre para estas cosas
son adversas, yo sugiero a los lectores que se paseen por las páginas de
cualquier obra de Galdós. No les va a defraudar. Será un merecido homenaje, el
que siempre le niegan. José López Romero.